jueves, 1 de agosto de 2013

Apagón

Olía a azufre. El naranja del ocaso rebanaba con fuego el horizonte violeta. Y yo, deslizaba mi mano por el cactus de su barba. Teníamos los ojos cerrados y el pulso de su yugular me latía en el dedo índice.
Quería memorizar cada milímetro de su cara. Quemarme con el olor del azufre. Quería grabarlo todo al detalle para cuando llegara el apagón. Era inminente, sentía la presión de la amenaza apretando las costillas, taponando los oídos. Con el apagón ya no olería más a azufre y el cielo se convertiría en un azul cerúleo de lo más común. Sería otro más de tantos que ocurren. Otra separación marcada por kilómetros de distancia. Muchos. Demasiados. En otro continente quizá, quién sabe si con mar. Por aquí es algo habitual ese apagón. No avisa su llegada. No tiene ni fecha ni hora establecida. Ni siquiera un puerto donde atracar. No se necesita licencia para cruzar fronteras y mucho menos hay documentos oficiales firmados. Simplemente todo se vuelve negro y la yugular deja de tener pulso. El dedo índice se queda inerte sin ningún cactus con el que pincharse porque pasará a ser la lánguida piel de un bebé neo nato que llorará y crecerá a más de mil kilómetros de mí, quién sabe si con mar.
Y ahí estábamos con los ojos cerrados, aspirando los últimos retozos del azufre que quemaba la bóveda del cielo. Ahí estábamos memorizando huellas digitales esperando el apagón.
¿Ha pasado ya? me preguntó.
Me sigue pinchando tu barba.
No puedo prometer que me afeitaré.
No te pedí que lo hicieras.
¿Faltará mucho?
Le mandé a callar poniendo mis labios con los suyos. Su saliva tenía sabor a despedida y a mí se me congeló la yugular. No le dije nada para no asustarle. Supe que el apagón estaba próximo. Nos quedaba poco tiempo. Y no sabía qué decirle. Supuse que el silencio y mi mano acariciando su cara serían más que suficientes para memorar el momento previo al apagón. No era la primera vez. Otros vinieron. Distintas caras, con distinto pelo. Pero siempre eran él. Al final nos encontrábamos. Recorría los kilómetros a la redonda sin descanso, cada palmo de ciudades y aldeas, cada centímetro cúbico de cada trocito de mar. Todo, hasta dar con él. Daba igual los años que pudieran pasar. A veces éramos dos ancianitos que resoplábamos cansados en un par de mecedoras viejas y roídas en cualquier porche o residencia, hablábamos idiomas distintos y no nos entendíamos apenas, pero nos bastaba cogernos de la mano en silencio y saber que la búsqueda había terminado.
Después del apagón, el cielo vuelve a lucir su azul cerúleo bien brillante en lo alto de la bóveda y se borran las pistas. Encontrarle era una condena meticulosa tan entretenida y complicada como hallar agua en los desiertos.
¿Cómo podré reconocerte otra vez? le dije.
Me levantó la cara para obligarme a abrir los ojos. Encontré sus pupilas justo en el centro microscópico de las mías y me respondió muy serio:
Los cactus siempre pinchan por algún lado.

Entonces, todo se volvió negro. Sus pupilas se borraron de las mías. El pulso paró de latir. Dejó de oler a azufre y se borraron las señas. El contador de kilómetros se puso a cero otra vez y en alguna playa de algún continente remoto se escuchó el llanto de un bebé al nacer. 

viernes, 21 de junio de 2013

Ventanales de bolsillo


Lua descubrió que le gustaba demasiado asomarse a la barandilla de los balcones (cuántos más altos mejor) el mismo día que su marido le dio un beso en la frente antes de irse al trabajo. Esperó a las ocho en punto para despertar a sus hijos y prepararles para ir al colegio. Las mochilas con sus libros y los materiales del día en orden y bien colocados. La bolsa de gimnasia en el lado derecho del bolsillo grande justo al lado de los apuntes de mates. Los dibujos de plástica en sus fundas transparentes y pintados con ceras blandas. El almuerzo, toca fruta con sándwich de pollo. Esperó a que sonara la sirena del colegio y chirrió neumáticos calle abajo, todavía con el beso pesándole en la frente. A las dos clavadas debía estar la comida en su punto encima de la mesa. Ni fría ni caliente, con el mantel blanco por favor. Los niños se quedaban en el comedor y luego inglés y tenis. Mecanografía y kárate, los lunes. Mientras tiraba calle abajo, pensó en el beso en la mejilla de su marido de las dos de la tarde. Le dieron escalofríos. Lo imaginó sentándose frente al mantel blanco ajustándose la servilleta en el nudo de la corbata cogiendo el tenedor y preguntando por el menú del segundo plato. Se levantaría de la mesa dejando la servilleta arrugada sobre el plato vacío y le daría otro beso en la frente mientras se estuviera ajustando el nudo de la corbata otra vez. Habrían comido en silencio, con la única compañía del tintineo de los cubiertos al rozar con la loza de la vajilla y del sonido de las mandíbulas al masticar. Si le faltó alguna vez sal al guiso, Lua nunca lo supo.
Debía ir al supermercado, hacía falta aceite y algunas cebollas para el sofrito. Si veía esas galletas de chocolate que tanto les gustaba a los niños, quizá les compraría un paquete para merendar. Llegarían hambrientos del tenis y se las comerían sin destapar ni el envoltorio. Cogió un carrito y comenzó a pasear por los pasillos de la verdura. Cebollas, prietas y a buen precio. Pasillo de las galletas. Las preferidas de los niños. Se quedó mirando el carro y fue como una autómata hacia la caja. Le picaba la frente justo en el lugar del beso. Había cola. Miró el reloj. Era tarde, quizá no tendría la comida a las dos en punto. El plato estaría caliente. No habría beso en la frente, si no un portazo. La cola de la caja no se movía. Un código de barras que no quería leerse por los infrarrojos. Las manecillas avanzaban y las dos cada vez estaban más cerca. Pensó en barandillas de balcones y en vientos descarados que agitaban los flequillos. Pensó en asomarse. Necesitaba mirar al vacío. Por fin, llegó su turno en la caja. Lua puso toda su compra en la cinta transportadora negra. Continuaba asomada a la barandilla del balcón cuando la cajera hacía pitar las cebollas por el escáner. Entonces, Lua agarró con fuerza su bolso y salió corriendo hacia la calle dejando toda su compra en la cinta transportadora. No miró atrás y le importó bien poco la cara de asombro de la cajera y de los encogimientos de hombros en la cola. Salió y tomó aire a bocanadas como si hubiera estado con la cabeza bajo el agua más de un minuto. Llegó hasta el coche y volvió a chirriar ruedas en el asfalto en dirección a ninguna parte. Desabrochó el reloj de su muñeca izquierda y lo tiró por la ventanilla. Salió de la ciudad y pensó en algún lugar con balcones. Lamentó no haber pasado por casa para darse una ducha y frotarse la frente. Pero no daba tiempo. El acelerador la subía al balcón más alto. Y no sabía si tenía barandilla.
Detuvo el coche al borde de un acantilado, o lo que viene siendo lo mismo al pie de una azotea de dieciocho pisos. Subió corriendo los peldaños de la escalera de incendios del edificio. Solo se detuvo en el último escalón antes de abrir la puerta que conducía a la terraza de antenas y chimeneas metálicas de calefacciones. Tomó aire otra vez llenando al máximo su caja torácica, se atusó el pelo como si hubiera un príncipe azul esperándola entre los cables de luz que serpenteaban por el ático. Salió al exterior y una ráfaga de viento le removió el flequillo. Corrió al borde de la azotea tapiada con una especie de muro que le llegaba por la cintura. Se asomó a la calle y miró abajo. Los coches se veían pequeños como los de juguete de sus hijos. Pensó en ellos y en estar en casa para cuando llegaran del tenis. Le picó la frente y un pellizco en el pecho la hizo aferrarse más fuerte al borde del muro. Ahí abajo las personas caminaban con sus prisas repicando sus suelas de zapatos sobre las aceras como si quisieran dejar una huella, una pista para el siguiente, un legado para el próximo. Pero Lua quería desaparecer, sus suelas de zapatos no habían marcado ningún camino y ni siquiera en su casa le seguían los pasos. Era un ser invisible tocado con el don de beatitud de una buena ama de casa. Le gustó mirar hacia abajo y sentir el desafío de la gravedad. Pensó en la oficina de la planta veinte del edificio donde trabajaba su marido. Ella antes había estado en esa planta, mirando desde lo alto a través del ventanal. La luz del sol en la cara, los coches todavía eran más pequeños, pero no tenía con qué compararlos. El cristal de la ventana le daba la seguridad necesaria y la protegía del sonido de las suelas de zapatos de los demás. Sus tacones resonaban con fuerza y amortiguaban el escándalo del trote de los mocasines. Era feliz. Y nunca había pensado en balcones ni en comprar cebollas prietas. Echó de menos no tener un ventanal en el bolsillo para instalarlo cómodamente en el borde del muro de aquella azotea del piso dieciocho y mirar por él para volver a sentir los rayos de sol a través de un cristal y saber si aún la protegería. Saber si era capaz de borrar los besos en la frente. Pero a falta de ventanales que la detuvieran en su caída y a falta de agallas para lanzarse al vacío. Lua soltó un grito que retumbó los cristales de los edificios de la manzana. Se sentó en el suelo apoyando su espalda al muro de sus propias lamentaciones y se abrazó a las rodillas para encharcarlas en lágrimas de rabia.
No supo cuánto tiempo estuvo ahí. Pero alguien la zarandeó por el hombro y levantó la vista hacia ese alguien que la llamaba. Lua tenía el flequillo pegado a la frente. Delante de ella estaba su marido.
Lua, ¿qué estás haciendo aquí?
Lua se apartó el flequillo de la frente.
¿Cómo me has encontrado?
Te vi desde mi oficina, está justo enfrente.
Lua parpadeó un par de veces intentando pensar.
Aún no me has contestado, ¿qué haces aquí arriba?
Buscaba un ventanal de bolsillo.
¿Cómo?
Da igual.
Por cierto, me llamó la cajera del supermercado. Me dijo que te dejaste la compra en la caja y saliste corriendo. ¿Qué te pasa, Lua?
¿Cómo sabía la cajera tu número?
Su marido dudó antes de contestar. Pero Lua nunca escuchó la respuesta. Antes de dejar su huella particular en la acera, observó los coches cómo crecían de tamaño conforme su vuelo se agotaba y supo que sus hijos pronto ya no necesitarían los coches de juguete.

miércoles, 15 de mayo de 2013

8 mm


A mi padre le gustaba la vida de Lean Bradly. Un personaje de novela que siempre leía a escondidas. No le gustaba que le vieran leer. No se centraba decía. Buscaba la penumbra de un flexo oxidado que dibujaba la débil silueta de su vieja mecedora de madera hasta altas horas de la noche. Lean Bradly era un cowboy del desierto texano con sombrero de paja y rama de trigo entre los dientes. Yo también leía sus aventuras de rancho a escondidas, cuando mi padre se quedaba dormido en el balanceo de la mecedora con el libro abierto y apoyado en el pecho. Se lo quitaba muy despacio deslizándolo de sus manos. Subía al tejado por la escalera de la buhardilla y me iba a las tierras rojas del Colorado y cuidaba las vacas de aquel tipo rudo con mejillas sonrojadas y espaldas anchas. Así me gustaba imaginármelo, como mi padre a veces me explicaba cuando me hablaba de su lejano tío Bradly. Yo sonreía y le observaba dar esa calada llena de satisfacción y parentesco a su cigarro. Mientras, me imaginaba sus pulmones depurando el humo de los alvéolos.
A Lissy Harper le ponía nerviosa que hablara de mi padre. Creí escuchar el estallido de nuestro cenicero de Praga contra la puerta cuando me marché. Arranqué mi Vito destartalada y puse rumbo a la carretera. Pensé en el bebé. Lissy no me dejaría verlo de todas formas. Busqué una emisora de radio que se oyera bien por la autovía y continué con el pie en el acelerador.
Mi padre era muy feliz cuando íbamos al huerto de la abuela. Nunca me lo dijo. No decía nada, pero se le notaba por como inflaba las costillas al respirar. Siempre anheló un rancho con hortalizas y cereales, sería igualito al de Lean Bradly. Comenzó a hacer el diseño del campo justo en el momento que heredó la mecedora de la abuela y se compró el primer ejemplar de novela. En el rancho habría vacas y un caballo negro. Alguna vez me contó que su tío Bradly tenía un caballo pura sangre en el cobertizo y que, no lo había visto, pero ganaba apuestas de la hípica. Un tipo interesante ese tío lejano Bradly, yo sonreía de nuevo y me imaginaba el humo bajar por la garganta.
A mi padre no le conocí ninguna novia. Tampoco le pregunté por mi madre. Nos iba bien así. Los dos. Siempre los dos. Él con su sol texano en la nuca y yo con mis viajes astrales en el tejado. Era divertido. Recuerdo una vez que me llevó a cenar a un restaurante de comida rápida, intentó ligar con la camarera. Me hizo gracia verle flirtear porque ponía esa sonrisa de tipo duro que le tiemblan las rodillas. Estaba guapo. Él me dijo que no funcionó porque la camarera se llamaba Laura y él nunca tuvo buen feeling con ese nombre. Yo prefería llamarlas Lissy Harper. No sé el nombre de mi madre. Pero lo que yo vi es que no sonó el violín adecuado y a la camarera la esperaba un motero fornido en la salida trasera del restaurante.
En otra ocasión, fui yo el que interrumpió lo que en un principio prometía ser un romance romántico a la salida del cine. Ahí no sonreía como el tipo duro del restaurante ni le vi guapo, pensé que solo era amable con la muchacha por simple cortesía. Más tarde entendí, que tuve miedo de que se acabaran el balanceo de la mecedora y las escapadas a la buhardilla.
En la radio no sonaba nada interesante aquella mañana, las noticias daban un zumbido mortecino que me calentaba la cabeza. Giré la ruedecilla del buscador de emisoras, me hubiera conformado con cualquier guitarra country. Me apetecía escuchar country. Pero no. Lástima que no llevara ningún casete en la Vito. Aún así, no apagué la radio. La inercia de mi viaje sin rumbo, me hizo pararme en la huerta de la abuela. Ya no había nadie allí, hasta las tierras se habían cansado de producir berenjenas. La casa de campo no era más que un cobertizo de ladrillo rojo cubierto de polvo y soledad.
Aparqué la Vito justo en la entrada embarrada y dejé que la brisa de la nostalgia me llenara los pulmones y pensé en los alvéolos de mi padre. Me di cuenta que había inflado las costillas como lo hacía él. Sonreí y caminé hacia el viejo alcornoque que yo mismo planté cuando tenía cuatro años y que creció fuerte y robusto bajo la supervisión de mi abuela y mi padre. Era mi lugar de refugio cuando quería pensar. Bajo su sombra construí una cruz de madera en simbología de la tumba de mi abuela y posteriormente de mi padre. Sus cuerpos no yacían bajo esas tierras pero a mí me era más fácil velarles desde ahí. Me senté y acaricié la madera marrón y carcomida de la cruz. Estuve así un buen rato. Callado. Pensando en el bebé. Lissy Harper no me dejaría verlo. Me hubiera gustado saber cómo se llamaba mi madre, pero nadie me lo dijo. Tampoco yo pregunté, estuve muy bien con mi padre. Los dos. Tejado y sol texano sobre la piel desde la huerta de la abuela. Era un niño con un alcornoque que daba mucha sombra pero ningún fruto comestible. Me sentí culpable por no haber escuchado a mi abuela cuando me pidió antes de morir que cuidara de la huerta y que no la dejara perder. Miré a mi alrededor y la sensación de abandono me pellizcó en el esternón. El alcornoque agitó sus hojas mecidas por el mismo viento que inflaba las costillas de mi padre. Suspiré resignado y me levanté del barro de las tumbas espolsándome los vaqueros dándome azotes en el culo. Entré en la casa y fui directo hasta el dormitorio de mi padre. Me senté en su cama, todavía mantenía la colcha de que le había bordado la abuela intacta y bien estirada sobre el colchón. Abrí los cajones de la mesilla y me puse a curiosear con los papeles que mi padre siempre guardó con recelo. No había mucho interesante la verdad, facturas y alguna que otra nota amorosa a chicas llamadas Laura. Pero entre todos esos recortes arrugados y amarillentos encontré algo que me hizo contener la respiración en mitad de la garganta. Era una postal. Una postal de algún estado americano de tierras rojas y desérticas. Estaba escrito en inglés y no entendí mucho. Pude traducir la última frase escrita por una mano basta y trazado amplio y rudo afirmar que deseaba poder ver pronto a su amigo y firmaba con el nombre de L. Bradly. Guardé la postal en el bolsillo trasero de mis vaqueros. Salí de casa y monté en la Vito con una convicción muy grande latiendo en el mismo centro de mi pecho. Arranqué el motor, pero no encendí la radio. Fui a la oficina de correos y pedí un sobre. La funcionaria rociada con colonia barata puso un sello para el extranjero. Salí de allí satisfecho, incluso deseé poder llevarme un cigarro a la boca. Lástima que nunca fumé. El siguiente paso estaba claro. Llegué hasta la casa de Lissy Harper y toqué el timbre con suma calma. Cuando Lissy me abrió pude ver en el suelo todavía llorando a nuestro cenicero de Praga. La miré a los ojos, los tenía vacíos en algún punto de su vida abandonados. “¿Qué quieres?” Me dijo cortante. Tragué saliva y respondí inflando las costillas: “Vengo a llevarme al bebé a conocer a su tío Bradly”. 

Para comer en la cama


De estos días tontuelos en los que te levantas pensando en ese lunar que tiene en la teta. Se me antojaba una gota de chocolate caliente sobre una montaña de espumosa nata montada, haciendo cumbre con un pezón de cereza. Solía cogerlo entre los dientes y juguetear con él. Mi lengua lo lubricaba y lo hacía ponerse duro. Recuerdo su piel tan blanca y suave coma la de los espárragos que se venden en los tarros de cristal. Me gustaba tumbarla en la cama y lamerla hasta desgastar cada poro de esa lánguida piel. Llegar hasta ese lunar era la mejor meta del recorrido para luego derretirme en la canela de sus besos. Era tan dulce y melosa que siempre me daban ganas de espolvorearla con albahaca y mojar pan. Tanto hablar de comida me ha abierto el apetito. Pienso en que podría llamarla y proponerle una cenita como en los viejos tiempos. Me da un poco de vergüenza ponerme en contacto con ella después de tanto... pero, me vale la pena intentarlo. Cojo el móvil. Miro su whatsap. No, así no, hombre. Llama. Y llamo. Saludos cordiales, preguntas banales y de rutina, al final, al grano. Acepta. ¡Estupendo!
Me ato el delantal y me encierro en la cocina. Se me ocurre preparar algo especial. Exquisito que la abra de piernas. Un postre. Sí, un bizcocho de almendras flameado con frutos rojos. Una tarta de dátiles con miel. Ya late la entrepierna. Es que ese lunar de chocolate me hace perder el norte. La masa va horneándose y, mientras tanto, exprimo unos granadas para hacer un zumo bien exótico. Luego, dos gotas de anís y así le vendrá el punto de la risa. Velas, champán, mantel bonito, música ambiental, incienso y el timbre suena.
Nada más abrir la puerta, la fábrica de mariscos se me cae a los pies. Pienso en ostras pero precisamente no en las de comer. Ha aparecido con otra mujer de la mano. No pasa nada. Respiro. Habrá plátano para todas. Ella se ríe al ver mi cara y me acaricia la mejilla para luego dejarla caer hacia la bragueta. Me promete que nos lo pasaremos bien. Las velas se quedan iluminando a solas el salón. El mantel bonito se mancha con el zumo de granada y el champán hace mudanza al dormitorio con cubitera y todo. La música quedó muy muy de fondo y el incienso inadvertido se cuela por las rendijas de la ventana. Empieza el verdadero festín y yo me estremezco al ver los platos del menú. La ropa de ellas cae al suelo. La mujer desconocida le chupa mi lunar de chocolate y se entretiene más de lo debido. Ella se deja hacer y echa la cabeza hacia atrás para ahogar un gemido de gacela. Le abre las piernas para dejar las montañas de nata y centrarse en la espesura del regaliz. Me siento pasmarote, soy incapaz de moverme o hacer algo para intervenir entre las dos. Las observo babeante y con la costura de mis calzoncillos en seria crisis de unión. Entonces, ella levanta la cabeza y suelta un verdadero alarido de loba en celo y agarra de los pelos a la mujer desconocida para apretarle más hacia sí y que su nariz se pegue bien al mejillón. Es ahí, cuando empieza una batalla campal de manos y saliva por todo el recorrido del que era mi espárrago y ella se retuerce de placer donde yo mismo la tumbaba para aliñarla con el mejor jengibre. Es como ser el espectador de una pelea de barro femenina en el que solo tengo butaca con el delantal todavía atado a la espalda. Cojo la botella de champán de la cubitera y me la llevo goteando por el pasillo de nuevo al salón, donde las velas han secado las manchas de zumo del mantel, el CD de música se quedó mudo, ni me molesto en mirar atrás. Me siento en la silla y la de enfrente me devuelve una sonrisa burlona. No le hago caso. Descorcho la botella y me sirvo una buena copa de burbujas hasta arriba: me preparo para comer un par de narices.

jueves, 25 de abril de 2013

Panales



Subo al tren a tempranas horas del día. Ayer fue la última vez que tomé el cercanías y, hoy, me parece que ha pasado una eternidad desde el último pitido que cerraba las puertas y me abandonaba a mi suerte de camino a casa en el andén. Tengo suerte y consigo asiento. Enfrente de mí hay una parejita quinceañera, monísima. Agarraditos de la mano. Sonrío al verles y trago un puñado de arena. La ventanilla me devuelve una claridad espesa que me hace dudar si ha salido el sol. Pero el cielo no tiene nubes. Me pregunto si esa linda pareja que viaja sin hablar, no le hace falta, mirando el paisaje urbano por la ventanilla sabrá alguna vez que su amor tiene fecha de caducidad. No puedo evitar sentir por ellos la compasión que un día me asoló a mí primero. En fin, que disfruten de sus vistas a prados con árboles raquíticos de ciudad y centros comerciales que prometen las aventuras de ocio modernas para el atontamiento mental. Me regaño a mí misma. No debo ser tan dura. Pero no puedo sentir otra cosa cuando por mi ventanilla no veo más que panales de abeja concentrados en alturas de hormigón armado. Sí, me siento como una abeja que ha perdido la orientación de su enjambre. Una solitaria abeja que se descarrió en su día por buscar el néctar perfecto y solo encontró la certeza de que la miel de mil flores es una etiqueta hipócrita que se vende en los supermercados.
Panales. Así está dividido mi corazón, en pedacitos hexagonales perfectos que lloran cada uno por un motivo, deshidratándose ante la evidencia de que la vida no tiene jalea real y no es más que un cuento de hadas efímero para adolescentes. Siento que en mi pecho crece una colmena de algodón que cada vez absorbe más mi alma. Una enredadera que seca la esencia de la confianza y la licua a través de las venas aorta y cava aliñadas con algún licor de pacotilla. Sí, me pregunto si veré el sol hoy. Pero el tren se ha sumergido en un túnel y la parejita adolescente aprovecha para darse un beso. Y vuelvo a sonreír. Trago un ovillo de lana.
En la última parada, subió un chico que se quedó de pie en el pasillo pegado a mi asiento. No para de mirarme. Le miro con cierto descaro cuestionándole por su atrevimiento. Él me guiña un ojo. Yo agito la cabeza para contener una carcajada sarcástica y aparto mi vista hacia la ventanilla. Sigo viendo los panales de abeja con sus cristales tan limpios y tan brillantes hacia un cielo todavía sin sol.
Mi parada. Bajo. El tipo de la mirada interesante roza apropósito la manga de mi abrigo. No miro atrás, solo quiero bajar. Pero me da tiempo a echar un último vistazo a la linda pareja que en todo el trayecto, ni habló, ni se movió, ni separaron sus manos. Las puertas se cierran con el pitido que te abandona en el andén. No sé por qué, me espero a que el tren se vaya de la vía mirándolo como una boba. Ya me parece que haya pasado un siglo desde que subí en él por la mañana. Me alejo de la estación pensando en la parejita del tren y mi único deseo es que nunca vayan al supermercado a por miel de mil flores. 

viernes, 1 de marzo de 2013

Días de pluma y lluvia


Es muy fácil caer en la pantomima climatológica de ponerse meloso para escribir los días de lluvia. Sí, es la justificación idónea. Será por la melancolía de las gotas, el vaho que sale de la nariz al respirar o simplemente por la sensación húmeda que te da en las manos aunque camines con paraguas. Necesitamos tener algo seco entre los dedos. Algo palpable en la imaginación de las dos dimensiones, dibujar un mundo cálido en el que uno mismo pone las reglas. Sí, delicioso. Pero, ah! Mi motivo fue bien diferente. Ni siquiera llovía. Era una noche tonta de insomnio, desvelos de ovejitas de lana rizada y blanca. Una odisea para alguien que tiene que madrugar al día siguiente. Y así fue, como cuando leía la página ciento setenta y seis del libro recomendadísimo que me prestó mi hermana, no llegué a leer la cuarta línea. Las letras caminaron como hormiguitas de tinta a la esquina del margen derecho. Sí, se agruparon todas ellas temblorosas formando una mancha negra en el borde del papel. Le pregunté a una A regazada que por qué se habían movido de esa manera y tan de repente. La A me contestó que eran una letras muy tímidas y no querían que las continuaran leyendo. Hija, dije, a estas alturas de libro, que os dé vergüenza... ¡No sé yo! La A muy resabiada y con leyes me respondió airosa que estaban hartas de dejarse ver en tan mala combinación de frases y metáforas y que iban a hacer una huelga indefinida. Me asusté. La A hablaba muy en serio. Consulté el resto de páginas y, efectivamente, había comenzado una manifestación en toda regla. Todas las letras del libro se aglutinaban en los márgenes derechos de cada página correspondiente. Volví a la página ciento setenta y seis y llamé de nuevo a la A que ya estaba con el resto de compañeras megáfono en mano soltando un miting de reivindicación léxica. ¿Alguna solución para finalizar esta huelga? Le pregunté. La A se echó el pelo hacia atrás con un soberbio giro de ángulos y me respondió que eso sería posible cuando alguien las reescribiera con la elegancia y musicalidad exacta que ellas merecían. Me quedé mudo. Esa A era muy lista para mí. ¿Qué podía hacer? Estaba bien claro, me contestó la A. Tendría que escribir de nuevo el libro. Ese libro recomendadísimo y tan bueno del que todo el mundo hablaba, incluso mi hermana. Pensé en cerrar el libro y echarme a dormir, el insomnio ya me estaba haciendo estragos en el cerebro. Y así lo hice. Dejé a la A con su megáfono y su verborrea de picapleitos y apagué la luz para dar vueltas en la cama y escuchar, de fondo remoto, el acalorado miting de la A sobre la mesilla de noche, como quien se centra en el tic-tac puñetero de las manecillas de un reloj y continúa escuchando aunque se meta ese reloj bajo siete almohadas dentro de un cajón. Qué dolor de cabeza por la mañana. Como si lo ocurrido durante la noche hubiera sido una pesadilla de cuentos infantiles, me acerqué al libro que dejé sobre la mesilla antes de dormir y lo abrí por la página ciento setenta y seis esperando ver todo en orden de nuevo y cada letra en su lugar. Pero no. Las letras seguían con sus protestas y no contentas con abandonar su lugar de lectura, se estaban amotinando para comenzar una huelga de hambre si no reescribía el libro. Es duro despertar con el vago recuerdo de un mal sueño, pero que siga pegado a ti como una camiseta por la mañana, ya era otro cantar. Cerré el libro de un golpazo, indignado por el marrón en el que andaba metido sin comerlo ni beberlo. No podría devolverle el libro en esas condiciones a mi hermana. Ya me vi sustituyendo a las ovejitas de lana blanca y rizada por el word y la letra a tamaño doce a doble espacio o, bueno, a saber las condiciones de la patronal lingüística. No estaba muy puesto en convenios gramaticales. Y así fue, como me armé de paciencia y entablé un acuerdo con la A fijando unos estatutos nuevos y a su gusto. Me senté delante del ordenador y comencé a teclear desde el prólogo. Tardé cuarenta y siete días con sus meriendas y sus infusiones de melisa en reescribir la historia. La A, muy atenta, me supervisaba en cada página que terminaba y solo cuando ella le daba el visto bueno, podía pasar a la siguiente. Lo conseguí. Acabé el manuscrito y las letras volvieron a sus líneas iniciales. Me hicieron prometer que publicaría la nueva versión para que nunca más se tuvieran que sonrojar y mucho menos abandonar sus funciones como letras. Querían que mi novela sirviera de ejemplo e iluminación didáctica para el resto de escritores. Esta A de las narices qué cosas decía. Pero por mi bien y por mi sueño recuperado, así lo hice. No sé si sirvió de mucho mi labor o no. Pero le pude devolver el libro a mi hermana tal cual ella me lo prestó. Desde entonces, escribo más que leo por miedo a una crisis existencial de la cultura. Y, por favor, no escriban los días de lluvia.

jueves, 21 de febrero de 2013

Vértigo


Aprendí lo que era el vértigo sin necesidad de asomarme a ningún acantilado. Es un pellizco en el estómago. Una sensación de vacío bajo los pies. El amanecer pinta mejor sus tonos de vino rosado cuando te miro y me deleito con tu nariz aplastada contra la almohada. Tu respiración supera al piar de los pájaros matutinos que se posan en el campanario de la iglesia. Proporciona la seguridad de que será un gran día. Me chiva el secreto de que estarás conmigo. Pero la desconfianza del que camina con los ojos vendados en una pasarela sobre un barranco escarpado, me impide dormir hasta que calienta el sol en la ventana y aplastar contigo la nariz en la almohada. No hay mayor deporte de riesgo que amar. La adrenalina bombea por mis venas y me pellizca en el estómago. Vértigo. Y es cuando más deseo quedarme inerte en el borde del acantilado de tus ojos para que me miren siempre y nunca más vivir la sensación de náufrago en una balsa para regar tomates. Porque el mismo vértigo da para el que vende su alma a cambio de humo. Te di todas mis brasas y acaricio las tuyas con cañas de bambú. Prometo cuidarlas, pero vértigo da cuando una madre deja a su criatura en manos de una niñera novata. No quiero ser esa madre. Quiero aplastar mi nariz contra la almohada tranquilamente y esperar que el vino rosado de la mañana se convierta en tinto de luna nueva. Me gustaría pillarte una vez mordiéndote el labio inferior mientras me espías al dormir. Porque hayas sentido que tus pies pisaron en falso en el mismo acantilado donde respiré tu aliento. Me gustaría que el estómago te pellizcara al menos esta vez para que no tenga que explicarte qué es el vértigo. Porque juntos somos el dopping que nos hace superar los deportes extremos. Porque sé que somos flotadores en buques de guerra. Asomarse a la barandilla del balcón del piso treinta y siete es lo que tiene, que puedes ver mejor a los pájaros matutinos que se posan en el campanario de la iglesia. Aprendí lo que era el vértigo sin necesidad de levantarme de la cama. Es un pellizco en el estómago que bombea mi adrenalina cuando te miro.

Soldaduras


Soñé que saltaban mariquitas de mi pelo. Diminutas bolas rojas moteadas de negro. Caramelos de fresa y mora con patitas. Botaban por el lavabo y crujían bajo mis pies. Entonces supe que me iban a abrir el pecho en canal. Esperarían a que despertara o a que las mariquitas emigraran a otro país para aprender inglés. A partir de ese momento, mi corazón padecería de dolor de muelas.
Y así fue. Por la mañana las costillas estaban separadas por la exacta mitad de mi esternón. En la mesa de noche un pos-it pegado con un simple ciao. Y lo curioso de todo esto es que llevaba meses sin verla. Retrasos del correo supongo. Me miré en el espejo y la herida del pecho no tenía buena pinta. Me acordé del día en que decidimos soldarnos el alma, como los cortes en las palmas de las manos para los rituales de sangre. Hacía sol y en el césped de su cama había migas de pan. Ese día se paró el tiempo y las mariquitas empezaron a hacer sus maletas y a rellenar formularios para la academia de idiomas. Tuve miedo de creerlas capaces y mucho menos las creí tan indispensables sobre mi cabeza. Pero soñé que se iban de mi pelo y fue al despertar cuando me sentí sola de verdad. Desde que mi soldadura se rasgó, en mi cama ya no crece el césped y las migas de pan se las comen las palomas. Fue en ese sueño loco en el que vi llorar a mi amiga. Fue después de que las mariquitas se colaran por el desagüe del lavabo cuando ella sacó el puñal para abrirme en canal. No lo vi. Cerré los ojos para poder despertar rápido, pero ya estaba el corazón en su boca y la sangre en sus manos. En el quinto piso de la Torre Eiffel, a la exacta mitad del Coliseo de Roma estaba el pos-it con el simple ciao. Comprendí que ciao en italiano también es hola. Y volví a despertar con la cicatriz soldada en el pecho, con un discreto latido en su interior y un montón de mariquitas muertas por el suelo del baño.

Macedonia


No sé por qué lo hago. No sé por qué me gusta tanto flirtear contigo. Pero lo hago. Y mucho. Es que te miro, ahí sentadito en esa banqueta que solo te sujeta una nalga. Y es que no puede ser, encima te colocas debajo del tubo fluorescente para que te brille la calva. Tus patillas pobladas de rizos espumosos luchan por sobresalir de las gafas de pasta, que te dan ese aire de chico intelectual negando rotundamente la idea de que te gusta machacártela observando mis fotos. Me he colocado justo enfrente de ti, para que no pierdas detalle. Sé que te gusta mirarme. Y a mí que me mires, todavía no sé por qué. Me acomodo en el acolchado del sofá de nuestro rincón favorito del bar. No hay mucha gente y todo está iluminado con el brillo de tu calva. Te miro para asegurarme de que no me quitas el ojo. Perfecto. Estás desabrochándome el pantalón o mordiéndome una teta. Me lo dicen tus ojillos a través de las gafas de pasta. Me encanta. Te relames y eso me hace sentir sexy. Me excita saberme la musa perra de tus ensoñaciones lascivas. Sí. Deseada, como las tops de las portadas de revista. Suspiro para refrigerarme. Mi novio me toca con todo el respeto del mundo, me acaricia el pelo y me besa en la frente. Pero de vez en cuando también me gusta que me den un azotito en el culo.
Podríamos actuar. Una leve señal de ceja y nos colamos en el baño juntos. Me arrancas la ropa, me muerdes y me pellizcas. O un roce de labios con mi lengua y te hago venir al rincón para que te acoples a mi lado del sofá. La música ahogaría mis gemidos de gata y tú podrías meterme mano a gusto. Pero no hacemos nada. Levantas una mano para que la camarera te sirva otra cerveza y yo finjo mirar la carta de cócteles. Te mantienes firme porque respetas la barrera natural del macho contrincante. Esperas que sea yo la que dé el disparo de salida. Pero no sé por qué, mis bujías no hacen chispa por muy calientes que estén. No sé por qué, pero me meto la mano dentro de la bragueta. Veo tus ojos salirse de las gafas y sé que me acaricias el cuello y me lames el pezón derecho, es el que más te gusta. Pienso que quizá podría acercarme y restregarme en tu nalga sobrante. Chuparte el lóbulo de la oreja que te pone tan malo. Pero no puedo sacar mi mano de la bragueta. No sé por qué. No dejes de mirarme.

lunes, 21 de enero de 2013

Flores de papel


Flores de papel son lo único que puede germinar bajo los escombros de un edificio derruido. Es difícil encontrarlas cuando a cada lado de la acera hay más y más edificios con los cimientos al aire como en el que me siento a esperar en la cola del banco. Ya es empezar el día con mala sombra mojándose la ropa que tendí por la noche. Ya podrían mojarse las flores. Corrí por las calles que las granadas y los coches bomba devastaron. Las balas de los francotiradores se cuelan por ventanas mudas sin cristales. Las veo pasar y pulverizar vajillas en mesas puestas sin que haya nadie sirviendo el té. Pasan muy cerca de mi oído, emitiendo un zumbido de avispa que me recuerda que la tapa de mis sesos ha tenido suerte esta vez. Las flores germinarán cuando todo esté en silencio, ese silencio ensordecedor que le precede a la explosión. Esa congelada calma que paraliza el mundo y siembra el suelo de semillas con ceniza.
Ya es empezar el día con mala gaita sabiendo que hay un hueco al lado de mi colchón. Ya podría no saber solo a pan el bocadillo de jamón. Creo que ya sé por qué estoy en la cola del banco. Los francotiradores no la iban a hacer daño a ella. Era la única que tenía licencia para pasear por las calles sordas de polvo gris y fuegos fatuos. Entiendo que tuviera miedo de todas formas. A ella le iban más los rascacielos de espejos pulidos y las flores resignadas que decoran despachos elegantes e insulsos. Yo tengo el alma en ruinas y una planta de maría en la terraza. Nada que ver. Ya es empezar el día con mal pie peleando con una niñata punki que ha tirado el envase de un litro al matorral. Mierda de conciencia social y libertad de expresión. Y la cola del banco que no se mueve. Delante hay un hombre que está haciendo la consulta con el futurólogo o algo así. Si, total, ya es mala pata saber lo que nos depara el futuro. Demasiado hueco en el colchón y un montón de facturas, que esto no se alivia ni con un flamenquillo tocado con yembés y darbukas. Los bombardeos ya suenan lejos de mis fronteras y la alarma de la amenaza nuclear señala que no habrá flores dentro de los búnquers. Han destruido el faro que guiaba a los barcos por las noches, ella se llevó la última bombilla de recambio.
Un niño solitario y la cara manchada de tizne juega con una pelota pinchada y abollada. Me mira con la sonrisa cabrona de saber más que yo. Y me pisará las flores, lo veo venir. Pero me fijo en su camiseta y lleva escrita su vida en la dorsal. Violaron a su madre mientras él miraba y se escondía en el armario pensando en campos con vacas y ranas, tapándose los oídos para no oír los gritos de su madre. El armario crujió y los militares dispararon. El zumbido de la bala se llevó el tímpano derecho. Ahora la pelota abollada no puede jugar al baloncesto porque sus rebotes no son firmes, un francotirador podría verla y rebajarla a la altura de plato de loza de la cocina donde se quedó esa madre sirviendo el té con las bragas manchadas de sangre y una herida en el cuello. El niño me mira con esa sonrisa cabrona pero ya sé que no es con malicia, me dice que ya me queda poco para llegar a la caja número dos y pagar la factura. Es lo que tienen los escenarios de guerra, que no gusta verlos, no gusta pisarlos, nadie los quiere reconstruir. La gente coge sus petates llenos de recuerdos inútiles y emigra a otros edificios que tengan los cimientos enterrados. Pero a mí no me llevaron, me quedé sentado encima de un monolito descorchado escuchando el silencio, viendo los resplandores de las explosiones lejanas. Y con la musiquilla de las ametralladoras resoplando en la sesera. Necesitaría un francotirador. Pero ya es empezar el día con mala leche sabiendo que la ciudad en guerra queda muy lejos del banco. El siguiente, por favor. Y ese soy yo. Me levanto y miro a través de la trinchera. La cajera ya podría peinarse un poco mejor, seguro que la niñata punki del litro tiene más estilo cuando va emporrada. Pero sonrío y pregunto por la floristería más cercana. A fin de cuentas, ya es malo comenzar el día con calderilla en los bolsillos pero no peor que terminarlo solo en un colchón de muelles. Tendré que reconstruir yo solo la maqueta de mi alma. He de contarle que los francotiradores levantaron la bandera blanca y que las flores de papel son lo único que puedo ofrecerle.

martes, 15 de enero de 2013

Sobre ruedas


Lo que más me dolió cuando abrí los ojos, fue tener que cruzarme con la mirada de Vera y tragar el sofoco o un gesto de pena ante la explicación del médico de que no volvería a caminar. Pero Vera se mantuvo impasible, recta sobre su espina dorsal con la chaqueta abrazada entre los brazos debajo del pecho mirándome sin ninguna expresión, respirando con calma sintetizando la nueva situación que se nos brindaría desde entonces. Llegué a casa en una flamante silla de ruedas. Vera sonrió y dijo que sería como tener un fórmula uno doméstico. Al principio era todo novedad, los ejercicios de gimnasia pasiva por las noches, aprender a meterme en la bañera, subir y bajar de la taza del váter, caminar por las aceras y usar los pasos de peatones correctamente. Vera no me dejó solo ni un instante. Me ayudaba a vestirme, le gustaba empujar mi silla de ruedas cuando salíamos a dar un paseo, a veces se ponía muy severa con los ejercicios nocturnos pero decía que era por mi bien y yo aguantaba el chaparrón, hasta ideé un sistema compatible con mi silla para conseguir una mopa motorizada y me sentía menos carga para ella. Vera siempre tenía una sonrisa preparada para mí y nunca se quejó. Sus ganas y esfuerzos por apoyarme al máximo impidieron que yo perdiera la paciencia y los ánimos de vivir ante mi repentino cambio de rutina. Todo fue mejor de lo que pude esperar. Hasta que, un día, me atreví a dar un paseo solo por la calle, Vera tenía trabajo y yo me asfixiaba en casa. Así que salí. Despacito en la jungla de asfalto y bordillos rotos, coches mal aparcados y huecos estrechos, pero aunque sonora a odisea, me pareció divertida la carrera de obstáculos y me tomé el paseo como un triatlón. Volví después de no sé cuánto tiempo, la verdad, pero fue el suficiente como para preocupar a Vera y entré en casa con cierto sigilo de niño que no ha roto un plato. Me sorprendió que Vera no saliera a recibirme para ayudarme y me quedé muy atento escuchando el silencio. Y el silencio me devolvió unos gemidos agudos de gata en celo mordidos por una toalla desde el baño. Se me hizo una pelota en el estómago y no tuve apenas fuerzas para mover mi silla hacia la puerta del baño que estaba entornada. Los gemidos eran claros, Vera estaba ahí dentro. Llegué hasta el umbral y esperé un poco antes de empujar la puerta y pillar a Vera con otro hombre encima del lavabo, tragué saliva para hacer idea a la truculenta imagen que me enfrentaba. Abrí. Y no había nadie montando a Vera. Ella se lo estaba montando sola dentro de la tina. Vera se puso muy roja nada más verme, recuerdo que oí cómo su corazón dejó de latir durante un tiempo muerto, un instante de cámara lenta en la que se apreciaba la colisión exacta de las burbujas de jabón en el suelo. Luego palideció hasta el extremo de la vergüenza. Menos mal, que yo estaba sentado, si no hubiera caído redondo ante el bochorno. Me mareé. Y no por el escándalo de que Vera pudiera masturbarse, cuántas veces no habíamos jugado juntos a eso, fue por la tremenda desolación que sentí al haber olvidado a Vera y sus necesidades. Había estado tan centrado en mi gimnasia pasiva y mis adiestramientos sobre alcantarillas abiertas, tan absorto en la aclimatación de mi nueva vida, que no caí en la cuenta de que durante todo ese tiempo había estado conjugando mis y dejado de lado los para tis. Y me dolió mucho más esa situación que el día que le dijeron a Vera que no volvería a caminar. Su mirada con rubor en las mejillas, me quemó más que la sierra que sesgó los nervios de mi columna. La sonrisa que siempre me estuvo dedicando con el mejor de los cariños, se borró para dar paso a una carrera desnuda por el pasillo y encerrarse en el dormitorio a llorar. No me atreví a decirle nada. Ella tampoco me habló. Esa noche no hubo ejercicios nocturnos. Ni al día siguiente, ni al otro. Yo continuaba pasando la mopa enganchada a la silla para decirle de alguna manera que entendía su desasosiego, que todo era como antes. Pero a quién podía engañar, no era como antes, sería un iluso si lo creyera realmente. Como antes, sería poder salir a bailar con Vera, que le encanta la salsa y el hip-hop. Como antes, sería poder ir a escalar y recuperar nuestras excursiones y los descensos por los ríos en canoa. Las noche de acampada en cuevas. Chapuzarnos al mar desde lo alto de un acantilado y escuchar la risa de Vera y sus gritos nerviosos del vértigo por la impresión de la caída. Como antes, sería, admitámoslo, poder pegarle el polvo de su vida y recuperar nuestros más divertidos y sucios juegos eróticos. Todo eso se había ido, borrado como una ventolera alisa las huellas en la arena. Esfumado como mis erecciones, ya no recordaba ni cuándo fue la última vez que se me puso dura. Pensar en el bienestar de Vera me produjo noches de fiebre y vigilia. Me retorcía en las sábanas cada vez que la escuchaba morder la almohada. Había estado muy ciego todo ese tiempo en el que aprendía a ser otro. Una mañana me armé de valor y le pregunté que porqué continuaba a mi lado. Ella me miró como la vez del hospital, solo que esa vez no llevaba una chaqueta sino un paño de cocina entre los brazos y me contestó muy solemne:
Porque te quiero.
No hubo más conversación y por la noche me ayudó a flexionar las rodillas. Me percaté del leve aroma masculino que a veces traía de la calle. Me fijé que había dejado de morder la almohada por la noche y yo pude dormir. Aunque quizá pudieran dolerme más los prejuicios que la desazón de Vera y sus miradas impertérritas, aprendí a vivir con ello como aprendí a manejar la silla de ruedas. Así que, una noche suspiré hondo y le pedí a Vera que me enseñara a hacerme a mí mismo la gimnasia pasiva. ¿Por qué? Me preguntó. A ella le gustaba hacerlo. La miré con atención para estudiar cada mueca de su cara, cada perfil de sus rasgos, aspiré para tomar su olor y guardarlo bien en el desván de la memoria. Y entonces le respondí:
Porque te quiero.

lunes, 14 de enero de 2013

Parches de ojos


Las crías de los gigantes quieren volar, mientras que las mariposas vuelan con torniquetes en las alas. Miro por el ojo de buey y recuerdo que me duele el dedo pequeño del pie derecho. Fue por correr. Oigo tus gorgoritos al dormir, se me ocurre el ruido del fuelle de la respiración asistida. Deberías dejar de fumar. Los vecinos han roto sus almohadas y están nevando plumas. Echo de menos las burbujas del aceite hirviendo, sobre todo esas blancas y violentas que se ciernen alrededor del nugget de pollo. Empecé todo esto siendo un nugget y me dejé engullir por la ebullición. Tengo miedo cuando pienso en el mar en calma. Me da miedo mirar sola por el ojo de buey y no ver más que gaviotas varadas en alquitrán. Las llegué a observar detenidamente sentada sobre el borde de la acera. Eso fue antes de correr. Mucho antes de mi dedo pequeño del pie derecho. Hay que ver cómo duermes y lo fuerte que respiras, pero no seré yo quien te espante el cigarro de la boca. Se ven las plumas caer, flotar inertes con un suave balanceo en su encarnizada lucha contra la gravedad y parece que haga más frío del que realmente marca en los termómetros.
Los duendes que viven dentro de los anillos de los árboles visten botas de fieltro porque si usan terciopelo les pica en los talones. Debería robarles un par un día de estos a ver si consigo quitarme estos pinchazos del dedo del pie. Es que mira que corrí ese día. Huía y no sabía ni de qué. Me pillaste porque paré un segundo para que me estallara el flato en las costillas, descubriste mi punto débil y tiraste del hilo con el cascabel para que subiera al barco. Tengo miedo de llegar a la isla del tesoro y saber que la aventura puede acabar. Tengo miedo que la brújula nos oriente mal en el mapa. Ya anoté una vez unas coordenadas y no me llevaron a otro lugar más que a navegar en círculos. Tardé en darme cuenta de que los timones y las cubiertas de parqué resinado no estaban hechas para mí. Por eso me senté en la acera y me quedé contemplando la inopia de plumas de gaviota. Esta vez, las plumas son diferentes y flotan mucho antes de estornudar. Quiero pensar que es buena señal. Esto me recuerda a los cuentos de piratas con patas de palo y loros raquíticos con piquitos de piñón. Solo que tu no tenías loro ni cojeabas, solo usabas parches en los ojos, qué lástima que no fueran de nicotina. Así tus pulmones no se convertirían en nuggets de pollo cada vez que te vas a dormir. Me hizo gracia darme cuenta que usábamos la misma marca de parches. Creo que por eso me quedé muy quieta en el camarote mientras me hacías mirar la luna por el ojo de buey y me dabas un masaje en el dedo del pie. Pero sigue pinchando. Es que corrí mucho. Has conseguido extinguir el volcán de mi pecho, que durante años estuvo escupiendo lava y gases nobles. Se está bien cuando la gasolina flota sobre las aguas tranquilas. Hacía tiempo que los perros no ladraban canciones por las calles y hasta me apetece curar las vendas de las mariposas.
Las rocas son esponjas que se solidifican con el paso del tiempo. Los anfibios peces que se quedaron a mitad del camino al querer fugarse a tierra firme y nosotros somos dos gotas de ketchup fuera del plato. Tengo miedo a ponerte de lado para que puedas respirar mejor, no quiero despertarte. Porque siento que si lo hago, se romperá el hechizo que la princesa le hizo al pirata y descubrirá que en realidad, fue ella quien ató el cascabel al hilo y quien rajó las almohadas de los vecinos. Los papeles se han invertido y ahora soy yo la que bulle sobre ti, devorándote con violencia. Es una centrifugación tan potente que no me doy cuenta de que no solo muevo tus cimientos, también me arrastro contigo al abismo de las flores de tallo largo clavadas en césped de plastilina. El manto de plumas que densa el ambiente no me deja ver cuánto falta para llegar a la isla. Pero tampoco quiero saberlo. Dejo de mirar por el ojo de buey, me dan igual las gaviotas y lo que tarden en besar el suelo las plumas de oca. Me tumbo a tu lado en silencio con el pie derecho colgando fuera de la cama, me apoyo sobre tu pecho y oigo los gorgoritos de tus pulmones. Me duele pero seguiré comprándote tabaco. No se me dan bien las reformas de hogar. Cierro los ojos y dejo que la brújula haga su propio rumbo y esperaré. Tengo miedo a llegar a puerto y descubrir que hay un volcán en erupción en esa isla, que los gigantes andan enfadados porque sus crías se cayeron de los nidos y que los duendes me reclamen sus botas. Pero me habrá quedado tu abrazo en el barco y los atardeceres naranjas del invierno entre los pinos. Lo único que, quizá, si me dé mucho miedo, será bajar del barco y olvidar sobre el mástil mis parches para los ojos.