A
los cuatros años di el primer susto a mi familia cuando anuncié que una lechuza
blanca con pecas había venido volando y se había posado en la ventana del
salón. Mi padre se tragó el cigarro encendido y yo fui a la cocina a por migas
de pan para la lechuza. Mi madre ni siquiera se giró para mirarme aferrada al
cucharón del puchero dando vueltas al guisado con la misma velocidad como si
espesara chocolate caliente.
La lechuza dejó una ramita de árbol
a cambio de las migas de pan, abrió sus enormes alas blancas y pecosas y
desapareció volando entre los edificios con la misma majestuosidad con la que
había venido. Le enseñé la ramita a mamá y la guardé en mi cuarto pensando en
mostrarle semejante tesoro al tío Carlos.
Los sábados era el día del guisado
en casa, a mi padre le sonreía el bigote con solo olerlo y las mellizas iban al
centro a comprar sus trapitos como decía mi madre. Cuando las mellizas llegaban
tarde había gritos y golpes con los cubiertos sobre la mesa. A mi padre se le
agriaba el guisado o eso decía él. Aquel sábado en el que la lechuza vino a
posarse a nuestra ventana, las mellizas llegaron más tarde que otros sábados,
sin embargo, ese día no hubo gritos ni ruido metálico de cubiertos violentados.
Silencio y miradas de soslayo a la ramita que me había empecinado en sacar de
mi cuarto para que nos acompañara en el guisado como un miembro más de la
familia descansando tumbada sobre la servilleta.
A mi padre se le agrió igualmente el
guisado cuando sonó el teléfono en mitad de la comida. Mamá descolgó:
—Es el tío Carlos —dijo —se
ha caído de un árbol mientras lo podaba. Está muy grave.
Instintivamente, miré con oprobio a
mi ramita y la partí en dos sobre la mesa. Esa tarde me quedé en casa bajo la
vigilancia de las mellizas, mientras mis padres iban de carreras al hospital.
Le conté a Clara, una de las
mellizas, mi episodio con la lechuza y la ramita partida en dos en la mano.
—Buena la has hecho, enano. Esa lechuza era del
tío Carlos cuando era pequeño. La tenía en la casa de campo de los abuelos hasta
que un cazador atolondrado le disparó a bocajarro porque la había confundido
con una liebre. ¡Una liebre!
Mis padres regresaron a casa muy
abrazados y sorbiendo mocos. Tío Carlos había fallecido.
El segundo susto vino a los seis
años y medio. Tocaron al timbre y yo fui a abrir corriendo por el pasillo
adelantando a mi madre. Para nuestra sorpresa, al otro lado de la puerta no
había nadie.
—Se habrán equivocado —sentenció
mamá.
Mi madre volvió a los platos y yo al
salón para hacer mis deberes. Al regresar, descubrí sentado en el sillón de
papá a un hombre de pelo blanco con un palito de regaliz en la boca. Me saludó
con la mano con total calma y naturalidad como si estuviera en su casa y su
sillón. Me acerqué a él y le pregunté quién era, el hombre sonrió, me dio un
beso en la frente y me alborotó el flequillo con la mano. Mi madre entró al
salón:
— ¿Con quién hablas, hijo?
Se lo dije y a mi madre se le
cayeron los platos al suelo.
Clara se rió de mí cuando mamá le
contaba a mi padre el suceso entre hipidos y sorbos.
—Buena la has hecho, enano. Ese hombre es el
abuelo Martín, murió mucho antes de que tú nacieras.
Esa misma noche llamó la tía Meli,
hermana de mamá, para decirnos que la abuela Felisa había muerto después de
cenar sentada en su sillón.
A partir de ese día cambiaron muchas
cosas en casa. Mis padres me miraban con la misma inquietud con la que se mira
la cuenta atrás de un contador colocado en una bomba. Esperaban en vilo a que
anunciara el siguiente susto y detonara en nuestra familia. Al tercer susto, la
ansiedad de la espera se convirtió en miedo por saber quién sería el siguiente.
Las miradas pasaron del estupor y el desconcierto al pavor más ridículo. Mi
madre estaba al borde del colapso, a mi padre ya no le gustaba el guisado y yo
decidí callarme para no dar más sustos. No volví a hablar. Clara venía a
arroparme por las noches y se colaba un ratito en mi cama, era la única que
conseguía sacarme susurros hasta que me quedaba dormido apoyado en su hombro.
Fue divertida mi etapa de mutismo.
Pronto aprendí a hacerme entender sin necesidad de abrir la boca, mi madre se
apresuraba demasiado tan aterrada de acercarse a mí que me parecía patético y
gracioso a la vez. No quise aprovecharme de la situación y convertirme en un
niño caprichoso y pedigüeño. Los nervios crispados de mamá me preocupaban de
verdad.
Cuando el teléfono sonó para
anunciar la muerte de la tía Meli, mi madre me miró interrogativa y yo me
encogí de hombros, mientras mi abuela Felisa me acariciaba la nuca sentada
junto a mí.
Pasaron varios años sin sustos, yo
permanecía callado y notaba cómo la felicidad se iba instalando en casa con la
misma lenta eficacia que los brotes verdes surgen entre las cenizas de un
bosque incendiado. Los sábados de guisados volvieron a tener su música de
cubiertos sobre la mesa.
Clara se casó y yo me sentí solo de
verdad en casa, la otra melliza estaba demasiado ocupada encerrada en su cuarto
con un montón de libros sobre el escritorio y únicamente salía a comer en
familia los días del guisado para mirarme con la misma mirada de pánico que mi
madre como si tuviera un hermano extraterrestre. Cuando Clara volvió de luna de
miel, decidí irme a vivir solo, los estudios no eran lo mío y mi padre me
consiguió un trabajo que me daba para vivir y alquilar una buhardilla de medio
pelo en el centro.
Me había acostumbrado tanto al
mutismo y al silencio que en el trabajo creían que era mudo de verdad. Clara
continuaba llamándome cada noche para que le susurrara como cuando éramos
niños. Una de esas noches llamó más pronto que de costumbre:
—Buena la has hecho, enano.
Y la comunicación se cortó. Intenté
llamar de nuevo, pero saltó el buzón de voz. Justo en ese instante tocaron a la
puerta golpeando con los nudillos de un puño. Fui a abrir; al otro lado no
había nadie. Asomé la cabeza a lo largo del descansillo buscando a alguien
inútilmente y algo crujió bajo la suela de mi zapato: una ramita partida en
dos.
Cogí la primera chaqueta que encontré
y salí disparado a casa de mi hermana. Toqué al timbre y nadie me abrió,
recordé la llave de emergencia de detrás del buzón y entré en la casa. Clara
estaba tirada en el suelo, había cristales y una escalera volcada. De su cabeza
brotaba sangre. Corrí hacia ella y la cogí de la mano. Tosió con dificultad y
todo su cuerpo se agitó en un calambre líquido.
—Voy a pedir ayuda —atiné a
decirle.
Ella me detuvo sujetando con más
fuerza mi mano.
Alargué el cuello con la intención
de atisbar la calle desde la ventana con la falsa esperanza de que alguien
pudiera vernos. Entonces, vi a la lechuza blanca y pecosa venir volando hasta
posarse en esa ventana. Ahí fui yo quien apretó la mano de mi hermana. Con un
gesto, ella me obligó a acercar mi oreja a su boca:
—No te preocupes, —susurró — el tío Carlos está aquí.
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