Es
muy fácil caer en la pantomima climatológica de ponerse meloso para
escribir los días de lluvia. Sí, es la justificación idónea. Será
por la melancolía de las gotas, el vaho que sale de la nariz al
respirar o simplemente por la sensación húmeda que te da en las
manos aunque camines con paraguas. Necesitamos tener algo seco entre
los dedos. Algo palpable en la imaginación de las dos dimensiones,
dibujar un mundo cálido en el que uno mismo pone las reglas. Sí,
delicioso. Pero, ah! Mi motivo fue bien diferente. Ni siquiera
llovía. Era una noche tonta de insomnio, desvelos de ovejitas de
lana rizada y blanca. Una odisea para alguien que tiene que madrugar
al día siguiente. Y así fue, como cuando leía la página ciento
setenta y seis del libro recomendadísimo que me prestó mi hermana,
no llegué a leer la cuarta línea. Las letras caminaron como
hormiguitas de tinta a la esquina del margen derecho. Sí, se
agruparon todas ellas temblorosas formando una mancha negra en el
borde del papel. Le pregunté a una A regazada que por qué se habían
movido de esa manera y tan de repente. La A me contestó que eran una
letras muy tímidas y no querían que las continuaran leyendo. Hija,
dije, a estas alturas de libro, que os dé vergüenza... ¡No sé yo!
La A muy resabiada y con leyes me respondió airosa que estaban
hartas de dejarse ver en tan mala combinación de frases y metáforas
y que iban a hacer una huelga indefinida. Me asusté. La A hablaba
muy en serio. Consulté el resto de páginas y, efectivamente, había
comenzado una manifestación en toda regla. Todas las letras del
libro se aglutinaban en los márgenes derechos de cada página
correspondiente. Volví a la página ciento setenta y seis y llamé
de nuevo a la A que ya estaba con el resto de compañeras megáfono
en mano soltando un miting de reivindicación léxica. ¿Alguna
solución para finalizar esta huelga? Le pregunté. La A se echó el
pelo hacia atrás con un soberbio giro de ángulos y me respondió
que eso sería posible cuando alguien las reescribiera con la
elegancia y musicalidad exacta que ellas merecían. Me quedé mudo.
Esa A era muy lista para mí. ¿Qué podía hacer? Estaba bien claro,
me contestó la A. Tendría que escribir de nuevo el libro. Ese libro
recomendadísimo y tan bueno del que todo el mundo hablaba, incluso
mi hermana. Pensé en cerrar el libro y echarme a dormir, el insomnio
ya me estaba haciendo estragos en el cerebro. Y así lo hice. Dejé a
la A con su megáfono y su verborrea de picapleitos y apagué la luz
para dar vueltas en la cama y escuchar, de fondo remoto, el acalorado
miting de la A sobre la mesilla de noche, como quien se centra en el
tic-tac puñetero de las manecillas de un reloj y continúa
escuchando aunque se meta ese reloj bajo siete almohadas dentro de un
cajón. Qué dolor de cabeza por la mañana. Como si lo ocurrido
durante la noche hubiera sido una pesadilla de cuentos infantiles, me
acerqué al libro que dejé sobre la mesilla antes de dormir y lo
abrí por la página ciento setenta y seis esperando ver todo en
orden de nuevo y cada letra en su lugar. Pero no. Las letras seguían
con sus protestas y no contentas con abandonar su lugar de lectura,
se estaban amotinando para comenzar una huelga de hambre si no
reescribía el libro. Es duro despertar con el vago recuerdo de un
mal sueño, pero que siga pegado a ti como una camiseta por la
mañana, ya era otro cantar. Cerré el libro de un golpazo, indignado
por el marrón en el que andaba metido sin comerlo ni beberlo. No
podría devolverle el libro en esas condiciones a mi hermana. Ya me
vi sustituyendo a las ovejitas de lana blanca y rizada por el word y
la letra a tamaño doce a doble espacio o, bueno, a saber las
condiciones de la patronal lingüística. No estaba muy puesto en
convenios gramaticales. Y así fue, como me armé de paciencia y
entablé un acuerdo con la A fijando unos estatutos nuevos y a su
gusto. Me senté delante del ordenador y comencé a teclear desde el
prólogo. Tardé cuarenta y siete días con sus meriendas y sus
infusiones de melisa en reescribir la historia. La A, muy atenta, me
supervisaba en cada página que terminaba y solo cuando ella le daba
el visto bueno, podía pasar a la siguiente. Lo conseguí. Acabé el
manuscrito y las letras volvieron a sus líneas iniciales. Me
hicieron prometer que publicaría la nueva versión para que nunca
más se tuvieran que sonrojar y mucho menos abandonar sus funciones
como letras. Querían que mi novela sirviera de ejemplo e iluminación
didáctica para el resto de escritores. Esta A de las narices qué
cosas decía. Pero por mi bien y por mi sueño recuperado, así lo
hice. No sé si sirvió de mucho mi labor o no. Pero le pude devolver
el libro a mi hermana tal cual ella me lo prestó. Desde entonces,
escribo más que leo por miedo a una crisis existencial de la
cultura. Y, por favor, no escriban los días de lluvia.