jueves, 10 de septiembre de 2015

Días mudos

A los cuatros años di el primer susto a mi familia cuando anuncié que una lechuza blanca con pecas había venido volando y se había posado en la ventana del salón. Mi padre se tragó el cigarro encendido y yo fui a la cocina a por migas de pan para la lechuza. Mi madre ni siquiera se giró para mirarme aferrada al cucharón del puchero dando vueltas al guisado con la misma velocidad como si espesara chocolate caliente.
            La lechuza dejó una ramita de árbol a cambio de las migas de pan, abrió sus enormes alas blancas y pecosas y desapareció volando entre los edificios con la misma majestuosidad con la que había venido. Le enseñé la ramita a mamá y la guardé en mi cuarto pensando en mostrarle semejante tesoro al tío Carlos.
            Los sábados era el día del guisado en casa, a mi padre le sonreía el bigote con solo olerlo y las mellizas iban al centro a comprar sus trapitos como decía mi madre. Cuando las mellizas llegaban tarde había gritos y golpes con los cubiertos sobre la mesa. A mi padre se le agriaba el guisado o eso decía él. Aquel sábado en el que la lechuza vino a posarse a nuestra ventana, las mellizas llegaron más tarde que otros sábados, sin embargo, ese día no hubo gritos ni ruido metálico de cubiertos violentados. Silencio y miradas de soslayo a la ramita que me había empecinado en sacar de mi cuarto para que nos acompañara en el guisado como un miembro más de la familia descansando tumbada sobre la servilleta.
            A mi padre se le agrió igualmente el guisado cuando sonó el teléfono en mitad de la comida. Mamá descolgó:
Es el tío Carlos dijo se ha caído de un árbol mientras lo podaba. Está muy grave.
            Instintivamente, miré con oprobio a mi ramita y la partí en dos sobre la mesa. Esa tarde me quedé en casa bajo la vigilancia de las mellizas, mientras mis padres iban de carreras al hospital.
            Le conté a Clara, una de las mellizas, mi episodio con la lechuza y la ramita partida en dos en la mano.
Buena la has hecho, enano. Esa lechuza era del tío Carlos cuando era pequeño. La tenía en la casa de campo de los abuelos hasta que un cazador atolondrado le disparó a bocajarro porque la había confundido con una liebre. ¡Una liebre!
            Mis padres regresaron a casa muy abrazados y sorbiendo mocos. Tío Carlos había fallecido.
            El segundo susto vino a los seis años y medio. Tocaron al timbre y yo fui a abrir corriendo por el pasillo adelantando a mi madre. Para nuestra sorpresa, al otro lado de la puerta no había nadie.
Se habrán equivocado sentenció mamá.
            Mi madre volvió a los platos y yo al salón para hacer mis deberes. Al regresar, descubrí sentado en el sillón de papá a un hombre de pelo blanco con un palito de regaliz en la boca. Me saludó con la mano con total calma y naturalidad como si estuviera en su casa y su sillón. Me acerqué a él y le pregunté quién era, el hombre sonrió, me dio un beso en la frente y me alborotó el flequillo con la mano. Mi madre entró al salón:
¿Con quién hablas, hijo?
            Se lo dije y a mi madre se le cayeron los platos al suelo.
            Clara se rió de mí cuando mamá le contaba a mi padre el suceso entre hipidos y sorbos.
Buena la has hecho, enano. Ese hombre es el abuelo Martín, murió mucho antes de que tú nacieras.
            Esa misma noche llamó la tía Meli, hermana de mamá, para decirnos que la abuela Felisa había muerto después de cenar sentada en su sillón.
            A partir de ese día cambiaron muchas cosas en casa. Mis padres me miraban con la misma inquietud con la que se mira la cuenta atrás de un contador colocado en una bomba. Esperaban en vilo a que anunciara el siguiente susto y detonara en nuestra familia. Al tercer susto, la ansiedad de la espera se convirtió en miedo por saber quién sería el siguiente. Las miradas pasaron del estupor y el desconcierto al pavor más ridículo. Mi madre estaba al borde del colapso, a mi padre ya no le gustaba el guisado y yo decidí callarme para no dar más sustos. No volví a hablar. Clara venía a arroparme por las noches y se colaba un ratito en mi cama, era la única que conseguía sacarme susurros hasta que me quedaba dormido apoyado en su hombro.
            Fue divertida mi etapa de mutismo. Pronto aprendí a hacerme entender sin necesidad de abrir la boca, mi madre se apresuraba demasiado tan aterrada de acercarse a mí que me parecía patético y gracioso a la vez. No quise aprovecharme de la situación y convertirme en un niño caprichoso y pedigüeño. Los nervios crispados de mamá me preocupaban de verdad.
            Cuando el teléfono sonó para anunciar la muerte de la tía Meli, mi madre me miró interrogativa y yo me encogí de hombros, mientras mi abuela Felisa me acariciaba la nuca sentada junto a mí.
            Pasaron varios años sin sustos, yo permanecía callado y notaba cómo la felicidad se iba instalando en casa con la misma lenta eficacia que los brotes verdes surgen entre las cenizas de un bosque incendiado. Los sábados de guisados volvieron a tener su música de cubiertos sobre la mesa.
            Clara se casó y yo me sentí solo de verdad en casa, la otra melliza estaba demasiado ocupada encerrada en su cuarto con un montón de libros sobre el escritorio y únicamente salía a comer en familia los días del guisado para mirarme con la misma mirada de pánico que mi madre como si tuviera un hermano extraterrestre. Cuando Clara volvió de luna de miel, decidí irme a vivir solo, los estudios no eran lo mío y mi padre me consiguió un trabajo que me daba para vivir y alquilar una buhardilla de medio pelo en el centro.
            Me había acostumbrado tanto al mutismo y al silencio que en el trabajo creían que era mudo de verdad. Clara continuaba llamándome cada noche para que le susurrara como cuando éramos niños. Una de esas noches llamó más pronto que de costumbre:
Buena la has hecho, enano.
            Y la comunicación se cortó. Intenté llamar de nuevo, pero saltó el buzón de voz. Justo en ese instante tocaron a la puerta golpeando con los nudillos de un puño. Fui a abrir; al otro lado no había nadie. Asomé la cabeza a lo largo del descansillo buscando a alguien inútilmente y algo crujió bajo la suela de mi zapato: una ramita partida en dos.
            Cogí la primera chaqueta que encontré y salí disparado a casa de mi hermana. Toqué al timbre y nadie me abrió, recordé la llave de emergencia de detrás del buzón y entré en la casa. Clara estaba tirada en el suelo, había cristales y una escalera volcada. De su cabeza brotaba sangre. Corrí hacia ella y la cogí de la mano. Tosió con dificultad y todo su cuerpo se agitó en un calambre líquido.
Voy a pedir ayuda atiné a decirle.
            Ella me detuvo sujetando con más fuerza mi mano.
            Alargué el cuello con la intención de atisbar la calle desde la ventana con la falsa esperanza de que alguien pudiera vernos. Entonces, vi a la lechuza blanca y pecosa venir volando hasta posarse en esa ventana. Ahí fui yo quien apretó la mano de mi hermana. Con un gesto, ella me obligó a acercar mi oreja a su boca:

No te preocupes, susurró — el tío Carlos está aquí. 

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