Vi
su sombra pasar en el mismo instante que las puertas del tren se
cerraban con su pitido ensordecedor de aviso. Fue una imagen fugaz.
Un hálito repentino de ropa negra que se movía con agilidad felina
por el andén. Era él. Estaba segura. Ya lo había visto una vez. El
tren borró su rastro mientras me arrastraba hacia las bóvedas de
raíles muertos y cables de alto voltaje. Me quedé de pie un buen
rato del trayecto, pegada a la ventanilla con la efímera idea de
poder ver su silueta una vez más en otra estación. Tomé asiento
con un suspiro de derrota. Me dejé llevar a través de aquellas
galerías oscuras y tenues luces de emergencia esporádicas que me
distraían de su recuerdo. El recuerdo del pegatinero. Así le
bauticé la vez que lo vi. Hace ya muchos años.
Apretaba
la mano de mi padre con la cara pegada a su muslo, esperando el tren
en la estación de Méndez Álvaro. Había mucha gente ese día, más
de lo habitual, y aquellas personas se apretaban unas a otras con la
convicción de que subirían las primeras al vagón. Mi padre
aguardaba paciente, alejados de las vías sujetándome con firmeza
para dar a entender que debía estarme quieta. Permanecí con mi cara
pegada a su pantalón todo el tiempo que faltaba para la llegada del
cercanías. Recuerdo que me mordía los labios, me ponía nerviosa
toda esa gente arremolinándose junto al borde del andén como si
estuvieran apunto de saltar abajo y comenzar a correr por el pedregal
negro de los carriles de hierro. De repente, alguien rozó mi pelo.
Algo así como una brisa despistada que se equivoca de dueño. Quité
la cara del muslo de mi padre par ver quién me había tocado el pelo
y vi pasar a una silueta vestida de negro. No pude saber si se
trataba de un hombre o una mujer. Tenía la cabeza cubierta con un
pañuelo negro. Se movía con una rapidez insólita para la cantidad
de gente que había en la estación. Me fijé que a su paso daba un
pequeño toque con sus manos enguantadas, también de negro, sobre
las paredes, barandillas y vitrinas de anuncios enlatados. Me di
cuenta de que conforme deslizaba sus guantes adhería una pegatina en
cada cosa que tocaba. Hacía su labor con la eficacia de un
astronauta en órbita como si flotara por el andén. Nadie le
prestaba atención. Pasaba desapercibido como una sombra. Una sombra
negra que se diluía por un desagüe de carne y rieles. Dejó de
poner pegatinas y se paró en seco. Recuerdo que contuve la
respiración, por algún motivo adiviné que había advertido que le
había visto. Apreté más fuerte la mano de mi padre y pensé en
pegar mi cara de nuevo a su pierna pero no podía dejar de mirarle.
Cruzamos la mirada directa a las pupilas a pesar de los metros de
distancia que nos separaban. Pude verle la cara. Me guiñó un ojo
mientras se llevaba el dedo índice a la boca en señal para que le
guardara el secreto. Sonreí como promesa. En ese momento, el tren
irrumpió en la estación y nuestra conexión se perdió en cuanto el
torbellino de gente comenzó a abrirse paso a codazos entre la
multitud. Mi padre esperó con calma el instante justo para acercarse
al tren y subir sin atropellos ni tirones. Una vez dentro, sonó el
pitido de alarma de cierre de puertas, busqué entre los huecos de
las ventanillas al hombre de las pegatinas por el andén. Ya no
estaba. En su lugar, una ristra de dibujos cuadrados y diminutos
adornaban la estación que ya se me perdía túnel adentro.
No
pude evitarlo y rompí mi promesa al contarle a mi padre de la
existencia del pegatinero. Él se rió y me movió el pelo de la
frente. Yo me enfadé con él por no creerme y le amenacé con
encontrarlo y demostrarle que esa sombra de ojos negros como canicas,
era quien en verdad ponía las pegatinas de las estaciones. Mi padre
me pasó el brazo por los hombros y me atrajo hacia sí para que
estuviera más cómoda, me pegó la cara a su pecho y viajé con el
tic tac de su corazón en las mejillas.
A
partir de ese momento, me obsesioné deliberadamente con el
pegatinero. Quería bajar por cada boca de metro que veía, por cada
estación de cercanías y así encontrarme con él. Por ver cómo
caminaba con aquella liviandad en los pies. Aquella dulzura con la
que ponía las pegatinas. Ese pañuelo negro flotando sobre su
cabeza. Bajaba y esperaba apretando, entonces, la mano de la tía
Emilia. Miraba en cada esquina, en cada papelera, bajo los bancos de
espera. Nada. Sabía de su ruta por el reguero de pegatinas que
dejaba. Esos dibujos de caras sonrientes. Cuadrados y diminutos.
Sabía que eran para mí. Siempre me recriminaba por llegar tarde y
perder su rastro. Hasta que terminé por pensar que, tal vez, él
estaba ahí y yo no podía verle al igual que el resto de transeúntes
que viajaban ciegos y no se percataban de su presencia. Quizá fuera
un castigo por haber roto mi promesa. Comprendí el verdadero motivo
de mi desdicha y una profunda tristeza me embargó. Le había faltado
a la palabra a un ser de lo más excepcional. De alguna manera, me
sentía la cómplice de un gran secreto. Un suceso extraordinario
que nadie podía ver y, ser la única de algo tan maravilloso, me
hacía sentir especial. Una niña elegida que ahora se veía
castigada por no haber contenido su lengua alegre. Dejé de bajar al
metro. Cuando la tía Emilia me pedía que le acompañara en sus
viajes por el cercanías, me negaba en rotundo poniendo escusas
diferentes. Y así pasó el tiempo, dejando de lado al pegatinero y
sus bonitas pegatinas. Mi sentimiento de culpa por traición dio paso
a un olvido sin remedio que hizo que, incluso, perdiera mi sonrisa
tímida y silenciosa cuando veía una de esas pegatinas cuadradas y
diminutas sobre cualquier barandilla, pared o vitrina publicitaria.
Hasta dejé de ver esas pegatinas que adornaban con disimulo cada
andén de Madrid.
Por
eso, fue como una inyección de adrenalina volverlo a ver en aquella
estación. Misma indumentaria, su pañuelo negro ciñéndose sobre la
frente. Pegatinas cuadradas y diminutas posadas con tal delicadeza y
precisión que eran incapaces de despegarse por muchas manos que
pasaran por encima después. Durante el resto de tiempo que duró mi
viaje no pude más que pensar en él. Si ya me habría perdonado de
mi falta grave. Quizá había sido un despiste y le había vuelto a
ver por pura casualidad. Me mordí los labios. Deseé tener cerca el
muslo de mi padre. El sonido de cierre de puertas me sacó
bruscamente de mis cavilaciones. Reaccioné y me puse en pie muy
cerca de la salida. Esperé a la siguiente estación y, aunque no era
la mía, bajé. Corrí por los andenes en busca de pistas, en busca
de pegatinas, lo que fuera con tal de encontrarle, mirarle a los ojos
de nuevo y poder decirle que su secreto estaba a salvo conmigo. Subí
y bajé escaleras. Inspeccioné cada banco, cada palmo de pared, cada
cartel. Pensé que sería una estupidez buscarle en una sola
estación. Era como encontrar una aguja en un pajar. Debía hacer un
croquis que me ayudara a abarcar muchas zonas a la vez, un itinerario
que me adelantara a sus movimientos. Necesitaba una estrategia que me
venía grande y no sabía por dónde empezar. Me senté en un banco y
cerré los ojos. Apoyé la cabeza en el respaldo de aluminio y dejé
que las ideas vinieran a mí por sí solas. No sé cuánto tiempo
estuve allí, pasaron varios trenes. No los conté. Pero sí sentía
las miradas de la gente clavarse en mis párpados cerrados y
compadecerse de mí cual borracha de tetra brik. Pero aún así,
continué en mis trece y esperé a que se me iluminara la bombilla.
Eso o un milagro. Los túneles se tragaron varios trenes más cuando,
al fin, me decidí a levantarme del banco. Y ocurrió el anhelado
milagro. Una pegatina nueva apareció en una barandilla de las
escaleras de subida. Estaba segura que esa pegatina no había estado
ahí antes. Lo había memorizado todo palmo a palmo en mi inspección
desesperada. Enseguida vi otra pegatina. Y otra más. El pulso se me
aceleró dentro de la caja torácica. Las pistas me condujeron a la
calle. A una plaza llena de jóvenes comiendo pipas. Estuve tentada
de preguntarles si habían visto a alguien de negro pasar por allí.
Pero me acordé de mi promesa y busqué en silencio otra nueva pista,
disimulando para no llamar la atención. Aunque no me sirvieron de
mucho tantas precauciones porque, al poco de estar registrando la
plaza, sentí una caricia en el pelo. Una brisa despistada que se
posa en el hombro. Giré en redondo sobresaltada y no recuerdo si
grité presa de la excitación. Lo que sí recuerdo es que vi el
retal de una sombra doblar una esquina. Y ahí sí levanté la voz,
diciendo “espera” con el alma escapándose por mi aliento. Los
jóvenes que comían pipas me miraron para luego hacer comentarios
entre ellos y dar unas risotadas después. No hice caso, eché a
correr como una posesa hacia dónde se había ido el rastro de
sombra. Doblé la esquina y corrí sin ninguna convicción, sin
admitir que le había vuelto a perder. El flato me crujía las
costillas y tuve que parar muy a mi pesar. Jadeé con la boca bien
abierta, tomando el aire a bocados y por cada ventilación un nuevo
pinchazo me sacudía por dentro, me puse la mano derecha bajo el
pecho para evitar partirme en dos. Con la otra mano, me apoyé en la
reja de una ventana. Esperé a recuperar un ritmo cardíaco normal y
poder seguir con mi búsqueda. Entonces, fue cuando me percaté de
que bajo mi mano izquierda, la que tenía puesta en la reja de la
ventana, había una pegatina. Diminuta y cuadrada, con una cara
sonriente guiñando un ojo. Cerré los ojos y reprimí una soberana
carcajada. Estaba jugando conmigo. Cómo no lo había pensado antes.
Quería que me ganara su perdón. Oí pasos correr despavoridos en
alguna dirección inexacta. Las calles estaban desiertas. Caí en la
cuenta de que no sabía dónde estaba ni qué hora era. Pero lo único
que me importaba en aquel instante era encontrar al pegatinero,
costase lo que costase. Por intuición, dirigí mis pasos hacia donde
había oído los suyos. Esa vez, caminé en lugar de correr sin
ningún sentido y exponerme a perder mis costillas en el intento.
Revisaba cada zona donde imaginaba que podía haber una pegatina. A
veces la encontraba y otras no. Pero las veces que sí, me daban una
nueva pista y ánimos para seguir caminado. Se hizo la noche. Adiviné
que estaba caminando en círculos por aquel barrio tan desconocido e
inhóspito para mí. Me senté en el suelo a llorar literalmente.
Cuando ya sequé los tanques y descubrí que con eso no había
conseguido nada, me levanté y decidí volver a casa. Había perdido
todo un día en buscar a alguien que se estaba riendo de mí. No
tardé mucho en encontrar la boca de metro que me devolviera a casa.
Tampoco había mucha gente dentro de los túneles. Algún perdido
como yo con ojos rojos y cara de cansancio extremo. Me negué a
seguir buscando pegatinas nuevas, entré en el vagón con la cabeza
gacha deseando que hubiera algún asiento libre que no tuve problemas
en conseguir ya que dentro estaba igual de desierto que fuera en los
andenes. Apoyé la cabeza sobre los ventanales y dejé que el
traqueteo y las luces me envolvieran en un estado de embriaguez casi
etílico.
Me
auto convencí de la idiotez del caso. De que todo era producto de mi
perturbada imaginación. Pensé en mi padre y en cómo me abrazaba
cuando le conté que había visto indios hacer la danza de la lluvia
en el salón días antes de que muriera mi madre. Luego el
pegatinero. Deseé que mi padre me apoyara en su pecho y me
acariciara el pelo. Tener los latidos de sus corazón en mis
mejillas.
Giré
un par de veces las llaves en la cerradura y entré en casa. Me quité
los zapatos y los dejé tirados por algún rincón de la consola de
la entrada. Fui directa al baño para preparar la ducha. Necesitaba
agua caliente que me escaldara la piel como escarmiento por mi
aventura estúpida. Dejé el grifo abierto y me dirigí al dormitorio
para buscar el albornoz. Me quedé petrificada en el umbral con el
interruptor de la luz en la mano sin pulsar. La ventana estaba
abierta de par en par y la cortina ondeaba a sus anchas, mecida por
la brisa nocturna. A través de la penumbra, hice un rápido
inventario de la habitación. Todo estaba en orden a simple vista. No
recordaba que hubiera dejado la ventana abierta. Me encogí de
hombros y encendí la luz. Cogí el albornoz y, entonces, fue cuando
me di cuenta de que había algo sobre mi mesilla de noche. Me acerqué
y descubrí que se trataba de una pegatina. Diminuta y cuadrada con
una cara sonriente y un ojo guiñado. La acaricié con sumo cuidado
aún a sabiendas de que no se despegaría de ahí por mucho que la
tocara. Miré hacia la ventana y vi las cortinas volar en una brisa
más violenta. Sonreí con mi olvidada sonrisa tímida y silenciosa
todavía tocando la pegatina. Pensé en mi padre y deseé que
estuviera ahí para enseñársela.