viernes, 21 de diciembre de 2012

El pegatinero


Vi su sombra pasar en el mismo instante que las puertas del tren se cerraban con su pitido ensordecedor de aviso. Fue una imagen fugaz. Un hálito repentino de ropa negra que se movía con agilidad felina por el andén. Era él. Estaba segura. Ya lo había visto una vez. El tren borró su rastro mientras me arrastraba hacia las bóvedas de raíles muertos y cables de alto voltaje. Me quedé de pie un buen rato del trayecto, pegada a la ventanilla con la efímera idea de poder ver su silueta una vez más en otra estación. Tomé asiento con un suspiro de derrota. Me dejé llevar a través de aquellas galerías oscuras y tenues luces de emergencia esporádicas que me distraían de su recuerdo. El recuerdo del pegatinero. Así le bauticé la vez que lo vi. Hace ya muchos años.
Apretaba la mano de mi padre con la cara pegada a su muslo, esperando el tren en la estación de Méndez Álvaro. Había mucha gente ese día, más de lo habitual, y aquellas personas se apretaban unas a otras con la convicción de que subirían las primeras al vagón. Mi padre aguardaba paciente, alejados de las vías sujetándome con firmeza para dar a entender que debía estarme quieta. Permanecí con mi cara pegada a su pantalón todo el tiempo que faltaba para la llegada del cercanías. Recuerdo que me mordía los labios, me ponía nerviosa toda esa gente arremolinándose junto al borde del andén como si estuvieran apunto de saltar abajo y comenzar a correr por el pedregal negro de los carriles de hierro. De repente, alguien rozó mi pelo. Algo así como una brisa despistada que se equivoca de dueño. Quité la cara del muslo de mi padre par ver quién me había tocado el pelo y vi pasar a una silueta vestida de negro. No pude saber si se trataba de un hombre o una mujer. Tenía la cabeza cubierta con un pañuelo negro. Se movía con una rapidez insólita para la cantidad de gente que había en la estación. Me fijé que a su paso daba un pequeño toque con sus manos enguantadas, también de negro, sobre las paredes, barandillas y vitrinas de anuncios enlatados. Me di cuenta de que conforme deslizaba sus guantes adhería una pegatina en cada cosa que tocaba. Hacía su labor con la eficacia de un astronauta en órbita como si flotara por el andén. Nadie le prestaba atención. Pasaba desapercibido como una sombra. Una sombra negra que se diluía por un desagüe de carne y rieles. Dejó de poner pegatinas y se paró en seco. Recuerdo que contuve la respiración, por algún motivo adiviné que había advertido que le había visto. Apreté más fuerte la mano de mi padre y pensé en pegar mi cara de nuevo a su pierna pero no podía dejar de mirarle. Cruzamos la mirada directa a las pupilas a pesar de los metros de distancia que nos separaban. Pude verle la cara. Me guiñó un ojo mientras se llevaba el dedo índice a la boca en señal para que le guardara el secreto. Sonreí como promesa. En ese momento, el tren irrumpió en la estación y nuestra conexión se perdió en cuanto el torbellino de gente comenzó a abrirse paso a codazos entre la multitud. Mi padre esperó con calma el instante justo para acercarse al tren y subir sin atropellos ni tirones. Una vez dentro, sonó el pitido de alarma de cierre de puertas, busqué entre los huecos de las ventanillas al hombre de las pegatinas por el andén. Ya no estaba. En su lugar, una ristra de dibujos cuadrados y diminutos adornaban la estación que ya se me perdía túnel adentro.
No pude evitarlo y rompí mi promesa al contarle a mi padre de la existencia del pegatinero. Él se rió y me movió el pelo de la frente. Yo me enfadé con él por no creerme y le amenacé con encontrarlo y demostrarle que esa sombra de ojos negros como canicas, era quien en verdad ponía las pegatinas de las estaciones. Mi padre me pasó el brazo por los hombros y me atrajo hacia sí para que estuviera más cómoda, me pegó la cara a su pecho y viajé con el tic tac de su corazón en las mejillas.
A partir de ese momento, me obsesioné deliberadamente con el pegatinero. Quería bajar por cada boca de metro que veía, por cada estación de cercanías y así encontrarme con él. Por ver cómo caminaba con aquella liviandad en los pies. Aquella dulzura con la que ponía las pegatinas. Ese pañuelo negro flotando sobre su cabeza. Bajaba y esperaba apretando, entonces, la mano de la tía Emilia. Miraba en cada esquina, en cada papelera, bajo los bancos de espera. Nada. Sabía de su ruta por el reguero de pegatinas que dejaba. Esos dibujos de caras sonrientes. Cuadrados y diminutos. Sabía que eran para mí. Siempre me recriminaba por llegar tarde y perder su rastro. Hasta que terminé por pensar que, tal vez, él estaba ahí y yo no podía verle al igual que el resto de transeúntes que viajaban ciegos y no se percataban de su presencia. Quizá fuera un castigo por haber roto mi promesa. Comprendí el verdadero motivo de mi desdicha y una profunda tristeza me embargó. Le había faltado a la palabra a un ser de lo más excepcional. De alguna manera, me sentía la cómplice de un gran secreto. Un suceso extraordinario que nadie podía ver y, ser la única de algo tan maravilloso, me hacía sentir especial. Una niña elegida que ahora se veía castigada por no haber contenido su lengua alegre. Dejé de bajar al metro. Cuando la tía Emilia me pedía que le acompañara en sus viajes por el cercanías, me negaba en rotundo poniendo escusas diferentes. Y así pasó el tiempo, dejando de lado al pegatinero y sus bonitas pegatinas. Mi sentimiento de culpa por traición dio paso a un olvido sin remedio que hizo que, incluso, perdiera mi sonrisa tímida y silenciosa cuando veía una de esas pegatinas cuadradas y diminutas sobre cualquier barandilla, pared o vitrina publicitaria. Hasta dejé de ver esas pegatinas que adornaban con disimulo cada andén de Madrid.
Por eso, fue como una inyección de adrenalina volverlo a ver en aquella estación. Misma indumentaria, su pañuelo negro ciñéndose sobre la frente. Pegatinas cuadradas y diminutas posadas con tal delicadeza y precisión que eran incapaces de despegarse por muchas manos que pasaran por encima después. Durante el resto de tiempo que duró mi viaje no pude más que pensar en él. Si ya me habría perdonado de mi falta grave. Quizá había sido un despiste y le había vuelto a ver por pura casualidad. Me mordí los labios. Deseé tener cerca el muslo de mi padre. El sonido de cierre de puertas me sacó bruscamente de mis cavilaciones. Reaccioné y me puse en pie muy cerca de la salida. Esperé a la siguiente estación y, aunque no era la mía, bajé. Corrí por los andenes en busca de pistas, en busca de pegatinas, lo que fuera con tal de encontrarle, mirarle a los ojos de nuevo y poder decirle que su secreto estaba a salvo conmigo. Subí y bajé escaleras. Inspeccioné cada banco, cada palmo de pared, cada cartel. Pensé que sería una estupidez buscarle en una sola estación. Era como encontrar una aguja en un pajar. Debía hacer un croquis que me ayudara a abarcar muchas zonas a la vez, un itinerario que me adelantara a sus movimientos. Necesitaba una estrategia que me venía grande y no sabía por dónde empezar. Me senté en un banco y cerré los ojos. Apoyé la cabeza en el respaldo de aluminio y dejé que las ideas vinieran a mí por sí solas. No sé cuánto tiempo estuve allí, pasaron varios trenes. No los conté. Pero sí sentía las miradas de la gente clavarse en mis párpados cerrados y compadecerse de mí cual borracha de tetra brik. Pero aún así, continué en mis trece y esperé a que se me iluminara la bombilla. Eso o un milagro. Los túneles se tragaron varios trenes más cuando, al fin, me decidí a levantarme del banco. Y ocurrió el anhelado milagro. Una pegatina nueva apareció en una barandilla de las escaleras de subida. Estaba segura que esa pegatina no había estado ahí antes. Lo había memorizado todo palmo a palmo en mi inspección desesperada. Enseguida vi otra pegatina. Y otra más. El pulso se me aceleró dentro de la caja torácica. Las pistas me condujeron a la calle. A una plaza llena de jóvenes comiendo pipas. Estuve tentada de preguntarles si habían visto a alguien de negro pasar por allí. Pero me acordé de mi promesa y busqué en silencio otra nueva pista, disimulando para no llamar la atención. Aunque no me sirvieron de mucho tantas precauciones porque, al poco de estar registrando la plaza, sentí una caricia en el pelo. Una brisa despistada que se posa en el hombro. Giré en redondo sobresaltada y no recuerdo si grité presa de la excitación. Lo que sí recuerdo es que vi el retal de una sombra doblar una esquina. Y ahí sí levanté la voz, diciendo “espera” con el alma escapándose por mi aliento. Los jóvenes que comían pipas me miraron para luego hacer comentarios entre ellos y dar unas risotadas después. No hice caso, eché a correr como una posesa hacia dónde se había ido el rastro de sombra. Doblé la esquina y corrí sin ninguna convicción, sin admitir que le había vuelto a perder. El flato me crujía las costillas y tuve que parar muy a mi pesar. Jadeé con la boca bien abierta, tomando el aire a bocados y por cada ventilación un nuevo pinchazo me sacudía por dentro, me puse la mano derecha bajo el pecho para evitar partirme en dos. Con la otra mano, me apoyé en la reja de una ventana. Esperé a recuperar un ritmo cardíaco normal y poder seguir con mi búsqueda. Entonces, fue cuando me percaté de que bajo mi mano izquierda, la que tenía puesta en la reja de la ventana, había una pegatina. Diminuta y cuadrada, con una cara sonriente guiñando un ojo. Cerré los ojos y reprimí una soberana carcajada. Estaba jugando conmigo. Cómo no lo había pensado antes. Quería que me ganara su perdón. Oí pasos correr despavoridos en alguna dirección inexacta. Las calles estaban desiertas. Caí en la cuenta de que no sabía dónde estaba ni qué hora era. Pero lo único que me importaba en aquel instante era encontrar al pegatinero, costase lo que costase. Por intuición, dirigí mis pasos hacia donde había oído los suyos. Esa vez, caminé en lugar de correr sin ningún sentido y exponerme a perder mis costillas en el intento. Revisaba cada zona donde imaginaba que podía haber una pegatina. A veces la encontraba y otras no. Pero las veces que sí, me daban una nueva pista y ánimos para seguir caminado. Se hizo la noche. Adiviné que estaba caminando en círculos por aquel barrio tan desconocido e inhóspito para mí. Me senté en el suelo a llorar literalmente. Cuando ya sequé los tanques y descubrí que con eso no había conseguido nada, me levanté y decidí volver a casa. Había perdido todo un día en buscar a alguien que se estaba riendo de mí. No tardé mucho en encontrar la boca de metro que me devolviera a casa. Tampoco había mucha gente dentro de los túneles. Algún perdido como yo con ojos rojos y cara de cansancio extremo. Me negué a seguir buscando pegatinas nuevas, entré en el vagón con la cabeza gacha deseando que hubiera algún asiento libre que no tuve problemas en conseguir ya que dentro estaba igual de desierto que fuera en los andenes. Apoyé la cabeza sobre los ventanales y dejé que el traqueteo y las luces me envolvieran en un estado de embriaguez casi etílico.
Me auto convencí de la idiotez del caso. De que todo era producto de mi perturbada imaginación. Pensé en mi padre y en cómo me abrazaba cuando le conté que había visto indios hacer la danza de la lluvia en el salón días antes de que muriera mi madre. Luego el pegatinero. Deseé que mi padre me apoyara en su pecho y me acariciara el pelo. Tener los latidos de sus corazón en mis mejillas.
Giré un par de veces las llaves en la cerradura y entré en casa. Me quité los zapatos y los dejé tirados por algún rincón de la consola de la entrada. Fui directa al baño para preparar la ducha. Necesitaba agua caliente que me escaldara la piel como escarmiento por mi aventura estúpida. Dejé el grifo abierto y me dirigí al dormitorio para buscar el albornoz. Me quedé petrificada en el umbral con el interruptor de la luz en la mano sin pulsar. La ventana estaba abierta de par en par y la cortina ondeaba a sus anchas, mecida por la brisa nocturna. A través de la penumbra, hice un rápido inventario de la habitación. Todo estaba en orden a simple vista. No recordaba que hubiera dejado la ventana abierta. Me encogí de hombros y encendí la luz. Cogí el albornoz y, entonces, fue cuando me di cuenta de que había algo sobre mi mesilla de noche. Me acerqué y descubrí que se trataba de una pegatina. Diminuta y cuadrada con una cara sonriente y un ojo guiñado. La acaricié con sumo cuidado aún a sabiendas de que no se despegaría de ahí por mucho que la tocara. Miré hacia la ventana y vi las cortinas volar en una brisa más violenta. Sonreí con mi olvidada sonrisa tímida y silenciosa todavía tocando la pegatina. Pensé en mi padre y deseé que estuviera ahí para enseñársela.

martes, 4 de diciembre de 2012

Inquebrantable


La última bofetada sonó hueca y salpicó un poco más allá de la marca que mis narices habían manchado en la pared. Me tendió un pañuelo de su bolsillo lleno de mocos y me exigió que lo limpiara, pero no me dijo que me quitara la sangre de la boca que me resbalaba por las fosas nasales y brotaba de mis dientes. Le miré sin pestañear, agarré su maloliente pañuelo y froté la pared empapando la sangre como una esponja. Mi padre carraspeó y se ajustó el cinturón sobre la bragueta antes de dejarme sola. Lo limpié pero siempre quedó una sombra rosácea como prueba del delito. Que todavía me mira cuando voy a casa a cambiarle los pañales.
Los platos volaban cuando al huevo le faltaba sal o las patatas estaban demasiado hechas. Le gustaba la carne con un puntito de sangre en el filete porque decía que le recordaba a mis narices. Ahora le recuerdo yo las trayectorias de esos ovnis flotantes que se estrellaban contra los muebles u otras veces en mi espalda, una vez fue en el costado y dormí con una fractura en la costilla que me pinchaba al respirar. Es gracioso ver cómo en los filetes se va extinguiendo la sangre y las fosas nasales se quedan secas sin más líquido que soltar, ni mocos ni lágrimas ni glóbulos rojos. Le recuerdo todo eso callada, con el sonido sordo que hace al sorber el sopicaldo soso y sin colorante que le toca para comer y que muy pacientemente voy acercando a su boca. Me veo tentada a darle un pañuelo sucio para que se limpie los churretes de sopa. Pero en lugar de eso, extiendo una moderna servilleta de papel absorbente de verdad. Supongo que la tecnología quiso esperar a relucir para que yo tuviera una mancha rosácea a la que mirar cada vez que entraba en casa.
Aprendí a convivir con ello cuando me acostumbré al tamaño de mis muslos. Cuando ya dejó de pincharme el costado cada vez que respiraba. Cuando de mis dientes ya no brotaba más sangre. Pero que no se confunda porque voy a verle y le lavo el culo. No quiero que piense que todo aquello se olvidó. Porque he de confesar que todavía me recorre un escalofrío cuando la mancha en la pared me mira. Respiro hondo y surge el pinchazo en la costilla derecha. Me acerco a su cama para arroparle después de su sopa aguachirle y sus pañales secos, le pongo la sábana bien ajustada al cuello y le miro sin pestañear antes de cerrar la puerta.  

Moscas en la casa


Era extraño que hubieran moscas en esa época del año. Estaban muy pesadas dándose trompicones por los muebles. Atontadas rebotando en mi nuca mientras barría la cocina. Entonces, me acordé de mi amigo el de los caballos. Me contó una vez, que era muy molesto cambiar las herraduras de los caballos con las moscas enfadadas en esa época del año. Ahí fue cuando me enteré que las moscas mordían. Daban bocados, esa fue su expresión exacta. He de admitir que me impresionó tal afirmación, siempre creí que las moscas eran los carroñeros bobalicones de los insectos, sin más función que la de estropear la siesta en verano.
Terminé de barrer y dejé la escoba apoyada en algún azulejo. Solo quería sentarme y cerrar los ojos. El zumbido de las moscas y los golpecitos de sus colisiones me acompañó hasta el sofá. Estaban muy enfadadas, deduje. Pensé en los caballos y los imaginé con sus elegantes colas degradándolas al nivel de plumeros espanta moscas. Mi amigo me explicó que la mordedura de mosca es tan potente que hasta se hacen notar en la dura piel de los caballos, sus bocados son capaces de traspasar el pelaje y pinchar al animal, los pobres agitan sus tremendas colas y relinchan angustiados y él debe tener cuidado de no llevarse una coz cuando le martillea los clavos a las herraduras. Duro trabajo, deduje. Continué con los ojos cerrados y las moscas por mis brazos. Alguna atrevida se posaba en mi nariz. Entonces, pensé en mi amigo y cómo me tocaba la punta de la nariz con el dorso del dedo índice. Luego reía cuando yo me rascaba desesperada por las cosquillas.
Mi amigo desapareció un día de septiembre, llevándose consigo el fenomenal misterio del mundo equino y solo me dejó el sonido de las moscas enfadadas. Bonito regalo, deduje. Estando ahí sentada con los ojos cerrados, se me ocurrió que nadie me había vuelto a tocar la nariz con el dorso del dedo índice, doblándolo en forma de pirámide con sus falanges. Un dedo único, bruto y basto de callos de poner herraduras y sujetar los imperios de unos titanes tan distinguidos. Mi amigo era único en muchas cosas. Tenia habilidades un tanto peculiares como conducir con las rodillas y jugar al fútbol bailando salsa. Metía goles, estaba fichado en el equipo local. Nunca fui a verle jugar, se marchó antes de que sacara el abono. Será que, otra de sus cualidades, era imitar a los niños cuando juegan hasta la saciedad con sus juguetes nuevos, una jornada intensiva de arrumacos y afectos que luego se evaporan aburridos y cansados por el desencanto del fin de la novedad. Después, los dejan tirados en el cofre de los trastos y vuelven a su muñeco andrajoso de toda la vida. Exacta conclusión, deduje. Me froté las sienes intentando mitigar la punzada de migraña que me amenazaba el ojo derecho. Una mosca se golpeó contra la escoba y la oí caer en algún punto del suelo de la cocina. No me importó lo más mínimo. Mis ojos sellados por una cremallera de pestañas. El zumbido de las moscas. Se me posaban por la cara y me las espantaba deprisa antes de que pudieran morderme. Supongo que en lo de los bocados no me mintió, deduje. Mi amigo el de los caballos viajaba mucho de una cuadra a otra, con el maletero hasta los topes de diferentes herraduras, clavos y martillos. Ahí me enteré que los caballos usan número de pie como los humanos y que cada animal tolera un tipo de herraje como nosotros con el cuero o la piel de los zapatos. Curioso, deduje. Lo que mi amigo no me contó, pero yo fui capaz de deducir, fue que los caballos nunca dejan que otro cuidador les peine la crin. Prefieren llevar sus pelos enredados y hacer nidos de moscas antes de engañar al joker que los monta con efusivos relinchos de placer y planes de fútbol dominguero. Son seres leales y firmes que no utilizan los juguetes nuevos para luego dejarlos secar en la era. En su código de sentimientos no está la desfachatez del despecho de usuario.
Mi amigo el de los caballos me dijo que los equinos echan de menos y que lloran a sus muertos. Será verdad, no lo sé. Solo sabía que era muy extraño que hubieran moscas en esa época del año. Que ninguna me dio un bocado ni una sola vez y que en mi casa, ya no olía a caballo muerto. Abrí los ojos, me levanté y abrí las ventanas para que las moscas salieran. Fui a la cocina a recoger la escoba del suelo. Los zumbidos se centraron en el salón, en una desesperada lucha por salir a la calle. Bonita espera, deduje. 

Efectos secundarios


Después del fogonazo blanco, la barquichuela se queda encallada en el fondo de la laguna evaporada. Remuevo el cieno con una cuchara sopera y escucho el silencio. La luz blanca se llevó a los lobos junto con el agua. Ya no hay nada. La cuerda de la cintura se desintegró con el muelle. Ya no hay nadie esperándome. Silencio. Tengo miedo a salir del bote. El cieno está demasiado blando y corro el riesgo de hundirme. Ahora, soy yo la que he de esperar. La que ha de quedarse inerte en medio de un paraje que yo misma elegí. Esperaré a que el suelo se ponga duro y poder pisar. Qué tonta al creer que controlaba mi cuenta atrás. Qué ingenua al pensar que mi onda expansiva arrasaría cual masacre de guadañas. Llegué a imaginar que, tras la explosión, un manto negro de sombras se alzaría sobrevolando la ciudad como un águila real planea sobre los conejos y ese terrible manto, producto de mis espinas, sesgaría las calles guillotinando a cada cual que se cruzara por su camino. Pues eso, tonta rematada al no distinguir bien que lo que tenías entre las manos, en verdad, no era el extremo de la cuerda de mi cintura sino el detonador de la bomba. Me cegué tanto en mis heridas que no caí en la certeza de que tú eras el artificiero de mi destino. Le diste al botón. El tic-tac llegó a su clic y todo se volvió blanco. Silencio. Has conseguido que llegara al fondo de la laguna, tal y como yo quería, no sé si darte las gracias. Porque yo no quería secar la laguna ni matar a los lobos. Solo deseaba que las aguas negras amortiguaran la explosión. Ahora me has dejado aislada dentro de un espejo cenagoso a la espera de volver a endurecerme, porque los músculos se hicieron de plastilina después de la luz. El silencio ha borrado al sol y todo está taciturno en un gris verdoso que hace escuadra con el fango de mis pies.
Seguro que te estarás riendo. Te imagino sentado en tu sofá cambiando de canal, ya no ponen documentales sobre lobos albinos. Ahora se ven chacales mordisqueando costillas de camello muerto. Dunas de arena fina que el viento las dibuja y las mueve a su antojo. Eso no te aburre y ya no vas a buscarme. Qué tonta al creer que podrías salvarme de mi cuenta atrás. Qué ingenua al pensar que lo que esperabas en el borde del muelle era a mí. Mientras escuchaba el dulce tic-tac de mi espalda, llegué a imaginar que si me dejaba arrastrar hacia la orilla y permitía que me envolvieras en tus brazos, extinguirías esas espinas que sembraban mis vísceras que eran las encargadas de hacer la función de eslabones en las ruedas de engranaje del mecanismo de la bomba. Solo así, el manto de sombras guardaría la guadaña y no saldría a planear a vista de águila. Pero no, estúpida declarada, todo eso no pasó. Creí que los efectos secundarios de mi bomba atómica serían nefastos, nocivos para todo aquel que me tocara y resulta que ahora, una cuchara sopera me enseña la idiotez de mis pensamientos justificándose con la clausula número dos del contrato de la letra pequeña donde específica que soy la única hereditaria del dolor ajeno de corazón. Un cieno baboso me descubre una realidad de silencio y grises más dura de lo que yo podría soportar mofándose de una bomba atómica que se quedó a la altura de mina anti persona. Pienso en llorar y mi rabia y mi orgullo me acuchillan los ojos y me obligan mirar a la luz. El fogonazo blanco que todo calcinó. Esperaré a que el suelo se ponga duro y mi cuchara se doble cuando la incruste en el fango pestilente. Esperaré a que se quede clavada como una estaca y no pueda sacarla para dejar constancia de mi herida en alguna parte. Sé que en la tele algún día dejarán de emitir documentales, quizá en la laguna vuelva a proliferar el agua, pero para entonces, mis oídos estarán sordos de tanto escuchar el silencio, mis ojos ciegos después del fogonazo blanco. Mi corazón desnudo sin un manto de sombras que lo cubra y mis vísceras en carne viva. Irritaciones de un espejo mudo que se cansó de empañarse de vaho y devolver imágenes de leyendas urbanas. Esos son los verdaderos efectos secundarios de una explosión de bomba atómica: después de la luz, nos quedamos encallados en un silencio inerte que te hunde en un fango gris. Te deja una cuchara sopera como única arma de supervivencia y un prospecto de letra pequeña que no podrás leer por la ceguera.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Nociva


Ya está. Le di cuerda a la bomba atómica. Giré las manecillas que activan el mecanismo con la misma mano que limpio el vaho del espejo. Me miro. Mi imagen es borrosa, distorsionada. Solo queda esperar a que se acabe el tic-tac de ese reloj antiguo. Me ciño la toalla bajo la axila y observo cómo una manada de lobos merodean en las orillas de la laguna. Aguas negras que mantienen inerte una barquichuela conmigo dentro. Los lobos aúllan nerviosos removidos por los vapores con olor a gel que levantan las aguas negras de la laguna. Los lobos se muerden y se gruñen entre sí motivados por el hambre. Los lobos, simplemente, están asustados porque también oyen el tic-tac de la cuenta atrás.
No sé qué pasará cuando el reloj toque su clic final. No puedo adivinar hasta dónde llegará la onda expansiva. Solo sé, que me sujetas con una cuerda que tengo atada a la cintura. El único contacto con tierra firme. Permaneces de pie, al borde del muelle de madera carcomido, esperando. Desde donde estoy no sé si puedes oír al mecanismo moverse en sus engranajes de vísceras y bilis. Intenté gritar desde la barquichuela, pero los aullidos de los lobos maquillaron mi advertencia. Veo que la cuerda comienza a escurrirte de entre los dedos. Pero mantienes el tipo con dignidad y tiras hacia ti, luchando con el vaivén de las ondas del agua.
No me lleves hacia la orilla, no dejes que toque tierra firme. Suelta la cuerda. Deja que me pierda en el otro lado del espejo. Solo ahí, no te llegará la onda expansiva. Deja que muera con mis lobos que, a fin de cuentas, ellos fueron quiénes armaron mi bomba atómica. Yo solo le di cuerda. Solo quiero hundirme bajo la laguna y ser la artificiera de mi propio destino. No me pidas que te ame. Porque mis vísceras gastan toda su energía en mover la maquinaria. No me pidas que me quede. Porque a cada tic-tac que suena, mis músculos se contraen y adquieren la consistencia del mármol. No me pidas nada. Porque dejé mi conciencia en casa de la forjadora de almas, esa misma hechicera que te dio el cabo del extremo de la cuerda que me sujeta por la cintura al muelle de madera. Recuerda que le gusta jugar. Y mi bomba atada en la espalda no es más que otro juguete para divertirse en sus ratos de ocio. Ella soltó a los lobos. No quieras ser tú otro licántropo sin necesidad de luna llena. No lo desees, porque podría herirte. Quizá ya lo haya hecho. Lo siento. Desde el sofá, la televisión no te deja oír el tic-tac que me rumia, que me lleva a esa laguna cada vez que me miro al espejo.
Tengo frío. He de quitarme la toalla y ponerme ropa seca. Dejar que la cuerda siga balanceándose desde el muelle hasta el centro inerte de la laguna. Los lobos tendrán que esperar una noche más a que la bomba estalle. No sé cuánto tiempo falta. El vaho del baño ha disipado las tinieblas de la laguna. Te oigo cambiar de canal y yo me masajeo la crema hidratante.
Aburrido, vienes a verme al cuarto de baño. La televisión queda de fondo contando las maravillas de, curiosamente, un documental sobre lobos albinos. Sonrío por la mimetización de la casualidad, tu crees que la sonrisa es para ti. Me miras y me dices que me quieres. Y yo, solo puedo mirarte y oír un dulce tic-tac en la espalda.  

lunes, 26 de noviembre de 2012

Venta al por menor


Nos prometimos un fin de semana de vino y olor a fresas. Y solo olí a marihuana y cerveza. Nos encerramos con la vil escusa de corregir su novela, pero los dos sabíamos que no se abriría el dossier de encima de la cómoda y follaríamos como perros hasta que le diera el latigazo en la espina dorsal y luego explotara en un tremendo dolor de cabeza. Un ibuprofeno y volvería a la carga, esparciendo su semen sobre mí. Mientras, yo guardaría intacta la caja de fresas bajo la cama.
La brisa del mar me traía olores de pescado, varados en algún puerto de gaviotas encarnizadas y de aguas aceitosas y oscuras. Hacía funambulismo sobre la cadena oxidada de ese puerto marchito cogida de su mano, mientras él me vendía promesas de rojos atardeceres. Pero continuaba oliendo a cerveza y se mezclaba con las gaviotas y sus pescados podridos. Las algas se dejaban morir en algún lugar del hormigón y aún tuve la esperanza de buscar fresas entre sus hilachos.
El dossier encima de la cómoda. El colchón se agitaba a las cuatro de la mañana. Después de la descarga, un eructo y un paseo a la nevera para pillar una birra. Para el ibuprofeno, dijo. Oí cómo se calentó la china en el balcón y tardó un rato en volver a la cama. Me hice la dormida cuando se metió entre las sábanas de nuevo y comenzó a acariciarme las tetas.
Sabes que te quiero, ¿no, nena?
Sonreí.
¿Te apetece salir esta tarde?
Le dio saliva al papelillo.
¿Quieres hacer algo? me preguntó levantando una ceja con el cigarrito pegado en la lengua.
Algo que suela hacer una pareja, ¿cine?
Creo que el Janco estará por el centro comercial. Así le pillo algo, que se me está gastando la manteca.
Y de paso, vemos la peli.
Podría hacerse así.
Recuerdo que carraspeé antes de contestar con la suma calma que pude reunir.
Mejor queda tú con el Janco ese en el centro comercial y ya me quedo yo viendo una de amorisqueos bonitos en la tele.
¿No te importa, nena? Quizá nos liemos con las birras, ya sabes cómo es el Janco.
Pásalo bien con tu Janco.
Por lo menos, cuando salió camino al centro comercial, pude abrir las ventanas para ventilar el olor a cerveza y porro. Sabía que volvería muy tarde, o quizá incluso por la mañana. Así que aproveché esa recién estrenada calma que las algas muertas del puerto me proporcionaron y salí a pasear para mojarme los pies en la arena. Tuve la precaución de coger la caja de fresas de debajo de la cama y llevármela a la playa. Una a una fui sembrando el camino de mis huellas, solo yo veía su rastro fucsia como las migas de pan de Hansel y Gretel. Me aseguré de dejar la caja bien vacía y que no quedara ni una mísera hojita despistada. Nada. Debía armarme con el mismo valor que de calma gozaba y regresé más ligera sin la caja de fresas. Entré en casa y saqué la maleta. El dossier encima de la cómoda me miraba implorante. Intenté ignorarle, pero seguía insistiendo con su mirada de gatito huérfano. No lo pensé, busqué uno de sus tantos mecheros y atenté contra el dossier. Lo observé imperturbable reducirse a un mojón negro y humeante. Preferí ese olor a del porro y sus eructos. Tuve la delicada idea de dejar sobre la cómoda los restos de ceniza. Más a gusto, terminé de cerrar la maleta y la cargué al brazo. Llegué a la puerta y justo cuando mi mano se posaba sobre el picaporte, la puerta se abrió y apareció él con el tal Janco. Había cambiado su perfume de cerveza por el de whisky.
Hola, nena!
Me empujó hacia dentro con la maleta en la mano. Janco y él irrumpieron como ñus en estampida. Esclafando en risotadas con los ojos inyectados en sangre.
Iban tan borrachos que ni siquiera vieron la maleta.
¿Conocías a mi nena, Janco?
Janco soltó dos risas de hiena en celo y se relamió dándome un repaso general de arriba a bajo.
Él se dio cuenta y debió parecerle morboso. Se acercó a mí y me cogió por la cintura levantándome en el aire y arrastrándome hacia el dormitorio.
Nos disculpas un momento, ¿verdad Janco? Quiero echarle un polvazo rápido a mi nena.
La puerta se cerró con un portazo antes de que Janco pudiera articular sonido alguno. Lo sentí reducirse a la altura del gusano de la polilla a través de la madera de la puerta. Un tirón de camiseta me devolvió al dormitorio. Comenzó a morderme el cuello a apretujarme el sujetador. Intenté quitármelo de encima, pero estaba demasiado encendido como para apartalo de mí tan fácilmente. Pataleé, chillé, le arañé la frente. Le clavé las uñas en los ojos. Me upó sobre la cómoda y mis manos aterrizaron sobre el mojón negro de tizne que ya había dejado de humear. Me desabrochaba el pantalón con las mañas de un preso castigado sin bis a bis. Agarré un puñado de la ceniza y la apreté fuerte entre mis dedos.
Abre la boca, cabrón. Que tengo unas fresas para ti le dije.
Aproveché su lapsus de sorpresa y le metí bien adentro la ceniza en la boca. Le empujé contra la cama y huí sin mirar atrás. Salí del dormitorio y encontré a Janco pajeándose en el salón. No le dije ni pruna, de repente dejó de ser esa larva diminuta a un pescado más del puerto. Cogí mi maleta y me fui, ignorando los gritos de rabia y los insultos de puta. Me fui sin oler a nada. Me fui. Y los pies me llevaron a la playa donde las olas se habían tragado las fresas que yo había echado. Me fui y las gaviotas abandonaron el puerto de aguas cenagosas. Los pescados durmieron muertos más tranquilos en sus lechos de hormigón. Me fui prometiendo que nunca más haría funambulismo en ninguna cadena oxidada, sabiendo que entre las algas marchitas no crecen fresas y si las hierves, no sale vino de su néctar salado. Me fui, en definitiva, porque no tomo los ibuprofenos con cerveza y mucho menos me ha gustado la venta al por menor.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Cosmopolitan


Desde hace algún tiempo, en mi wikipizza ya no entran acepciones eróticas. Se han aparcado como quien deja un coche estrellado, con el guardabarros hundido en las bujías, en la puerta de un taller de persianas bajadas. Hace tiempo que no bebo un cosmopolitan con los ingredientes en su punto.
El teatro rompió en aplausos mientras permanecía inmóvil sobre el escenario. Los brazos en alto y los dedos tiesos para asemejarme más alta. El tul de mi velo resbalando inocuo por mi piel. La sonrisa firme y espléndida, los dientes bien a la vista y apretados para sujetar al corazón que amenazaba con escapar. Los aplausos continuaban y yo inmóvil en postura de bailarina en la caja de música. Alguien del público se levantó y gritó guapa. Mis compañeras salieron de los bastidores y me abrazaron enredándome con sus tules sacándome de mi caja de música. Reí mientras mi corazón bajaba compungido por el esófago para encerrarse en su cueva oscura entre las costillas. Besos y pellizcos de alegría. Aguanté el tipo, en verdad, yo también me licuaba en la caverna de mis costillas. La soledad alzó la mano por encima de todas las compañeras, apretando los rasos en la piel hasta convertirlos en papel de lija. Vi su mano con claridad a la que me acariciaba el pelo y me susurraba en el oído un canción de monedas y sujetadores abandonada en los barrios de Tirso. Dejé de oír los aplausos. Dejé de notar los pellizcos, los besos, los manoseos en la cabeza. Un silencio negro me envolvió con ansia viva arrastrándome al fondo de la cueva. Y ahí estuve encerrada durante todo el rato que duró la cena de después de la función en el teatro.
Se puede reír a la vez que lloras. Se puede amar echando de menos a otro amor. Todos somos ambiguos, todos tenemos insertado en la tarjeta gráfica del cerebro el poder de la simulación, del avituallamiento a la familia adoptiva. Sí, y ahí estaba yo. Sentada en la mesa del restaurante con la caña en la mano, echando de menos los miércoles. Porque los miércoles eran especiales, dejábamos que se nos fuera de las manos esas manzanillas aliñadas con fanta de naranja y coca-cola light. A veces se unía algún café de máquina, bien cargado y un sobre de azúcar. Rellenábamos las casillas en blanco de la wikipizza y nos cachondeábamos de los militares y los yogurines. Aprendí el sabor del cosmopolitan y a distinguir el vodka del cointreau. Brindé con mi caña por el éxito de la tarde en el teatro. Mis compañeras tenían las mejillas encendidas y los ojos chisposos y no era por la cerveza. Eran los efectos secundarios de muchas horas de ensayo y sudores en asfalto. El efecto rebote de los nervios cuando se relajan, el efecto placebo de la adrenalina descargada. Las mejillas se tornan rojas cuando saboreas que los aplausos no son de compromiso. Me mantuve callada. Observando. Respirando. Oyéndolas hablar. Y qué distintas eran a mí. No le ponían zumo de arándanos al cosmopolitan. Pero sonreí. Cené y bebí mi caña, negándome en rotundo a pedir manzanilla con limón. No me lo pasé tan mal a fin de cuentas. El avituallamiento empieza a hacer su mella en la tarjeta gráfica. Y asimilo vivir sin hurones y gatitos a los que acariciar. En lugar de eso, me sujeto las monedas con imperdibles y toco los crótalos.
El teatro rompió en aplausos mientras permanecía inmóvil sobre el escenario. El tul de mi velo resbaló inocuo por mi piel. La postura de la bailarina en la caja de música perfecta. Alguien gritó guapa. Y a mí me tocó clavar la muela en el ventrículo de la vena aorta. La soledad se convirtió en la hidra de siete cabezas y cada una de esas cabezas llevaba un nombre de las de Tirso. El corazón empotró su guardabarros en las bujías y me dejó abandonada a la suerte sabiendo que mi taller de reparación estaba a muchos kilómetros de distancia. La magia del escenario cesó y me encontré de nuevo en el mismo restaurante, con la misma caña en la mano, brindando por la misma frase de confucio chino. Sonreí. Cené y todo era un déjà vu ridículo que mi tarjeta gráfica había decido experimentar. Fue cuando entendí. Fue cuando me armé de valor y le pedí al camarero un cosmopolitan de postre. He de admitir que le faltaba el punto ácido del zumo de lima. Pero me lo bebí sin rechistar. Y me hizo recordar la casilla en blanco que rellenamos con pinceladas de chocolate corporal y cuentos de leyendas urbanas con posturas imposibles y segregaciones de semen.
Desde hace algún tiempo que no entran acepciones eróticas en mis casillas en blanco. Pero no pasa nada. El avituallamiento también me dijo que la hidra de siete cabezas pasea ahora por las calles de Tirso con seis cabezas. Los rasos aprietan sobre la piel pero dejan de raspar. Espero a que abra las persianas, sentada en el bordillo de la acera del taller mecánico, guardando mi coche de bujías trituradas en barro. Barro de la misma caliza que mi cueva. Porque será que he perdido la lista de ingredientes del cosmopolitan y ahora no sé qué día caen los miércoles. Será porque, después de todo, he entendido que la ambigüedad no sabe de proporciones exactas de zumos y vodka con cointreau y que las cañas son más sabrosas cuando las aderezas con fanta de naranja y coca-cola light. Las canciones suenan mejor cuando sus letras te pellizcan. Será por eso, que ahora las casillas en blanco se han mudado de wikipizza para cantar que los miércoles aparece una hidra de seis cabezas por las calles de Tirso, vestida con un sujetador y monedas doradas. Dicen que va borracha, borracha por el cosmopolitan de garrafón.


viernes, 9 de noviembre de 2012

Descalza


Mis pies están azules y me duelen la punta de los dedos. Camino descalza sobre charcos cristalizados por la escarcha. Trozos de hojas secas se me han pegado sobre las plantas y los quito con pulcritud. Quería sentir el frío en carne viva, los calambres del delirio, la humillación del auto castigo.
Unas gotas de sangre han punteado los cristales del charco con perfectas estrellas poliédricas. Rojas, muy rojas. El charco me sugiere la fugaz imagen de un capricho flamenco. El suelo de un matarife. La sangre todavía está caliente.
Descalza. Los pies continúan azules y los dedos agarrotados. La sangre resbala ya en chorros por mis manos. Me miro en el reflejo del charco. Por mi boca sale un hálito blanco, condensado como vapor, pero sé que no es eso. Deseo pisar la sangre que adorna los cristales del charco para ver si se me calientan los pies. No puedo moverme. Es parte del auto castigo.
La sangre es tuya. Te arranqué el riñón porque me hacía falta. Falta para vivir. Falta para quedarme tranquila y saber que te quedarás conmigo y no te irás cuando el sol se esconda y yo aúlle a la luna como una loba herida. Ahora es mío. Y lo guardaré bajo los charcos cristalizados. Se congelará, se hará eterno y pisaré sobre él con mis pies desnudos hasta que por mi boca no salga más neblina blanca. Lo mantendré libre de hojas secas. Fue un mordisco limpio, reconócelo. Quizá fuera porque todavía era de noche y otros aullidos rajaban las colinas. No me oíste entrar, ni salir. Quizás fuera porque iba descalza.

Colorín colorado


Almohadas que luchan en una guerra sin oponentes. Princesas con las puntas abiertas de tanto sacar sus melenas al balcón. Hadas madrinas con baritas gastadas. Ranas sin querer ser príncipes y príncipes queriendo ser ranas. Dudas al combinar dientes amarillos con corbatas marrones. Fotos de carné envejeciendo frente al espejo.
Almohadas que reposan torcidas sobre el colchón. Colchones con huellas sudadas. Princesas despeinadas que se cortan la melena para irse al río a departir con todas las ranas que se fuman las baritas de las hadas madrinas. Descubro que ya no me sientan tan bien las corbatas marrones y que mis dientes no son tan amarillos como anuncia mi foto de carné. He ahí, cuando te amoldas en tu huella del colchón para seguir sudando. Dejas que las plumas de las almohadas rotas te cubran como un manto de polvo mágico, el último estornudo de las baritas. Se te ocurre que, tal vez, sería divertido peinar a esas princesas que se atreven a llorar con los mechones de pelo entre las manos. Pero eso mejor después, ahora quieres dormir no sin antes fumarte un último cigarrillo para ver si se amarillean algo más los dientes. Dormir. Mejor desaparecer. Y mandas a fornicar a las ranas con las hadas madrinas para que te dejen en paz. Para que dejen de estornudar. Cierras los ojos y entiendes. Cierras los ojos y colorín colorado...

miércoles, 24 de octubre de 2012

Espejismos


Y justo en el momento en el que estoy en el umbral del agujero negro de mi nicho, en los albores de una muerte que ya me rozó los talones, es cuando me doy cuenta de que la huella que creí dejar en la vida fue absurda. Insignificante. Pequeña. Nula. Y es ahí, mientras escucho sollozos falsos de plañideras del siglo XXI, cuando descubro lo tonto que fui. Confesaré un secreto. Es mentira que, una vez llegados a este punto, ves tu vida pasar delante de ti como en una proyección de cine en la que tú estás en la gran pantalla como protagonista principal. Ni está San Pedro pasando lista con un bolígrafo bic. Nada de eso. Estás tú solo. Ante nadie, ante la nada. Ante la cruel situación que todos los castillos que creías tener plantados con sus fosos y sus fuertes se diluyen como arena entre tus dedos. Tu recuerdo lo arrastra el viento hasta mezclarse con el monzón margarita. Y luego, oyes unas risas que se confunden con los truenos. Así es, por duro que parezca. Descubres que tu existencia ha sido un grano de arroz en la paella, un espejismo travieso en el desierto. Lo admito, apreté el gatillo del cañón que me apuntaba a mí. No pude hacer otra cosa cuando lo adiviné a las once menos cuarto. No me mires con esa cara de cordera. Sabes que no tenía elección. No me juzgues ni me reproches, esto no es la carta de un suicida. Te recuerdo que ya morí. La pólvora ya envenenó los retazos de mi sangre que salpica ahora tu cama. Está tronando, ya viene. El monzón trae las lluvias hasta anegar tus ideas. Te nubla los sentidos para que no averigües sus espejismos. Pero los muy putos sí te ponen pistolas en las manos, para tener más risas con las que rajar el cielo. Y todo eso lo vi tarde, justo en el momento en el que mi cuerpo lo engullirá un agujero de hormigón dormido. Entonces, me pregunto por qué apreté el gatillo si los espejismos vinieron después. No sé qué hacia en tu cama con una pistola en la mano. Ni sé de dónde la saqué. Pero ahí estábamos a las once menos cuarto. Y ¿qué habrías hecho tú en mi lugar? Lo sé, no me mires con esa cara de cordera. Tus sollozos se mezclan con los truenos de esta eterna noche. Sé lo que habrías hecho a pesar de saberte derretida como una chocolatina al sol. Sé que tú, a las once menos cuarto, habrías esperado el espejismo de menos diez. 

La fábrica de textil


Teresa abotonó la camisa sobre el maniquí y luego le ajustó la cintura con unos alfileres. Los sacaba de uno en uno de la almohadilla prendida en su muñeca. Doblaba con perfectos pliegues el tejido suave y escurridizo del raso. Por el ventanal del escaparate entraba un sol mañanero digno de un día de verano a pesar de estar en noviembre. A Teresa no le interesaba demasiado aquel sol ni esa luz dorada que la bañaba a través del reflejo del cristal. Estaba centrada en la camisa y en dejarlo todo apunto para cuando llegara su madre y abriera la tienda.
Un chico se detuvo delante del escaparate. Teresa se sintió observada, la mirada de aquel muchacho la atravesaba aunque se pusiera detrás del maniquí. Se hizo la distraída y fingió continuar clavando alfileres. El chico era guapo. Debía de admitirlo. Le hubiera gustado que la tienda ya estuviera abierta para que así pudiera entrar y ella compartiría un par de frases con él, aún siendo las palabras establecidas de rigor. ¿Tiene la talla S? Es para mi novia, cumple años. Teresa sonreiría como siempre, tragando la rabia en ovillos de lana, y le mostraría la talla S y la M por si acaso, la camisa con puños de encaje y la lisa para los ejecutivos. Él se llevaría la de encaje, como siempre, y pediría el tique regalo para posibles devoluciones. Pero Teresa era buena dependienta y sus clientes nunca volvían con quejas o devoluciones, era capaz de conocer a esas novias afortunadas aunque no las tuviera delante. Siempre era lo mismo. Novias afortunadas, Teresa chasqueó la lengua para sus adentros mientras continuaba con la mirada del chico puesta en la nuca. Ella ya dejó de ser esa novia afortunada hacía mucho. Tanto, que ni se acordaba de cuándo fue la última vez que le regalaron flores o fueron a buscar una camisa de puños de encaje para ella. Las fábricas de textil se habían olvidado su talla.
El chico paseó a lo largo del escaparate sin perder de vista los movimientos de Teresa, ella ya no sabía dónde poner más alfileres en la camisa. Pero tampoco se atrevía a alejarse del tejido de raso, quizá los puños de encaje no fueran para ella y debía centrarse en otros tipos de tela que la aportaran cosas nuevas. Pensó que, tal vez, si dejaba de tocar la camisa sería como abandonarla, estaría violando la magia que desprendía ese chico al otro lado del ventanal. Una extraña comunión que Teresa temió perder si se iba del expositor. El muchacho caminó arriba y abajo recorriendo bien cada detalle del cristal. Ella continuó acariciando la camisa simulando plancharla y ajustarla al maniquí. Miró el reloj, faltaban unos minutos para abrir la tienda. Su madre estaría al caer. Se preguntó si el chico se quedaría hasta que abrieran y luego entraría a preguntar por camisas, ojalá que por camisas lisas de ejecutivo. Sintió cómo unas musarañas comenzaban a rumiarle en lo más hondo del estómago. Reconoció que se puso nerviosa con la mera idea de romper su stock del almacén. Entonces, una preciosa joven de melena lisa que brillaba como la de los anuncios de televisión bajo aquel sol de noviembre, se le acercó al muchacho y le abrazó por la espalda. Él se giró sobresaltado pero feliz, riendo a carcajadas. Teresa oyó a través del cristal cómo él recriminaba con cariño la tardanza de la joven. Se dieron un beso de tornillo delante del ventanal y Teresa ahogó sus musarañas con ovillos de lana. La pareja se fue dando saltitos de tórtolos cogidos de la mano. Teresa se quedó ahí plantada, traicionada, clavada al expositor como si fuera ella el maniquí. Como siempre, era la misma que se quedaba en los escaparates, bien colocadita y sin quejarse mientras le pinchaban los alfileres. Los clientes entraban admirados y atraídos por la belleza de su tejido. La tocaban, buena tela. Tranquilo, no encoje al lavarla. Unos botones preciosos, sí son de nácar. Tenemos de varias tallas, el pedido nos ha venido nuevo. Genial, me lo pienso. Ya vendré. Y se iban. Como siempre. Cuando se trataba de su camisa, los clientes no volvían. Ni tan siquiera a quejarse o hacer devoluciones, pero qué iban a devolver, si no se llevaban nada. Nada. Solo miraban el escaparate y se iban calle abajo borrando todas sus pistas para no saber de ellos nunca más. Teresa esperaba a que alguien se decidiera a comprar y tener una flor de vez en cuando. Tampoco pedía mucho. Ella no necesitaría camisas con puños de encaje. Le bastaba con ser de nuevo esa novia afortunada. Capaz que se había pasado de moda, su tejido había caducado. Pero ¿cómo? Acaso tiramos la camisa de la temporada pasada. Las fábricas de textil se habían retirado y ya no hacían camisas de saldo. Teresa no había tenido suerte ni en las rebajas. Cerró los ojos y se dejó inundar por ese cálido sol de noviembre que continuaba haciendo justicia a través del cristal. Respiró hondo sacando una a una aquellas musarañas que se enredaban en lana. Entre musarañas y ovillos, llegó su madre con estrepitosos buenos días, llenando la tienda de ruido, ruido de fábrica. Teresa no movió ni un músculo, un maniquí con rubor en las mejillas.
Hija, pero ¿qué haces ahí como un pasmarote?
Teresa se giró y sonrió:
Me convertía en camisa.

martes, 23 de octubre de 2012

Algodón desmaquillante


Había perdido el paraguas encasquillado en algún punto entre una fachada de granito y un semáforo caprichoso. Tres varillas se doblaron y otras dos se partieron en seco sin miramientos. Tiré el paraguas en la primera papelera que vi y aceleré el paso bajo la fina lluvia que caía con goterones espesos calando bien. Me detuve en un paso peatonal y las gotas disolvían el rímel de mis ojos y resbalaba en cascadas negras por las mejillas. Dos hombres que cruzaban en sentido contrario al mío, me dedicaron una mirada con expresión de susto, como si hubieran visto al mismísimo Jocker de Batman, que más o menos, serían las pintas que debía tener con toda la pintura emborronada por la cara. Algo me removió por dentro. Un pellizco justo debajo del estómago me hizo carraspear. Entonces, ahí fue cuando comprendí a mi amiga Nuria. Dejé que la lluvia me mojara a gusto y extendí los brazos en cruz bajo aquella cortina de agua. Notaba las gotas golpear en mi chaqueta, en mi pelo, en la frente, el agua deslizándose por mi cuello. Notaba las miradas de asombro de los que a mi lado se ponían para cruzar cuando el muñequito verde lo indicara. No me importó que pensaran de mí que era una loca sin paraguas. Solo pensaba en Nuria, en lo mal que me había portado con ella y en la razón que tenía la condenada. El muñeco dio vía libre a los peatones, pero yo continué quieta en el borde de la acera con los brazos extendidos en cruz y la ropa y el pelo empapados. Quería fundirme en la lluvia de la que tantos años me había estado agazapando. No tenía ni idea que aquellos impactos húmedos y fríos hicieran sentir tan bien, tan libre. Como pasear en ropa interior por casa. Un gorila en la selva. Sonreí. Abrí más y más la boca hasta convertirla en una carcajada. De nuevo, muñeco verde y esa vez, sí, crucé. Tuve que hacerlo, aunque me habría quedado toda una eternidad bajo aquella capa gélida de gotas barrigonas.
Llegué a casa chorreando, pero no me afané en ponerme ropa seca y cómoda o liarme como una autómata con el secador. En lugar de todo ese ritual, fui directa a buscar mi móvil al bolso y seleccioné el número de Nuria en la agenda. Reconozco que me puse muy nerviosa. Hacía tanto que no escuchaba la voz de mi amiga que el corazón me subió a las sienes y retumbaba como una apisonadora. Tragué saliva y crucé los dedos por que todavía mantuviera su mismo número. A medida que el teléfono daba tono, yo viajaba hacia atrás en el tiempo reviviendo el momento en el que nos peleamos, el día que la conocí con su coleta y su chándal. Estaba sentada en el suelo, organizando los libros de su taquilla. Le gustaba tararear canciones a voz en grito. No se le daba mal, la verdad. Pero llenaba los pasillos del instituto con sus gorgoritos. Los compañeros la miraban y se reían entre ellos. Fue ella la que se acercó a mí cuando se me cayó un cuaderno al suelo. Le di las gracias, se encogió de hombros y se marchó retomando su canción en el mismo punto donde la había dejado. No sé por qué la detuve y le pedí que viniera a la cantina conmigo. Le dije que no me apetecía botarme la clase sola. Ella sonrió y me dijo que llevaba una baraja en la mochila. A partir de ese día, intentábamos cuadrar alguna clase para hacer timbas en la cantina. Comenzamos a buscarnos para ir a fumar algún pitillo polizón en los recreos. Hasta que un día me invitó a fumar de su hierba y ya quedábamos para ir al cine los sábados y al parque los domingos. Conocer a Nuria fue una bendición que aportó a mi vida una luz nueva de rebeldía. Un camino diferente por el que hallarme en aquellas edades tan complicadas. Una comprensión casi inconsciente de saberme afortunada en comparación con la vida de Nuria. Aunque eso no viene a colación ahora. Nuria es clase de persona que resalta entre la sociedad como un abrigo rojo en una película en blanco y negro. Despedía gratitud por cada poro de su piel, nunca tenía palabras necias para nadie, siempre dispuesta a ayudar a cualquier causa, la abogada defensora de las injusticias. Tenía una hiperactividad contagiosa. Intuí su aura especial en el instituto cuando me la cruzaba con sus cantares haciendo oídos sordos de las burlas de los demás. Pero nunca llegué a sopesar la magnitud de su gran personalidad hasta que Nuria entró en mi vida y se hizo hueco muy, muy despacio. A mis padres no les gustaba Nuria, pero eso me dio igual cuando decidimos compartir piso en la universidad, irnos juntas de Erasmus e, incluso, cambiar de ciudad en busca de futuro. No recuerdo vida sin ella si hago la vista atrás. Atrás. Atrás me gustaría volver y remendar lo que pasó aquella tarde. También llovía. Llovía como esta en la que tenía pegado el móvil a la oreja dando tonos muertos. Nuria no respondió. Dejé el teléfono tirado en algún rincón. Sentí frío y me acordé que estaba mojada. Fui al baño y me miré al espejo. Observé mi cara con el maquillaje esparcido como una acuarela infantil. Recordé las miradas de aquellas personas en el paso de peatones y me dieron nauseas. No tenía ganas de cenar. Me quedé apoyada en la ventana viendo llover. Conté las gotas que se estrellaban contra el cristal. A Nuria le gustaba hacerlo. Y después, apuntaba el número de gotas con el dedo índice sobre el cristal empañándolo con vaho. Decía que así se quedaba el dato guardado hasta la siguiente llovizna y saber si la lluvia batía récords de gotas. Alguna vez batió alguno y venía a contármelo con el entusiasmo de una niña con vestido nuevo. Yo reía y le decía que estaba loca. Ella decía que prefería pensar en esas cosas que en política. Política. Nunca le interesó nada de la sociedad, al menos las cosas burocráticas y los chanchullos de estatus. Así lo llamaba ella. Tenía su propio código cívico basado en el respeto al prójimo y las simbiosis de la intuición humana. A veces, pensaba que era demasiado fantástica con sus pensamientos de chamana ibérica. Pero he de admitir, que su visión de la vida, la llevó lejos y nunca le ocurrió nada malo, al menos grave de lo que lamentarse. Mil quinientas dieciséis gotas. Empañé el cristal con mi aliento y apunté la cifra con el dedo. El teléfono continuó mudo en el mismo lugar donde lo había tirado. Nuria continuaría enfadada conmigo. Me pareció lógico a fin de cuentas. No debí decirle aquello. A ella no. Llovía. Llovía mucho. Un día de esos para salir en canoa a la calle. Volvía a casa del trabajo en coche peleando con la marea de conductores desquiciados que se apelotonaban en cada cruce. Doblé una esquina y vi a lo lejos caminar a Nuria bajo aquella catarata de agua sin paraguas. No parecía molestarle tal detalle cuando descubrí que andaba cantando a voz en grito refugiada en sus auriculares. Las calles se convirtieron en pasillos de instituto. La gente la miraba como si fuera un mono verde. Un coche pasó por otra intersección y aceleró en un tremendo charco con la cruel intención de mojarla. Una nube de agua se elevó del suelo y la envolvió como una crisálida. Nuria se quedó muy quieta con la boca abierta. El coche se dio a la fuga. Y yo también. Llegó a casa con la ropa chopada como si se hubiera capuzado en una piscina con ella puesta.
Menuda cae.
Fue todo lo que dijo.
Preparaba algo de cena y salí a su encuentro al pasillo.
Estás empapada.
Olvidé el paraguas y me pilló de pronto.
Chasqueé la lengua.
Y ¿no será que te han mojado?
Le solté con cierto retintín.
¿Me has visto esta tarde?
Como todo el pueblo, eres la única a la que se le ocurre andar cantando por la calle.
¿A caso es algo malo?
Esto ya no es el instituto, Nuria.
Meneó la cabeza en señal de desacuerdo, pero sé que se guardó sus palabras. Y eso me voló la sangre. Fue a su cuarto a cambiarse de ropa y yo corrí tras ella.
¿No tienes nada que decirme? Acaba de mojarte un coche deliberadamente y ¿te quedas tan tranquila?
Hay cosas peores que un conductor sin escrúpulos te cale.
¡Ah! ¿Sí? ¿Como cuáles?
Como que una amiga te abandone.
Me tocó la fibra. Un veneno comenzó a bombear en lo más hondo de mi estómago.
Si no te ayudé fue porque... Porque, por primera vez, me avergoncé de ti.
Nuria torció el morro en cuanto escuchó esas balas de mi boca. Luego sonrió con un bufido despectivo y me dio la espalda.
Ya no tenemos catorce años ni somos elfas del bosque para ir así por la vida. Joder, Nuria, entiéndelo.
Me justifiqué elevando la voz.
¿Debo entender que merecí que ese coche me empapara?
No dije nada. Nuria movió las manos en un aspaviento de paz.
Tranquila, ya no te haré pasar más vergüenza ajena. Lo siento.
Y no dijo nada más. Recogió sus cosas en una maleta y se fue. No se alteró lo más mínimo pese a que yo no paraba de gritarle y recriminarle por su estúpida decisión. Continuó doblando camisetas y pantalones con suma calma, tarareando sus canciones e ignorándome por completo. Le pedí perdón, le supliqué, le rogué que no se fuera de casa. Nuria cerró su maleta y dio un portazo. Ya no supe más de ella. El orgullo no me hizo reparar en su falta hasta esa tarde en el paso de peatones.
El teléfono comenzó a sonar en su lugar de escondite. Reaccioné a su sonido como si hubieran activado el mecanismo de una bomba y contestar fuera a detener el cataclismo. Salté sobre el sofá y me abalancé al móvil como buena jugadora de rugby haciendo un placaje. Pegué el aparato a la oreja y contesté sin mirar quién llamaba.
¿Nuria? Hola, soy yo. Lo, lo siento... ¿Nuria? ¿Hola?
¡Hija! ¿Qué pasa? ¿Por qué me llamas Nuria?
¿Mamá?
La bomba no estalló. Pero sí reventó dentro de mí una piñata de desazón llena de caramelos de cactus. Respondí a mi madre con dos monosílabos y me la quité de encima. No tenía ganas de hablar con nadie que no se llamara Nuria.
Miré el reloj. Había pasado mucho tiempo desde que había la llamado y pensé que sería buena idea hacer un nuevo intento. Aguanté la respiración mientras pulsaba la tecla verde con su nombre en la pantalla del móvil. Comenzó a dar tonos y yo retorcí el borde del pijama con el pulgar mientras pensaba qué le diría.
Los tonos se ahogaron en la línea y me atendió un servicio contestador.
Quise colgar pero una voz en off me detuvo. Esperé a la señal de grabación, tomé aire y dije:
Hola, Nuria. Hoy la lluvia dejó mil quinientas dieciséis gotas en la ventana.


miércoles, 26 de septiembre de 2012

Cinturones, sábanas y otras cosas.


Me colgué del olor a fresas en cuanto se sentó a mi lado. He de reconocer que me provocó un sutil espasmo en la entrepierna. Pero me controlé, respiré hondo y pensé en mi mujer y en que esa chiquilla no podía tener más de veinte. Abrí mi carpeta y saqué un folio para anotar las indicaciones del profesor. El hombrecillo pequeño y gafas de ratón de biblioteca hablaba con una verborrea exquisita, transmitiendo con calzador su pasión por el oficio. Le escuché atento mientras me embriagaba del olor a fresas que venía de mi derecha. La chiquilla mordisqueaba la capucha del boli y comía sugus con cierta voracidad, hasta hacer una montaña de envoltorios de colores, bien doblados y colocados en perfecta pirámide. Vigilaba que ningún envoltorio se saliera de su sitio, manteniendo la figura pulcra y exacta.
La clase concluyó y los compañeros decidimos ir a tomar una caña rápida. Ahí me enteré de que la chiquilla tenía veintidós y que era un culo inquieto probando suerte en la vida por la capital. Esa chiquilla tenía nombre, pero por alguna razón especial que no lograba comprender, la bauticé para mí como Berry, supongo que por el olor a fresas y por su habilidad de tragar tanto queso como sugus.
Berry nos contagiaba a toda la clase con su risa y sus chistes de gracia andaluza. Hasta el profesor, con su verborrea particular, la animaba a compartir sus anécdotas en clase. Nos reíamos y en las cañas posteriores se desmelenaba todavía más. Llegó el punto en el que deseaba que fuera viernes de nuevo desde que amanecía el sábado por la mañana. Su olor a fresas se hizo tan palpable para mí que incluso podía adivinar si ella estaba cerca.
Poco a poco, las cañas se dilataban más después de las clases e íbamos quedando los pelanas de siempre y Berry se quedaba a mi lado para que luego la llevara a su casa en moto. El paseo de la semana, decía. Y yo encantado de rociar las calles de Madrid con olor a fresas. No pasaba de ahí, de conformarme con aspirar su aroma y desearle buenas noches, hasta la semana que viene. Ella me sonreía y lanzaba un beso con la mano mientras me alejaba en la moto. Luego en casa, esperaba mi Reme dormida en su lado de la cama. Yo me quedaba tirado boca arriba oliendo mi pijama para que no se descubriera el olor a fresas.
El curso acabó y el verano trajo consigo un distanciamiento terrible. Me consolé con la idea de que la vería en el próximo curso. Hablamos en coincidir en otro de esos talleres de gafas redondas y diminutas. Nos reímos. Y sorbí mi verano como pude deseando que fuera viernes desde junio. En uno de esos días calurosos sin mojito con sombrilla y cañas sin su tapa, mi Reme me pidió el divorcio. Dividimos la casa en dos con una línea divisoria y así vivimos hasta que la abogada puso tierra de por medio.
Mi primer viernes de clase no estaba para las risas de Berry y mucho menos para anotar instrucciones en folios. Berry permaneció a mi lado derecho fiel a su pulcra y perfecta costumbre. La montaña de sugus bien alineadita delante. Me preguntó a lo bajini si el paseo de la semana continuaba estando en pie. Ya sabes que sí, Berry. Pero no se si fue porque notaba más que otras veces su olor a fresas, o simplemente porque mi mente maliciosa maquinaba otras alternativas al beso volador desde la mano, le propuse a Berry ir a tomarnos la penúltima en otro bar. Ella accedió de mil amores. No lo pude evitar y le descargué lo de mi divorcio como un capazo de escombros que cae desde un quinto cuando se le rompe la cuerda que lo mantiene en vilo. Me sorprendió su reacción, tan madura y comprensiva para su corta edad. Hasta se permitió el lujo de darme consejos sabios basándose en sus experiencias. La llevé a su casa y le di las buenas noches, ella se despidió con un abrazo y me mantuvo un buen rato apretado a su pecho. Me limité a aspirar muchas fresas y dejar que me calara hasta en el pijama que tenía en casa.
Los viernes no llegaban nunca. Y terminé por llamarla para quedar entre semana, nos mandábamos correos, hacíamos paseos en moto más extensos, la llevaba al fútbol y Berry le gritaba al árbitro más que los hinchas de ultra sur. Estar con Berry me hacía olvidar a Reme y sus jaleos de abogados. Nos íbamos a cenar, a bailar, ella me empujaba con su energía de culo inquieto, me enredaba con sus zarzas de fresas silvestres. Conciertos, monólogos, hoteles y balnearios. El olor a fresas llenó su ladito en la cama, y yo amanecía con una sonrisa sin importar el día que era.
El curso acabó sin darme apenas cuenta, pero ya no me asustaba tanto el verano, porque con o sin mojitos con sombrilla y hubieran cañas con tapa o no, mi verano tendría sugus, queso y fresas ante todo. Berry me comentó que no podría matricularse en un nuevo curso. Continué guardando la montañita de sugus a mi lado derecho, por sí decidía venir. Pero tuve que acostumbrarme a los viernes sin ella. El profesor ya no tenía la misma chispa verborréica pero anotábamos instrucciones igualmente en el folio. En las cañas faltaban los chistes de Berry. Me conformaba con oler a fresas por teléfono. Quedábamos de vez en cuando, los paseos en moto se hacían más cortos, ella tenía miles de cosas que hacer. Y los fines de semana juntos se hacían más escuetos. El desayuno de los domingos por la mañana merecían la pena cuando la tendía a mi lado en el sofá y le leía de mis viejos libros de relatos. Ella se apretaba en mi pecho y se dormía con una sonrisa hasta la hora de ir al fútbol.
Una noche de vino y queso, me confesó sus deseos por dejar Madrid. De volver a casa a seguir picoteando de la vida por allí. Me quedé callado con el estómago pegado en la nuca y la pituitaria desierta. Berry sonrió con cierto pesar y me acarició el brazo. Seguiremos en contacto, me dijo. Apuré mi copa de vino de un trago. Volvimos a casa en silencio y le deseé buenas noches. Ella me lanzó un beso con la mano y arranqué mi moto zumbando con fuerza vomitando a las calles aceite quemado por el tubo de escape.
Los preparativos de la mudanza iban muy en serio. Berry estaba como loca, organizando y empaquetando en cajas de droguería, identificándolas con rotulador permanente. Me ofrecí a ayudarla con su movilización bélica, con tal de oler a fresas un poquito más. Llenó mi casa de cajas, hasta que terminara de hacer rótulos y dejara su piso libre para el casero. Juntos hicimos la mudanza. Con el coche cargado hasta el techo que no podía ni ver por el espejo retrovisor, viajamos a su pueblo en casi cuatro horas, riendo con sus más que sabidos chistes y comentando hazañas con el profesor de gafas culturetas. Las cuatro horas se pasaron sin pensar, la única pena es que el olor a fresas me llegaba muy tenue y temí estar perdiéndolo y no volver a embriagarme de él.
Aparcamos en el portal donde me había dado las señas. Berry bajó eufórica del coche, dando brincos. Entonces, del portal apareció un chico vestido en chándal y se acercó a ella llamándola por su nombre. Berry abrió la boca tapándose un alarido de alegría y se tiró a sus brazos. Se fundieron en un arrumaco en el que el chico la upó en brazos y la mantuvo en el aire un rato. Ahí me quedé, contemplando la tierna estampa como un simple mirón de barrio. Tuve que apoyarme en el coche cuando vi que el chico comenzaba a besar a Berry con un ardor comparable a los seriales televisivos. Ella le devolvía los lengüetazos con la misma pasión. Me mareé y me agarré más fuerte a la carrocería del coche. Entonces, Berry se percató de mi presencia y se soltó del chico, ajustándose la ropa y limpiándose la boca con el dorso de la mano. Es mi novio, me dio por explicación. Y me presentó a su novio como su compañero de clase. Eso sí me dolió y apenas tuve firmeza para estrecharle la mano al chico de chándal. El tipo era simpático y todo, me dio las gracias por traerla a casa y Berry me pidió que me quedara a comer. Pero yo subí al coche y arranqué, con el tubo de escape más entarquinado que nunca. Vi a Berry lanzarme un beso con la mano desde el retrovisor.
Cuatro horas después, estaba metiendo el coche en el garaje, la moto aguardaba fiel en una esquina y me dijo que iba a echar de menos a Berry. El móvil sonó, era Reme con sus abogados. Rechacé la llamada. Subí a casa peldaño a peldaño por las escaleras, el ascensor muerto en algún punto del edificio. Me di cuenta que, a medida que iba subiendo, la olor a fresas se hacía más y más fuerte. Cogiendo un cuerpo casi masticable. Pensé en Berry y algo me hirvió en las entrañas, El olor era cada vez más insistente, tuve la feliz idea de que tal vez, ella se hubiera arrepentido de ese novio suyo deportista y hubiera vuelto por algún atajo imposible y estaría esperándome tumbada en el sofá con el libro de viejos relatos en el regazo. Yo abriría una botella de vino y cortaría el mancheguito que compré para ella como despedida. Ella traería los sugus y, con él, los viernes de gafas. Entré en casa y el olor ya era insoportable de dulce y pegajoso. Me molestó lo mucho que echaba de menos a la chiquilla de algo más de veinte. Encendí la luz del salón y en el sofá no había nadie. Salí al pasillo con la fragancia en la nuca enfurruscado en mi sufrimiento y no la pude ver. Trastabillé con ella y caí de bruces al suelo. Cuando reaccioné de lo que acababa de ocurrir, me fijé que había tropezado con una caja de droguería. Una caja de Berry escrita con rotulador permanente y mayúsculas que decía: CINTURONES, SÁBANAS Y OTRAS COSAS.

Morder, rugir


Me gustaría saber a qué estamos jugando. Me gustaría saber qué sentimos y qué narices estamos haciendo. Pero claro, eso es mucho pedir. Exigir demasiado, cuando ni yo misma puedo entenderlo. Ni siquiera los rojos atardeceres ni la brisa en barandillas de balcón me traen la explicación que busco.
Podría valerme del viejo método del cubo de Rubik y justificarme con su mezcla de colores. Naranjas entrometidos y verdes con corbata. Pero sería caer en lo fácil. En lo banal. Y no sería justo. No. Seamos francos y pongámonos serios. Que esto es un berenjenal como el del perro del hortelano. La vieja historia de las caras de la moneda que viven juntas y están condenadas a no verse nunca. Así estamos nosotros, reconócelo. No sabemos si morder o rugir. Por no gritar y por no besarnos. Porque si gritamos nos alejamos y si nos besamos nos unimos y eso también es peligroso. No nos conviene. No queremos. No puede ser. Aunque nos prometamos la luna mientras retozamos y lloremos como niños sin caramelo ante el abrazo de la despedida. En fin, que alguien venga y me lo explique por favor. Porque ya no puedo más. Porque me da igual si me toca morder o rugir, siempre y cuando lo hagamos a la vez. Qué más da el intercambio de papeles. Si lo que importa es lo importante.
No tocaré el cubo de Rubik. Ya te dije que no caería en los argumentos baratos. Pero es que estoy en blanco y negro sin ti y me pixelo si estoy contigo.
No te entiendo, o mejor aún, no quiero entenderte. Me da miedo admitir lo evidente. Solo yo mantengo el Rubik desordenado. Ups, perdón, otra vez que lo dije. No lo puedo remediar. Me gustaría saber tantas cosas que sé.
Me dan ganas de morderte para que espabiles y caigas en la cuenta de que podemos ser felices si hacemos empresa juntos. De que rugiendo a la vez desde el acantilado, nuestro eco será más fuerte. Me gustaría decirte esto y más. Me gustaría que me entendieras y que a ti no te diera miedo aceptar lo evidente. Pero, ah!, se me olvida que es nuestro juego de hacernos daño mezclando verbos con colores. El juego de hacernos los interesantes mientras nos adornamos de orgullo y dejamos las agallas en polveras de narices pálidas. A fin de cuentas será, porque nos gusta alargar la agonía. Y sentirnos mártires de nuestras propias decisiones. De tensar la cuerda que sujeta nuestras cinturas.
Te cuento esto porque necesitaba rugirte a la cara el error que estamos viviendo. No tengo otra manera de propagar mi eco por la barandilla del balcón. Y, ojalá, te muerda un poquito.          

La mula del placer


¿Te gusta cómo te como el coño?
Y Noah sonrió mientras se ahorraba la verdadera respuesta de decirle que, en realidad, no le gusta que le coman el coño. Solo una persona es capaz de empaparla bien hasta hacerla chorrear por los muslos, hasta llegar al orgasmo más profundo que la parte en dos desde el ombligo y le produce cosquillas cuando los calambres se van.
El fulano siguió con la lengua ahí muy orgulloso de su trabajo. No se había quitado ni las gafas. Con las manos libres, le apretujaba las tetas como si fueran estropajos de fregar. Noah estirada sobre la cama y las piernas abiertas, se dejaba hacer. Callada. Con la montura de pasta clavándose en sus ingles. El fulano disfrutaba de su cuerpo como un lobo devora a su presa recién capturada.
Te gusta, ah!
Noah se retorció un poquito. Llevándose las manos al pelo para agitarse la melena. Esa melena negra y rizada cayendo en cascada de azabache sobre la espalda. Esa perfecta crin que a tantos hombres enloquecía. El fetiche de todo aquel que montaba.
El fulano dejó de comer y subió dando mordiscos a lo largo del monte de venus, la línea alba. Hurgó la lengua en el ombligo y saltó a los pezones.
Me encantan tus tetas.
Se incorporó y se bajó los calzoncillos.
Mira qué pedazo de polla te espera, nena.
Noah sonrió y se guardó la opinión. Cómo decirle que hacía unas horas, justo en el desayuno de ese mismo día, se había follado una polla de verdad. Una verga larga y gorda con una curva en la punta. Se relamió pensando en esa polla que por desgracia no era la misma que la del portador de la boca prodigiosa. Mientras el fulano la ponía de patas para arriba para hincarla, a Noah le vino a la cabeza la lista de hombres (y una mujer) que habían pasado por su cama. La infinidad de posturas que había hecho y la de lugares en los que se había corrido. Y en todos y en cada uno de esos recuerdos, descubrió el mismo sentimiento de trozo de carne que en ese momento la penetraba con embestidas rápidas y sudorosas. Carne de gafas empañadas. Noah se supo como una mula. Esa mula que monta en carros y le descargan las alforjas encima. Descargas de líquido blanco y pegajoso. Olor salado que desemboca en un placer de círculo labial. No pudo evitar reír al compararse así misma con una mula. Una curiosa y paradójica mula de descarga. Se lo explicaría al fulano, pero estaba demasiado entusiasmado en su traqueteo de rompe huevos. Los notaba golpear en sus labios internos como badajos diminutos y blandos. Se la estaba metiendo bien adentro.
Te gusta mi polla, ah!
Noah de patas para arriba, apoyada en los hombros del fulano, soltó un gemido. Le caían las gotas de sudor de él.
Déjame a mí encima.
Noah se montó sobre él como buena mula obediente. Y se meneó, saltó, jugó con su polla a que entrara y saliera despacio. A que entrara la punta o su coño la engullera entera. El fulano resoplaba y le azotaba el culo. Se mordía los labios. Las gafas se le llenaron de gotas de sudor y se las quitó tirándolas sobre la almohada.
Qué culo tienes, nena. Quiero que me pegue en las pelotas.
Noah cambió de táctica para complacer a su jinete. Sentó al fulano sobre el borde la cama y ella se sentó de espaldas a él con su culito pegado a las pelotas hasta que sus vellos rizados le hicieran cosquillas en la vagina. Y volvió a cabalgar sobre él con la pelvis y el abdomen contraídos para meneárselo bien. Fue consciente de que se lo estaba follando con toda su rabia. Con la boca apretada y sin gemir. Porque no solo se tiraba al fulano. Jodía con toda su lista de trozos de carne. A todos y cada uno de esa carne empanada que la hacían abrirse de piernas. Había olvidado lo que era sentir erizarse la piel al correrse. El punto exacto de saber cuando viene el frío después del fogonazo del orgasmo. Los temblores de gata que le daban al continuar con la polla dentro, dejando que sus muslos se licuasen. El pegar un grito como dios manda. Sentía rabia por la falta grave de su memoria de dejar irse el recuerdo de la última vez que hizo el amor.
Qué salvaje, nena.
Y Noah continuó dándole con el coño seco pero bien abierto por la costumbre. El trabajo de mula aprendido a fuego.
El fulano le abría el ojete a la vez que amasaba sus nalgas y enredaba su melena entre los dedos que le quedaban libres. Noah no podía verle relamerse, pero sí notaba el dedo pulgar queriendo darse paso adentro.
Joder, nena. Me vas a matar, ah!
Noah soltó un bufido y anotó otro tanto silencioso a las miles de veces que oía las mismas palabras entre sus jinetes empanados. Era buena follando. Lo sabía. Y se aprovechaba de su virtud para castigar a sus capataces que querían descargar en ella. Era una mula actuando a piñón fijo. Con las ojeras colocadas sobre las sienes. Una mula que ya ni siquiera necesitaba la zanahoria para caminar.
Me voy a correr,nena.
Noah casi respiró de alivio.
Venga, pequeño, hazlo.
El fulano descargó. Alforjas vacías. Soltó un relincho que a Noah le pareció más bien un rebuzno de perro. Iba chorreando sudor. Noah se indignó. No entendía por qué tanta transpiración, si había hecho ella todo el trabajo. Se calló y le dio un pico breve como un gesto mecánico de cariño.
Ha sido increíble, nena. Te gustó, ah!
Y buscó sus gafas sobre la almohada.
Noah le tendió una toalla. Para qué responderle. Para qué contarle la verdad. Cómo explicarle que se acababa de tirar a una mula.

Masticando


Supe que había vuelto a pasar. La vi coger un chicle de su bolso y se lo metió en la boca con la palma de la mano abierta como si engullera un manojo de cacahuetes. Salió a la calle y se sentó en el escalón del porche con las piernas encogidas y la barbilla hundida hasta la nariz. Masticando. Me quedé mirándola un rato desde la ventana. Solo notaba el movimiento de su sien al masticar. Ni la brisa mecía su pelo. Era como una imagen superpuesta en el porche. Una pegatina en 3D. Dejé de pelar patatas y salí a buscarla.
Oyó acercarme a sus espaldas pero no se movió. Me arrodillé junto a ella y le froté los hombros. Fue como darle un masaje a la encimera de la cocina.
Si quieres podemos cenar en el porche.
Hizo explotar el chicle entre los dientes. Dejé de amasarle los hombros y me senté a su lado. Casi pegado. Ella continuaba masticando.
¿Qué fue esta vez? Me rendí.
Muchos.
Nueva pompa con el chicle, pequeña, sin levantar la cara de las rodillas.
¿Suficientes para no entrar en casa?
Son muchos.
Ya dije.
Y golpeé mis rodillas con las palmas haciendo un redoble tamborilero.
Entraron por la cocina y ahí siguen —añadió con la barbilla hundida.
Muchos ¿no?
No me crees.
No digo eso.
Sacó la cabeza de entre las piernas y me miró sin dejar de masticar con la boca abierta. Movió la comisura de los labios queriendo sonreír.
Tienes la piel de gallina — me dijo.
Carraspeé poniéndome el puño sobre la nariz.
¿Qué hay de cena? Preguntó.
Estuve pensando un instante, mirándola a los ojos. Su imagen me continuaba pareciendo fuera de contexto. Tragué saliva y respondí:
¿Tienes un chicle?