viernes, 1 de marzo de 2013

Días de pluma y lluvia


Es muy fácil caer en la pantomima climatológica de ponerse meloso para escribir los días de lluvia. Sí, es la justificación idónea. Será por la melancolía de las gotas, el vaho que sale de la nariz al respirar o simplemente por la sensación húmeda que te da en las manos aunque camines con paraguas. Necesitamos tener algo seco entre los dedos. Algo palpable en la imaginación de las dos dimensiones, dibujar un mundo cálido en el que uno mismo pone las reglas. Sí, delicioso. Pero, ah! Mi motivo fue bien diferente. Ni siquiera llovía. Era una noche tonta de insomnio, desvelos de ovejitas de lana rizada y blanca. Una odisea para alguien que tiene que madrugar al día siguiente. Y así fue, como cuando leía la página ciento setenta y seis del libro recomendadísimo que me prestó mi hermana, no llegué a leer la cuarta línea. Las letras caminaron como hormiguitas de tinta a la esquina del margen derecho. Sí, se agruparon todas ellas temblorosas formando una mancha negra en el borde del papel. Le pregunté a una A regazada que por qué se habían movido de esa manera y tan de repente. La A me contestó que eran una letras muy tímidas y no querían que las continuaran leyendo. Hija, dije, a estas alturas de libro, que os dé vergüenza... ¡No sé yo! La A muy resabiada y con leyes me respondió airosa que estaban hartas de dejarse ver en tan mala combinación de frases y metáforas y que iban a hacer una huelga indefinida. Me asusté. La A hablaba muy en serio. Consulté el resto de páginas y, efectivamente, había comenzado una manifestación en toda regla. Todas las letras del libro se aglutinaban en los márgenes derechos de cada página correspondiente. Volví a la página ciento setenta y seis y llamé de nuevo a la A que ya estaba con el resto de compañeras megáfono en mano soltando un miting de reivindicación léxica. ¿Alguna solución para finalizar esta huelga? Le pregunté. La A se echó el pelo hacia atrás con un soberbio giro de ángulos y me respondió que eso sería posible cuando alguien las reescribiera con la elegancia y musicalidad exacta que ellas merecían. Me quedé mudo. Esa A era muy lista para mí. ¿Qué podía hacer? Estaba bien claro, me contestó la A. Tendría que escribir de nuevo el libro. Ese libro recomendadísimo y tan bueno del que todo el mundo hablaba, incluso mi hermana. Pensé en cerrar el libro y echarme a dormir, el insomnio ya me estaba haciendo estragos en el cerebro. Y así lo hice. Dejé a la A con su megáfono y su verborrea de picapleitos y apagué la luz para dar vueltas en la cama y escuchar, de fondo remoto, el acalorado miting de la A sobre la mesilla de noche, como quien se centra en el tic-tac puñetero de las manecillas de un reloj y continúa escuchando aunque se meta ese reloj bajo siete almohadas dentro de un cajón. Qué dolor de cabeza por la mañana. Como si lo ocurrido durante la noche hubiera sido una pesadilla de cuentos infantiles, me acerqué al libro que dejé sobre la mesilla antes de dormir y lo abrí por la página ciento setenta y seis esperando ver todo en orden de nuevo y cada letra en su lugar. Pero no. Las letras seguían con sus protestas y no contentas con abandonar su lugar de lectura, se estaban amotinando para comenzar una huelga de hambre si no reescribía el libro. Es duro despertar con el vago recuerdo de un mal sueño, pero que siga pegado a ti como una camiseta por la mañana, ya era otro cantar. Cerré el libro de un golpazo, indignado por el marrón en el que andaba metido sin comerlo ni beberlo. No podría devolverle el libro en esas condiciones a mi hermana. Ya me vi sustituyendo a las ovejitas de lana blanca y rizada por el word y la letra a tamaño doce a doble espacio o, bueno, a saber las condiciones de la patronal lingüística. No estaba muy puesto en convenios gramaticales. Y así fue, como me armé de paciencia y entablé un acuerdo con la A fijando unos estatutos nuevos y a su gusto. Me senté delante del ordenador y comencé a teclear desde el prólogo. Tardé cuarenta y siete días con sus meriendas y sus infusiones de melisa en reescribir la historia. La A, muy atenta, me supervisaba en cada página que terminaba y solo cuando ella le daba el visto bueno, podía pasar a la siguiente. Lo conseguí. Acabé el manuscrito y las letras volvieron a sus líneas iniciales. Me hicieron prometer que publicaría la nueva versión para que nunca más se tuvieran que sonrojar y mucho menos abandonar sus funciones como letras. Querían que mi novela sirviera de ejemplo e iluminación didáctica para el resto de escritores. Esta A de las narices qué cosas decía. Pero por mi bien y por mi sueño recuperado, así lo hice. No sé si sirvió de mucho mi labor o no. Pero le pude devolver el libro a mi hermana tal cual ella me lo prestó. Desde entonces, escribo más que leo por miedo a una crisis existencial de la cultura. Y, por favor, no escriban los días de lluvia.