Nos
prometimos un fin de semana de vino y olor a fresas. Y solo olí a
marihuana y cerveza. Nos encerramos con la vil escusa de corregir su
novela, pero los dos sabíamos que no se abriría el dossier de
encima de la cómoda y follaríamos como perros hasta que le diera el
latigazo en la espina dorsal y luego explotara en un tremendo dolor
de cabeza. Un ibuprofeno y volvería a la carga, esparciendo su
semen sobre mí. Mientras, yo guardaría intacta la caja de fresas
bajo la cama.
La
brisa del mar me traía olores de pescado, varados en algún puerto
de gaviotas encarnizadas y de aguas aceitosas y oscuras. Hacía
funambulismo sobre la cadena oxidada de ese puerto marchito cogida de
su mano, mientras él me vendía promesas de rojos atardeceres. Pero
continuaba oliendo a cerveza y se mezclaba con las gaviotas y sus
pescados podridos. Las algas se dejaban morir en algún lugar del
hormigón y aún tuve la esperanza de buscar fresas entre sus
hilachos.
El
dossier encima de la cómoda. El colchón se agitaba a las cuatro de
la mañana. Después de la descarga, un eructo y un paseo a la
nevera para pillar una birra. Para el ibuprofeno, dijo. Oí cómo se
calentó la china en el balcón y tardó un rato en volver a la cama.
Me hice la dormida cuando se metió entre las sábanas de nuevo y
comenzó a acariciarme las tetas.
—Sabes
que te quiero, ¿no, nena?
Sonreí.
—¿Te
apetece salir esta tarde?
Le
dio saliva al papelillo.
—¿Quieres
hacer algo? —me
preguntó levantando una ceja con el cigarrito pegado en la lengua.
—Algo
que suela hacer una pareja, ¿cine?
—Creo
que el Janco estará por el centro comercial. Así le pillo algo, que
se me está gastando la manteca.
—Y
de paso, vemos la peli.
—Podría
hacerse así.
Recuerdo
que carraspeé antes de contestar con la suma calma que pude reunir.
—Mejor
queda tú con el Janco ese en el centro comercial y ya me quedo yo
viendo una de amorisqueos bonitos en la tele.
—¿No
te importa, nena? Quizá nos liemos con las birras, ya sabes cómo es
el Janco.
—Pásalo
bien con tu Janco.
Por
lo menos, cuando salió camino al centro comercial, pude abrir las
ventanas para ventilar el olor a cerveza y porro. Sabía que volvería
muy tarde, o quizá incluso por la mañana. Así que aproveché esa
recién estrenada calma que las algas muertas del puerto me
proporcionaron y salí a pasear para mojarme los pies en la arena.
Tuve la precaución de coger la caja de fresas de debajo de la cama y
llevármela a la playa. Una a una fui sembrando el camino de mis
huellas, solo yo veía su rastro fucsia como las migas de pan de
Hansel y Gretel. Me aseguré de
dejar la caja bien vacía y que no quedara ni una mísera hojita
despistada. Nada. Debía armarme con el mismo valor que de calma
gozaba y regresé
más ligera sin la caja de fresas. Entré en casa y saqué la maleta.
El dossier encima de la cómoda me miraba implorante. Intenté
ignorarle, pero seguía insistiendo con su mirada de gatito huérfano.
No lo pensé, busqué uno de sus tantos mecheros y atenté contra el
dossier. Lo observé imperturbable reducirse a un mojón negro y
humeante. Preferí ese olor a del porro y sus eructos. Tuve la
delicada idea de dejar sobre la cómoda los restos de ceniza. Más a
gusto, terminé de cerrar la maleta y la cargué al brazo. Llegué a
la puerta y justo cuando mi mano se posaba sobre el picaporte, la
puerta se abrió y apareció él
con el tal Janco. Había
cambiado su perfume de cerveza por el de whisky.
—Hola,
nena!
Me
empujó hacia dentro con la
maleta en la mano. Janco y él irrumpieron como ñus en estampida.
Esclafando en risotadas con los ojos inyectados en sangre.
Iban
tan borrachos que ni siquiera vieron la maleta.
—¿Conocías
a mi nena, Janco?
Janco
soltó dos risas de hiena en celo y se relamió dándome un repaso
general de arriba a bajo.
Él
se dio cuenta y debió parecerle morboso. Se acercó a mí y me cogió
por la cintura levantándome en el aire y arrastrándome hacia el
dormitorio.
—Nos
disculpas un momento, ¿verdad
Janco? Quiero
echarle un polvazo rápido a
mi nena.
La
puerta se cerró con un portazo antes de que Janco pudiera articular
sonido alguno. Lo sentí
reducirse a la altura
del gusano de la polilla
a través de la madera
de la puerta. Un
tirón de camiseta me devolvió al dormitorio. Comenzó a morderme el
cuello a apretujarme el sujetador. Intenté quitármelo de encima,
pero estaba demasiado encendido como para apartalo de mí tan
fácilmente. Pataleé, chillé, le arañé la frente. Le
clavé las uñas en los ojos. Me
upó sobre la cómoda y mis manos aterrizaron sobre el mojón negro
de tizne que ya había dejado de humear. Me desabrochaba el pantalón
con las mañas de un preso castigado sin bis a bis. Agarré un puñado
de la ceniza y la apreté fuerte entre mis dedos.
—Abre
la boca, cabrón. Que tengo unas fresas para ti —le
dije.
Aproveché
su lapsus de sorpresa y le metí bien adentro la ceniza en la boca.
Le empujé contra la cama y huí sin mirar atrás. Salí del
dormitorio y encontré a Janco pajeándose en el salón. No le dije
ni pruna, de repente dejó de ser esa larva diminuta a un pescado más
del puerto. Cogí mi maleta y me fui, ignorando los gritos de rabia y
los insultos de puta. Me fui sin
oler a nada. Me
fui. Y
los pies me llevaron a la playa donde las olas se habían tragado las
fresas que yo había echado. Me fui y las gaviotas abandonaron el
puerto de aguas cenagosas. Los pescados durmieron muertos más
tranquilos en sus lechos de hormigón. Me fui prometiendo que nunca
más haría funambulismo en ninguna cadena oxidada, sabiendo que
entre las algas marchitas no crecen fresas y si las hierves, no sale
vino de su néctar salado. Me fui, en definitiva, porque no tomo los ibuprofenos con cerveza y mucho menos me ha gustado la venta al por
menor.