miércoles, 6 de abril de 2016

Pensando de más

Pensando de más, me di cuenta de lo absurdo de la vida. Pensando de más, supe que el destino no me pertenecía y que no me guarda nada distinto al resto de los mortales. Pensando de más, arrugué los puños de mi camisa. Pensando de más, eché de menos el que fui y también me aborrecí. Pensando de más, sentí que había viajado poco pero que nunca he estado quieto. Pensando de más, me doy cuenta de que soy un rebelde y mi lucha insignificante, pues el hombre es el mismo de siempre y lo único que cambia son las herramientas de sus manos.
Pensando de más, me dan ganas de embriagarme. Embriagarme de palabras porque son el arma más potente que existe. Aunque decir sin sentir es igual de inútil que poner puertas al campo. Pensando de más, contabilicé más estacas que rosas y descubrí que el mar no es tan azul ni todos los barcos pueden flotar. Adiviné que por mucho que corra no puedo huir de mí. Entonces, estrujé los puños de mi camisa.
Pensando de más, recordé que no te quiero tanto pero tampoco te odio. Dibujé alas en tu espalda que nunca volaron. Pinté sonrisas que no supieron enseñar los dientes y quizá por eso la cuerda se rompió. Pensando de más, entendí que las mitades no existen y que los sentimientos se alimentan de verdades. Deteniéndome a pensar (tanto da si más o menos), fui consciente de que esas verdades forman parte del absurdo de la vida.
Y cuando pienso de más, tengo ganas de gritar y de romperme la camisa. Cansado de la costumbre y de las cosas nuevas. Avergonzado de los roles sociales, humillado ante la ventana. Permanezco ajeno a todo lo que me enseñaron. Hastiado de vivir conmigo mientras recompongo las ruinas de mi pasado. Aburrido de buscar sentido al presente porque sé lo que me depara el futuro. Cuando pienso de más, ya no soy el mismo ni me conozco. Tampoco puedo dejar de pensar. Soy todos los trozos de caricias que me dieron y que no di, soy todos los estribillos de canciones que me recuerdan a personas, soy todos esos momentos que prometieron ser inmortales y que se licuaron en el viento. Soy todo y nada. Grito y no tengo voz.
Pensando de más, me quedo en la cama. Sin sábanas ni camisa. Solo. Silencio. Mis pensamientos no suenan, solo las voces de aquellos que fueron parecen susurrar algo en mi oreja. Pero no escucho lo que dicen, pensándolo de más ya no me interesa lo que tienen que decir. Las heridas siempre dejan huellas en la piel y yo ya tengo muchas cicatrices. Estoy lejos de ellos. La cuerda se rompió. Ya no soy el mismo ni me conozco. Soy mis ruinas, mis fracasos, mis rabietas; no soy capaz de contar mis éxitos, dudo si alguna vez los logré y no lo puedo pensar más.
Pensándolo bien, me comparo con aquel calcetín que se perdió en la colada y nunca más volvió a encontrar a su hermano. Me siento como un zángano desterrado de su colmena o como una ballena varada en la playa, sólo que yo soy un exiliado en mi propia existencia y estoy varado en cualquier parte. Mis sonrisas no enseñan los dientes y nadie dibujó alas en mi espalda. Y esto son verdades que alimentan el absurdo de mi vida.
Lo que realmente me eriza los vellos de la nuca es pensar que, mientras estoy aquí tumbado, hay asteroides desintegrándose en planetas, seguramente en algún rincón del firmamento brilla una supernova del mismo modo que hay agujeros negros engullendo mundos. Y me río de aquél que piensa que, por tener la tripa llena, su ser ya está en armonía con el universo. Entonces, me pregunto dónde se guarecen las aves cuando llueve. La vida es absurda, los roles sociales son cadenas que nos convierten en esclavos de la existencia correcta. Esa esclavitud invade la libertad, la libertad de pertenecer al universo, tan cruel como finito.
Pensando de más, escuché el silencio y en su eco resonaban los estribillos de aquellas canciones. Pensando de más, caigo en la cuenta de que mi cama es un lecho de hierba mojada por la escarcha. El olfato es el sentido más fiable de todos y me dice que ya llevo días aquí tirado. Mis uñas están moradas y mi camisa no aparece por ninguna parte. Pensando de más, he sabido que la vida y la muerte son la misma persona. Y tal vez, sea yo esa persona, pues se me da bien morir y revivir con los escombros de mis ruinas. Por eso no te culpo, pero tampoco te quiero. Soy uno de esos barcos que no pueden flotar y tú uno de esos islotes donde los náufragos se quedan varados. Yo no llegué a tus orillas, tampoco al azul del mar, estoy en mitad de un camino a ninguna parte. Soy la indecisión en el umbral de una puerta, la sonrisa de labios apretados que olvidó volar. Estoy entre dos mundos. La muerte en vida, la muerte y la nada. Habito un mundo que no me pertenece, pero que, paradójicamente, tampoco es propiedad de nadie. Mi no mundo será un mundo que verá brillar supernovas en el cielo, asteroides convertirse en cometas y, con suerte, no será engullido por ningún agujero negro. Y nadie podrá ver estas cosas, porque nuestra brevedad en la vida es tan fugaz como el resplandor de un relámpago. Pienso de más y me vuelvo loco, siento la intensidad del rayo fulminarme bajo su luz cegadora. Mis uñas están moradas y sigo aquí sobre la hierba mojada, esperando a que algún náufrago llegue a mi islote. Pienso de más y me quedo dormido. Y es que, es lo que ocurre cuando se está pensando de más.


miércoles, 18 de noviembre de 2015

Ahora mismo

Ahora mismo podría estamparle la cara contra el cristal, escuchar el crujido de su nariz hundiéndose en el cráneo. Podría ahumar los cristales con su sangre. Podría, pero no lo hago. Me quedo quieto y sonrío sin enseñar los dientes. Podría sacar la pistola de debajo de mi americana y hacer que los sesos salpicaran la pared. Podría, pero no lo hago. Sorbo mi café y asiento mecánicamente al ritmo de su voz puntiaguda. Podría hacerle tantas cosas a esa loca que me relamo con sólo pensarlo. En cambio, acabo mi café y doy las gracias: “un placer, Meredith”. Salgo a la calle con el olor a sangre metido en la cabeza y me limpio los hombros de la americana por si acaso algo salpicó.
Al otro lado de la calle, me espera el Hojalata con el motor encendido, fumando la colilla de la noche anterior. Me saluda con un gruñido de camello al entrar.
Casi se me congelan los huevos esperando.
Canadá queda muy lejos, tío.
    ¿Lo has hecho?
Arranca. Tengo hambre.
      Nos movemos. El Hojalata mastica la colilla como un camello. Esta mañana tiene el humor torcido y no para de preguntar cosas estúpidas mientras gruñe y lanza gritos de camello dando golpes al volante. A mí me está poniendo nervioso y mi mano instintiva va al bolsillo de dentro de la americana. Me laten las sienes y el hambre me pellizca el estómago. Continuamos calle abajo con la escarcha derritiéndose en el parabrisas.
       Noto el peso de la pistola en el bolsillo de la americana cada vez con más aplomo conforme el Hojalata masca su colilla.
Tío, me pediste que me cargara a tu madre no que aguantara tus mugidos de camello por la mañana.
    ¿Lo hiciste?
Ve a comprobarlo.
No me toques los huevos.
Huevos… No estarían mal para desayunar.
    ¿Te haces el gracioso conmigo?
¿Me estás amenazando?
        El Hojalata está nervioso. El asunto de su madre le ha crispado los nervios. Pero está crispando los míos con su actitud de camello frenético. Ahora mismo podría sacar la pistola que tanto me pesa en la americana y hacerle unos cuántos agujeritos en su cara desencajada de camello. Podría aprovechar cualquier semáforo en rojo y montar el escándalo. Podría, pero no lo hago. Pienso en los huevos revueltos con un poco de café. A poder ser, café sin agua del fregadero como el de casa de Meredith. También podría partirle la cara a puñetazo limpio y dejarme los nudillos en sus cejas o podría hundirle la nariz en el puñetero volante. Podría, pero no lo hago. Pienso en la pobre Meredith con la cara aplastada contra el cristal y me da repelús. Me vuelvo a espolsar los hombros por encima de la americana.
        Paramos en un semáforo y me muerdo los labios.
Tío, da la vuelta. He olvidado algo.
    ¿Qué coño estás diciendo?
— ¿El frío te ha dejado sordo? Da la vuelta.
       El Hojalata pega un volantazo mientras gruñe con más insistencia que al principio.
Me cago en la puta y en la madre que me parió. No lo has hecho.
Deja de llorar, camello de los huevos.
Me estás jodiendo vivo.
      La vuelta ha sido más rápida. El Hojalata aparca en el mismo sitio de antes y deja el motor encendido.
Espero que sepas lo que haces.
Descuida, tío.
        No dudo. Saco la pistola de mi americana y pinto la ventanilla del conductor con el rojo de los sesos esparcidos. Ahora mismo solo pienso en unos huevos revueltos bien fritos. Salgo del coche limpiándome los hombros de la americana por si acaso algo salpicó y me dirijo al portal.
Disculpe, Meredith. Ahora que lo pienso, sí me gustaría comer algo.
      La buena señora me deja pasar y paso. Una vez dentro, me asalta el olor a sangre que había dejado antes junto al café aguado. Ella se va medio canturreando, medio hablando sola a la cocina contenta por tener algo que hacer en su patética existencia. Su voz puntiaguda se me clava en las sienes y me las froto haciendo círculos con los dedos. Ahora mismo podría destrozarle la cara con la culata de mi pistola, podría ahogarla en la bañera y fingir que fue un accidente. Podría hacer muchas cosas, tantas que tanteo mi pistola debajo de la americana. Podría, pero no lo hago. Me siento a la mesa con la servilleta atada al cuello y me relamo con el olor de los huevos mezclándose en la sartén.


jueves, 10 de septiembre de 2015

Días mudos

A los cuatros años di el primer susto a mi familia cuando anuncié que una lechuza blanca con pecas había venido volando y se había posado en la ventana del salón. Mi padre se tragó el cigarro encendido y yo fui a la cocina a por migas de pan para la lechuza. Mi madre ni siquiera se giró para mirarme aferrada al cucharón del puchero dando vueltas al guisado con la misma velocidad como si espesara chocolate caliente.
            La lechuza dejó una ramita de árbol a cambio de las migas de pan, abrió sus enormes alas blancas y pecosas y desapareció volando entre los edificios con la misma majestuosidad con la que había venido. Le enseñé la ramita a mamá y la guardé en mi cuarto pensando en mostrarle semejante tesoro al tío Carlos.
            Los sábados era el día del guisado en casa, a mi padre le sonreía el bigote con solo olerlo y las mellizas iban al centro a comprar sus trapitos como decía mi madre. Cuando las mellizas llegaban tarde había gritos y golpes con los cubiertos sobre la mesa. A mi padre se le agriaba el guisado o eso decía él. Aquel sábado en el que la lechuza vino a posarse a nuestra ventana, las mellizas llegaron más tarde que otros sábados, sin embargo, ese día no hubo gritos ni ruido metálico de cubiertos violentados. Silencio y miradas de soslayo a la ramita que me había empecinado en sacar de mi cuarto para que nos acompañara en el guisado como un miembro más de la familia descansando tumbada sobre la servilleta.
            A mi padre se le agrió igualmente el guisado cuando sonó el teléfono en mitad de la comida. Mamá descolgó:
Es el tío Carlos dijo se ha caído de un árbol mientras lo podaba. Está muy grave.
            Instintivamente, miré con oprobio a mi ramita y la partí en dos sobre la mesa. Esa tarde me quedé en casa bajo la vigilancia de las mellizas, mientras mis padres iban de carreras al hospital.
            Le conté a Clara, una de las mellizas, mi episodio con la lechuza y la ramita partida en dos en la mano.
Buena la has hecho, enano. Esa lechuza era del tío Carlos cuando era pequeño. La tenía en la casa de campo de los abuelos hasta que un cazador atolondrado le disparó a bocajarro porque la había confundido con una liebre. ¡Una liebre!
            Mis padres regresaron a casa muy abrazados y sorbiendo mocos. Tío Carlos había fallecido.
            El segundo susto vino a los seis años y medio. Tocaron al timbre y yo fui a abrir corriendo por el pasillo adelantando a mi madre. Para nuestra sorpresa, al otro lado de la puerta no había nadie.
Se habrán equivocado sentenció mamá.
            Mi madre volvió a los platos y yo al salón para hacer mis deberes. Al regresar, descubrí sentado en el sillón de papá a un hombre de pelo blanco con un palito de regaliz en la boca. Me saludó con la mano con total calma y naturalidad como si estuviera en su casa y su sillón. Me acerqué a él y le pregunté quién era, el hombre sonrió, me dio un beso en la frente y me alborotó el flequillo con la mano. Mi madre entró al salón:
¿Con quién hablas, hijo?
            Se lo dije y a mi madre se le cayeron los platos al suelo.
            Clara se rió de mí cuando mamá le contaba a mi padre el suceso entre hipidos y sorbos.
Buena la has hecho, enano. Ese hombre es el abuelo Martín, murió mucho antes de que tú nacieras.
            Esa misma noche llamó la tía Meli, hermana de mamá, para decirnos que la abuela Felisa había muerto después de cenar sentada en su sillón.
            A partir de ese día cambiaron muchas cosas en casa. Mis padres me miraban con la misma inquietud con la que se mira la cuenta atrás de un contador colocado en una bomba. Esperaban en vilo a que anunciara el siguiente susto y detonara en nuestra familia. Al tercer susto, la ansiedad de la espera se convirtió en miedo por saber quién sería el siguiente. Las miradas pasaron del estupor y el desconcierto al pavor más ridículo. Mi madre estaba al borde del colapso, a mi padre ya no le gustaba el guisado y yo decidí callarme para no dar más sustos. No volví a hablar. Clara venía a arroparme por las noches y se colaba un ratito en mi cama, era la única que conseguía sacarme susurros hasta que me quedaba dormido apoyado en su hombro.
            Fue divertida mi etapa de mutismo. Pronto aprendí a hacerme entender sin necesidad de abrir la boca, mi madre se apresuraba demasiado tan aterrada de acercarse a mí que me parecía patético y gracioso a la vez. No quise aprovecharme de la situación y convertirme en un niño caprichoso y pedigüeño. Los nervios crispados de mamá me preocupaban de verdad.
            Cuando el teléfono sonó para anunciar la muerte de la tía Meli, mi madre me miró interrogativa y yo me encogí de hombros, mientras mi abuela Felisa me acariciaba la nuca sentada junto a mí.
            Pasaron varios años sin sustos, yo permanecía callado y notaba cómo la felicidad se iba instalando en casa con la misma lenta eficacia que los brotes verdes surgen entre las cenizas de un bosque incendiado. Los sábados de guisados volvieron a tener su música de cubiertos sobre la mesa.
            Clara se casó y yo me sentí solo de verdad en casa, la otra melliza estaba demasiado ocupada encerrada en su cuarto con un montón de libros sobre el escritorio y únicamente salía a comer en familia los días del guisado para mirarme con la misma mirada de pánico que mi madre como si tuviera un hermano extraterrestre. Cuando Clara volvió de luna de miel, decidí irme a vivir solo, los estudios no eran lo mío y mi padre me consiguió un trabajo que me daba para vivir y alquilar una buhardilla de medio pelo en el centro.
            Me había acostumbrado tanto al mutismo y al silencio que en el trabajo creían que era mudo de verdad. Clara continuaba llamándome cada noche para que le susurrara como cuando éramos niños. Una de esas noches llamó más pronto que de costumbre:
Buena la has hecho, enano.
            Y la comunicación se cortó. Intenté llamar de nuevo, pero saltó el buzón de voz. Justo en ese instante tocaron a la puerta golpeando con los nudillos de un puño. Fui a abrir; al otro lado no había nadie. Asomé la cabeza a lo largo del descansillo buscando a alguien inútilmente y algo crujió bajo la suela de mi zapato: una ramita partida en dos.
            Cogí la primera chaqueta que encontré y salí disparado a casa de mi hermana. Toqué al timbre y nadie me abrió, recordé la llave de emergencia de detrás del buzón y entré en la casa. Clara estaba tirada en el suelo, había cristales y una escalera volcada. De su cabeza brotaba sangre. Corrí hacia ella y la cogí de la mano. Tosió con dificultad y todo su cuerpo se agitó en un calambre líquido.
Voy a pedir ayuda atiné a decirle.
            Ella me detuvo sujetando con más fuerza mi mano.
            Alargué el cuello con la intención de atisbar la calle desde la ventana con la falsa esperanza de que alguien pudiera vernos. Entonces, vi a la lechuza blanca y pecosa venir volando hasta posarse en esa ventana. Ahí fui yo quien apretó la mano de mi hermana. Con un gesto, ella me obligó a acercar mi oreja a su boca:

No te preocupes, susurró — el tío Carlos está aquí. 

Restart

Anoche necesité leerme, tuve que visitar mi desván desnudo, mirar adentro; sentir el frío del silencio de estos tres años y verificar que sigo latiendo, comprobar que todavía sigo teniendo ese toque, que no me he perdido, que no me he olvidado. Sigo intermitente en la penumbra. Pero sigo. Anoche necesité leerme, analizarme, escucharme, corregirme... Aprender a desnudarme otra vez en la penumbra y no tiritar en mitad de la intemperie. Anoche necesité leerme y cubrirme con mi propia escarcha. Descubro que mi diván no está tan desnudo como aparenta. Soy consciente de que la penumbra y el silencio son la verdadera intermitencia. Anoche mientras me leía apreté los labios hasta ponerlos blancos, hasta hacerme daño para sentir cómo se derrite la escarcha. Mi epicentro sigue incandescente, gritando al exterior con la furia de un seísmo, desestabilizando los cimientos de mi diván inerte y congelado por el tiempo.

Necesité leerme para romper ese silencio que me mantiene latiendo en el interior de mi diván. Necesité leerme porque las finas grietas de la escarcha empiezan a destilar el fuego de mi desnudez. 

jueves, 1 de agosto de 2013

Apagón

Olía a azufre. El naranja del ocaso rebanaba con fuego el horizonte violeta. Y yo, deslizaba mi mano por el cactus de su barba. Teníamos los ojos cerrados y el pulso de su yugular me latía en el dedo índice.
Quería memorizar cada milímetro de su cara. Quemarme con el olor del azufre. Quería grabarlo todo al detalle para cuando llegara el apagón. Era inminente, sentía la presión de la amenaza apretando las costillas, taponando los oídos. Con el apagón ya no olería más a azufre y el cielo se convertiría en un azul cerúleo de lo más común. Sería otro más de tantos que ocurren. Otra separación marcada por kilómetros de distancia. Muchos. Demasiados. En otro continente quizá, quién sabe si con mar. Por aquí es algo habitual ese apagón. No avisa su llegada. No tiene ni fecha ni hora establecida. Ni siquiera un puerto donde atracar. No se necesita licencia para cruzar fronteras y mucho menos hay documentos oficiales firmados. Simplemente todo se vuelve negro y la yugular deja de tener pulso. El dedo índice se queda inerte sin ningún cactus con el que pincharse porque pasará a ser la lánguida piel de un bebé neo nato que llorará y crecerá a más de mil kilómetros de mí, quién sabe si con mar.
Y ahí estábamos con los ojos cerrados, aspirando los últimos retozos del azufre que quemaba la bóveda del cielo. Ahí estábamos memorizando huellas digitales esperando el apagón.
¿Ha pasado ya? me preguntó.
Me sigue pinchando tu barba.
No puedo prometer que me afeitaré.
No te pedí que lo hicieras.
¿Faltará mucho?
Le mandé a callar poniendo mis labios con los suyos. Su saliva tenía sabor a despedida y a mí se me congeló la yugular. No le dije nada para no asustarle. Supe que el apagón estaba próximo. Nos quedaba poco tiempo. Y no sabía qué decirle. Supuse que el silencio y mi mano acariciando su cara serían más que suficientes para memorar el momento previo al apagón. No era la primera vez. Otros vinieron. Distintas caras, con distinto pelo. Pero siempre eran él. Al final nos encontrábamos. Recorría los kilómetros a la redonda sin descanso, cada palmo de ciudades y aldeas, cada centímetro cúbico de cada trocito de mar. Todo, hasta dar con él. Daba igual los años que pudieran pasar. A veces éramos dos ancianitos que resoplábamos cansados en un par de mecedoras viejas y roídas en cualquier porche o residencia, hablábamos idiomas distintos y no nos entendíamos apenas, pero nos bastaba cogernos de la mano en silencio y saber que la búsqueda había terminado.
Después del apagón, el cielo vuelve a lucir su azul cerúleo bien brillante en lo alto de la bóveda y se borran las pistas. Encontrarle era una condena meticulosa tan entretenida y complicada como hallar agua en los desiertos.
¿Cómo podré reconocerte otra vez? le dije.
Me levantó la cara para obligarme a abrir los ojos. Encontré sus pupilas justo en el centro microscópico de las mías y me respondió muy serio:
Los cactus siempre pinchan por algún lado.

Entonces, todo se volvió negro. Sus pupilas se borraron de las mías. El pulso paró de latir. Dejó de oler a azufre y se borraron las señas. El contador de kilómetros se puso a cero otra vez y en alguna playa de algún continente remoto se escuchó el llanto de un bebé al nacer. 

viernes, 21 de junio de 2013

Ventanales de bolsillo


Lua descubrió que le gustaba demasiado asomarse a la barandilla de los balcones (cuántos más altos mejor) el mismo día que su marido le dio un beso en la frente antes de irse al trabajo. Esperó a las ocho en punto para despertar a sus hijos y prepararles para ir al colegio. Las mochilas con sus libros y los materiales del día en orden y bien colocados. La bolsa de gimnasia en el lado derecho del bolsillo grande justo al lado de los apuntes de mates. Los dibujos de plástica en sus fundas transparentes y pintados con ceras blandas. El almuerzo, toca fruta con sándwich de pollo. Esperó a que sonara la sirena del colegio y chirrió neumáticos calle abajo, todavía con el beso pesándole en la frente. A las dos clavadas debía estar la comida en su punto encima de la mesa. Ni fría ni caliente, con el mantel blanco por favor. Los niños se quedaban en el comedor y luego inglés y tenis. Mecanografía y kárate, los lunes. Mientras tiraba calle abajo, pensó en el beso en la mejilla de su marido de las dos de la tarde. Le dieron escalofríos. Lo imaginó sentándose frente al mantel blanco ajustándose la servilleta en el nudo de la corbata cogiendo el tenedor y preguntando por el menú del segundo plato. Se levantaría de la mesa dejando la servilleta arrugada sobre el plato vacío y le daría otro beso en la frente mientras se estuviera ajustando el nudo de la corbata otra vez. Habrían comido en silencio, con la única compañía del tintineo de los cubiertos al rozar con la loza de la vajilla y del sonido de las mandíbulas al masticar. Si le faltó alguna vez sal al guiso, Lua nunca lo supo.
Debía ir al supermercado, hacía falta aceite y algunas cebollas para el sofrito. Si veía esas galletas de chocolate que tanto les gustaba a los niños, quizá les compraría un paquete para merendar. Llegarían hambrientos del tenis y se las comerían sin destapar ni el envoltorio. Cogió un carrito y comenzó a pasear por los pasillos de la verdura. Cebollas, prietas y a buen precio. Pasillo de las galletas. Las preferidas de los niños. Se quedó mirando el carro y fue como una autómata hacia la caja. Le picaba la frente justo en el lugar del beso. Había cola. Miró el reloj. Era tarde, quizá no tendría la comida a las dos en punto. El plato estaría caliente. No habría beso en la frente, si no un portazo. La cola de la caja no se movía. Un código de barras que no quería leerse por los infrarrojos. Las manecillas avanzaban y las dos cada vez estaban más cerca. Pensó en barandillas de balcones y en vientos descarados que agitaban los flequillos. Pensó en asomarse. Necesitaba mirar al vacío. Por fin, llegó su turno en la caja. Lua puso toda su compra en la cinta transportadora negra. Continuaba asomada a la barandilla del balcón cuando la cajera hacía pitar las cebollas por el escáner. Entonces, Lua agarró con fuerza su bolso y salió corriendo hacia la calle dejando toda su compra en la cinta transportadora. No miró atrás y le importó bien poco la cara de asombro de la cajera y de los encogimientos de hombros en la cola. Salió y tomó aire a bocanadas como si hubiera estado con la cabeza bajo el agua más de un minuto. Llegó hasta el coche y volvió a chirriar ruedas en el asfalto en dirección a ninguna parte. Desabrochó el reloj de su muñeca izquierda y lo tiró por la ventanilla. Salió de la ciudad y pensó en algún lugar con balcones. Lamentó no haber pasado por casa para darse una ducha y frotarse la frente. Pero no daba tiempo. El acelerador la subía al balcón más alto. Y no sabía si tenía barandilla.
Detuvo el coche al borde de un acantilado, o lo que viene siendo lo mismo al pie de una azotea de dieciocho pisos. Subió corriendo los peldaños de la escalera de incendios del edificio. Solo se detuvo en el último escalón antes de abrir la puerta que conducía a la terraza de antenas y chimeneas metálicas de calefacciones. Tomó aire otra vez llenando al máximo su caja torácica, se atusó el pelo como si hubiera un príncipe azul esperándola entre los cables de luz que serpenteaban por el ático. Salió al exterior y una ráfaga de viento le removió el flequillo. Corrió al borde de la azotea tapiada con una especie de muro que le llegaba por la cintura. Se asomó a la calle y miró abajo. Los coches se veían pequeños como los de juguete de sus hijos. Pensó en ellos y en estar en casa para cuando llegaran del tenis. Le picó la frente y un pellizco en el pecho la hizo aferrarse más fuerte al borde del muro. Ahí abajo las personas caminaban con sus prisas repicando sus suelas de zapatos sobre las aceras como si quisieran dejar una huella, una pista para el siguiente, un legado para el próximo. Pero Lua quería desaparecer, sus suelas de zapatos no habían marcado ningún camino y ni siquiera en su casa le seguían los pasos. Era un ser invisible tocado con el don de beatitud de una buena ama de casa. Le gustó mirar hacia abajo y sentir el desafío de la gravedad. Pensó en la oficina de la planta veinte del edificio donde trabajaba su marido. Ella antes había estado en esa planta, mirando desde lo alto a través del ventanal. La luz del sol en la cara, los coches todavía eran más pequeños, pero no tenía con qué compararlos. El cristal de la ventana le daba la seguridad necesaria y la protegía del sonido de las suelas de zapatos de los demás. Sus tacones resonaban con fuerza y amortiguaban el escándalo del trote de los mocasines. Era feliz. Y nunca había pensado en balcones ni en comprar cebollas prietas. Echó de menos no tener un ventanal en el bolsillo para instalarlo cómodamente en el borde del muro de aquella azotea del piso dieciocho y mirar por él para volver a sentir los rayos de sol a través de un cristal y saber si aún la protegería. Saber si era capaz de borrar los besos en la frente. Pero a falta de ventanales que la detuvieran en su caída y a falta de agallas para lanzarse al vacío. Lua soltó un grito que retumbó los cristales de los edificios de la manzana. Se sentó en el suelo apoyando su espalda al muro de sus propias lamentaciones y se abrazó a las rodillas para encharcarlas en lágrimas de rabia.
No supo cuánto tiempo estuvo ahí. Pero alguien la zarandeó por el hombro y levantó la vista hacia ese alguien que la llamaba. Lua tenía el flequillo pegado a la frente. Delante de ella estaba su marido.
Lua, ¿qué estás haciendo aquí?
Lua se apartó el flequillo de la frente.
¿Cómo me has encontrado?
Te vi desde mi oficina, está justo enfrente.
Lua parpadeó un par de veces intentando pensar.
Aún no me has contestado, ¿qué haces aquí arriba?
Buscaba un ventanal de bolsillo.
¿Cómo?
Da igual.
Por cierto, me llamó la cajera del supermercado. Me dijo que te dejaste la compra en la caja y saliste corriendo. ¿Qué te pasa, Lua?
¿Cómo sabía la cajera tu número?
Su marido dudó antes de contestar. Pero Lua nunca escuchó la respuesta. Antes de dejar su huella particular en la acera, observó los coches cómo crecían de tamaño conforme su vuelo se agotaba y supo que sus hijos pronto ya no necesitarían los coches de juguete.

miércoles, 15 de mayo de 2013

8 mm


A mi padre le gustaba la vida de Lean Bradly. Un personaje de novela que siempre leía a escondidas. No le gustaba que le vieran leer. No se centraba decía. Buscaba la penumbra de un flexo oxidado que dibujaba la débil silueta de su vieja mecedora de madera hasta altas horas de la noche. Lean Bradly era un cowboy del desierto texano con sombrero de paja y rama de trigo entre los dientes. Yo también leía sus aventuras de rancho a escondidas, cuando mi padre se quedaba dormido en el balanceo de la mecedora con el libro abierto y apoyado en el pecho. Se lo quitaba muy despacio deslizándolo de sus manos. Subía al tejado por la escalera de la buhardilla y me iba a las tierras rojas del Colorado y cuidaba las vacas de aquel tipo rudo con mejillas sonrojadas y espaldas anchas. Así me gustaba imaginármelo, como mi padre a veces me explicaba cuando me hablaba de su lejano tío Bradly. Yo sonreía y le observaba dar esa calada llena de satisfacción y parentesco a su cigarro. Mientras, me imaginaba sus pulmones depurando el humo de los alvéolos.
A Lissy Harper le ponía nerviosa que hablara de mi padre. Creí escuchar el estallido de nuestro cenicero de Praga contra la puerta cuando me marché. Arranqué mi Vito destartalada y puse rumbo a la carretera. Pensé en el bebé. Lissy no me dejaría verlo de todas formas. Busqué una emisora de radio que se oyera bien por la autovía y continué con el pie en el acelerador.
Mi padre era muy feliz cuando íbamos al huerto de la abuela. Nunca me lo dijo. No decía nada, pero se le notaba por como inflaba las costillas al respirar. Siempre anheló un rancho con hortalizas y cereales, sería igualito al de Lean Bradly. Comenzó a hacer el diseño del campo justo en el momento que heredó la mecedora de la abuela y se compró el primer ejemplar de novela. En el rancho habría vacas y un caballo negro. Alguna vez me contó que su tío Bradly tenía un caballo pura sangre en el cobertizo y que, no lo había visto, pero ganaba apuestas de la hípica. Un tipo interesante ese tío lejano Bradly, yo sonreía de nuevo y me imaginaba el humo bajar por la garganta.
A mi padre no le conocí ninguna novia. Tampoco le pregunté por mi madre. Nos iba bien así. Los dos. Siempre los dos. Él con su sol texano en la nuca y yo con mis viajes astrales en el tejado. Era divertido. Recuerdo una vez que me llevó a cenar a un restaurante de comida rápida, intentó ligar con la camarera. Me hizo gracia verle flirtear porque ponía esa sonrisa de tipo duro que le tiemblan las rodillas. Estaba guapo. Él me dijo que no funcionó porque la camarera se llamaba Laura y él nunca tuvo buen feeling con ese nombre. Yo prefería llamarlas Lissy Harper. No sé el nombre de mi madre. Pero lo que yo vi es que no sonó el violín adecuado y a la camarera la esperaba un motero fornido en la salida trasera del restaurante.
En otra ocasión, fui yo el que interrumpió lo que en un principio prometía ser un romance romántico a la salida del cine. Ahí no sonreía como el tipo duro del restaurante ni le vi guapo, pensé que solo era amable con la muchacha por simple cortesía. Más tarde entendí, que tuve miedo de que se acabaran el balanceo de la mecedora y las escapadas a la buhardilla.
En la radio no sonaba nada interesante aquella mañana, las noticias daban un zumbido mortecino que me calentaba la cabeza. Giré la ruedecilla del buscador de emisoras, me hubiera conformado con cualquier guitarra country. Me apetecía escuchar country. Pero no. Lástima que no llevara ningún casete en la Vito. Aún así, no apagué la radio. La inercia de mi viaje sin rumbo, me hizo pararme en la huerta de la abuela. Ya no había nadie allí, hasta las tierras se habían cansado de producir berenjenas. La casa de campo no era más que un cobertizo de ladrillo rojo cubierto de polvo y soledad.
Aparqué la Vito justo en la entrada embarrada y dejé que la brisa de la nostalgia me llenara los pulmones y pensé en los alvéolos de mi padre. Me di cuenta que había inflado las costillas como lo hacía él. Sonreí y caminé hacia el viejo alcornoque que yo mismo planté cuando tenía cuatro años y que creció fuerte y robusto bajo la supervisión de mi abuela y mi padre. Era mi lugar de refugio cuando quería pensar. Bajo su sombra construí una cruz de madera en simbología de la tumba de mi abuela y posteriormente de mi padre. Sus cuerpos no yacían bajo esas tierras pero a mí me era más fácil velarles desde ahí. Me senté y acaricié la madera marrón y carcomida de la cruz. Estuve así un buen rato. Callado. Pensando en el bebé. Lissy Harper no me dejaría verlo. Me hubiera gustado saber cómo se llamaba mi madre, pero nadie me lo dijo. Tampoco yo pregunté, estuve muy bien con mi padre. Los dos. Tejado y sol texano sobre la piel desde la huerta de la abuela. Era un niño con un alcornoque que daba mucha sombra pero ningún fruto comestible. Me sentí culpable por no haber escuchado a mi abuela cuando me pidió antes de morir que cuidara de la huerta y que no la dejara perder. Miré a mi alrededor y la sensación de abandono me pellizcó en el esternón. El alcornoque agitó sus hojas mecidas por el mismo viento que inflaba las costillas de mi padre. Suspiré resignado y me levanté del barro de las tumbas espolsándome los vaqueros dándome azotes en el culo. Entré en la casa y fui directo hasta el dormitorio de mi padre. Me senté en su cama, todavía mantenía la colcha de que le había bordado la abuela intacta y bien estirada sobre el colchón. Abrí los cajones de la mesilla y me puse a curiosear con los papeles que mi padre siempre guardó con recelo. No había mucho interesante la verdad, facturas y alguna que otra nota amorosa a chicas llamadas Laura. Pero entre todos esos recortes arrugados y amarillentos encontré algo que me hizo contener la respiración en mitad de la garganta. Era una postal. Una postal de algún estado americano de tierras rojas y desérticas. Estaba escrito en inglés y no entendí mucho. Pude traducir la última frase escrita por una mano basta y trazado amplio y rudo afirmar que deseaba poder ver pronto a su amigo y firmaba con el nombre de L. Bradly. Guardé la postal en el bolsillo trasero de mis vaqueros. Salí de casa y monté en la Vito con una convicción muy grande latiendo en el mismo centro de mi pecho. Arranqué el motor, pero no encendí la radio. Fui a la oficina de correos y pedí un sobre. La funcionaria rociada con colonia barata puso un sello para el extranjero. Salí de allí satisfecho, incluso deseé poder llevarme un cigarro a la boca. Lástima que nunca fumé. El siguiente paso estaba claro. Llegué hasta la casa de Lissy Harper y toqué el timbre con suma calma. Cuando Lissy me abrió pude ver en el suelo todavía llorando a nuestro cenicero de Praga. La miré a los ojos, los tenía vacíos en algún punto de su vida abandonados. “¿Qué quieres?” Me dijo cortante. Tragué saliva y respondí inflando las costillas: “Vengo a llevarme al bebé a conocer a su tío Bradly”.