lunes, 21 de enero de 2013

Flores de papel


Flores de papel son lo único que puede germinar bajo los escombros de un edificio derruido. Es difícil encontrarlas cuando a cada lado de la acera hay más y más edificios con los cimientos al aire como en el que me siento a esperar en la cola del banco. Ya es empezar el día con mala sombra mojándose la ropa que tendí por la noche. Ya podrían mojarse las flores. Corrí por las calles que las granadas y los coches bomba devastaron. Las balas de los francotiradores se cuelan por ventanas mudas sin cristales. Las veo pasar y pulverizar vajillas en mesas puestas sin que haya nadie sirviendo el té. Pasan muy cerca de mi oído, emitiendo un zumbido de avispa que me recuerda que la tapa de mis sesos ha tenido suerte esta vez. Las flores germinarán cuando todo esté en silencio, ese silencio ensordecedor que le precede a la explosión. Esa congelada calma que paraliza el mundo y siembra el suelo de semillas con ceniza.
Ya es empezar el día con mala gaita sabiendo que hay un hueco al lado de mi colchón. Ya podría no saber solo a pan el bocadillo de jamón. Creo que ya sé por qué estoy en la cola del banco. Los francotiradores no la iban a hacer daño a ella. Era la única que tenía licencia para pasear por las calles sordas de polvo gris y fuegos fatuos. Entiendo que tuviera miedo de todas formas. A ella le iban más los rascacielos de espejos pulidos y las flores resignadas que decoran despachos elegantes e insulsos. Yo tengo el alma en ruinas y una planta de maría en la terraza. Nada que ver. Ya es empezar el día con mal pie peleando con una niñata punki que ha tirado el envase de un litro al matorral. Mierda de conciencia social y libertad de expresión. Y la cola del banco que no se mueve. Delante hay un hombre que está haciendo la consulta con el futurólogo o algo así. Si, total, ya es mala pata saber lo que nos depara el futuro. Demasiado hueco en el colchón y un montón de facturas, que esto no se alivia ni con un flamenquillo tocado con yembés y darbukas. Los bombardeos ya suenan lejos de mis fronteras y la alarma de la amenaza nuclear señala que no habrá flores dentro de los búnquers. Han destruido el faro que guiaba a los barcos por las noches, ella se llevó la última bombilla de recambio.
Un niño solitario y la cara manchada de tizne juega con una pelota pinchada y abollada. Me mira con la sonrisa cabrona de saber más que yo. Y me pisará las flores, lo veo venir. Pero me fijo en su camiseta y lleva escrita su vida en la dorsal. Violaron a su madre mientras él miraba y se escondía en el armario pensando en campos con vacas y ranas, tapándose los oídos para no oír los gritos de su madre. El armario crujió y los militares dispararon. El zumbido de la bala se llevó el tímpano derecho. Ahora la pelota abollada no puede jugar al baloncesto porque sus rebotes no son firmes, un francotirador podría verla y rebajarla a la altura de plato de loza de la cocina donde se quedó esa madre sirviendo el té con las bragas manchadas de sangre y una herida en el cuello. El niño me mira con esa sonrisa cabrona pero ya sé que no es con malicia, me dice que ya me queda poco para llegar a la caja número dos y pagar la factura. Es lo que tienen los escenarios de guerra, que no gusta verlos, no gusta pisarlos, nadie los quiere reconstruir. La gente coge sus petates llenos de recuerdos inútiles y emigra a otros edificios que tengan los cimientos enterrados. Pero a mí no me llevaron, me quedé sentado encima de un monolito descorchado escuchando el silencio, viendo los resplandores de las explosiones lejanas. Y con la musiquilla de las ametralladoras resoplando en la sesera. Necesitaría un francotirador. Pero ya es empezar el día con mala leche sabiendo que la ciudad en guerra queda muy lejos del banco. El siguiente, por favor. Y ese soy yo. Me levanto y miro a través de la trinchera. La cajera ya podría peinarse un poco mejor, seguro que la niñata punki del litro tiene más estilo cuando va emporrada. Pero sonrío y pregunto por la floristería más cercana. A fin de cuentas, ya es malo comenzar el día con calderilla en los bolsillos pero no peor que terminarlo solo en un colchón de muelles. Tendré que reconstruir yo solo la maqueta de mi alma. He de contarle que los francotiradores levantaron la bandera blanca y que las flores de papel son lo único que puedo ofrecerle.

martes, 15 de enero de 2013

Sobre ruedas


Lo que más me dolió cuando abrí los ojos, fue tener que cruzarme con la mirada de Vera y tragar el sofoco o un gesto de pena ante la explicación del médico de que no volvería a caminar. Pero Vera se mantuvo impasible, recta sobre su espina dorsal con la chaqueta abrazada entre los brazos debajo del pecho mirándome sin ninguna expresión, respirando con calma sintetizando la nueva situación que se nos brindaría desde entonces. Llegué a casa en una flamante silla de ruedas. Vera sonrió y dijo que sería como tener un fórmula uno doméstico. Al principio era todo novedad, los ejercicios de gimnasia pasiva por las noches, aprender a meterme en la bañera, subir y bajar de la taza del váter, caminar por las aceras y usar los pasos de peatones correctamente. Vera no me dejó solo ni un instante. Me ayudaba a vestirme, le gustaba empujar mi silla de ruedas cuando salíamos a dar un paseo, a veces se ponía muy severa con los ejercicios nocturnos pero decía que era por mi bien y yo aguantaba el chaparrón, hasta ideé un sistema compatible con mi silla para conseguir una mopa motorizada y me sentía menos carga para ella. Vera siempre tenía una sonrisa preparada para mí y nunca se quejó. Sus ganas y esfuerzos por apoyarme al máximo impidieron que yo perdiera la paciencia y los ánimos de vivir ante mi repentino cambio de rutina. Todo fue mejor de lo que pude esperar. Hasta que, un día, me atreví a dar un paseo solo por la calle, Vera tenía trabajo y yo me asfixiaba en casa. Así que salí. Despacito en la jungla de asfalto y bordillos rotos, coches mal aparcados y huecos estrechos, pero aunque sonora a odisea, me pareció divertida la carrera de obstáculos y me tomé el paseo como un triatlón. Volví después de no sé cuánto tiempo, la verdad, pero fue el suficiente como para preocupar a Vera y entré en casa con cierto sigilo de niño que no ha roto un plato. Me sorprendió que Vera no saliera a recibirme para ayudarme y me quedé muy atento escuchando el silencio. Y el silencio me devolvió unos gemidos agudos de gata en celo mordidos por una toalla desde el baño. Se me hizo una pelota en el estómago y no tuve apenas fuerzas para mover mi silla hacia la puerta del baño que estaba entornada. Los gemidos eran claros, Vera estaba ahí dentro. Llegué hasta el umbral y esperé un poco antes de empujar la puerta y pillar a Vera con otro hombre encima del lavabo, tragué saliva para hacer idea a la truculenta imagen que me enfrentaba. Abrí. Y no había nadie montando a Vera. Ella se lo estaba montando sola dentro de la tina. Vera se puso muy roja nada más verme, recuerdo que oí cómo su corazón dejó de latir durante un tiempo muerto, un instante de cámara lenta en la que se apreciaba la colisión exacta de las burbujas de jabón en el suelo. Luego palideció hasta el extremo de la vergüenza. Menos mal, que yo estaba sentado, si no hubiera caído redondo ante el bochorno. Me mareé. Y no por el escándalo de que Vera pudiera masturbarse, cuántas veces no habíamos jugado juntos a eso, fue por la tremenda desolación que sentí al haber olvidado a Vera y sus necesidades. Había estado tan centrado en mi gimnasia pasiva y mis adiestramientos sobre alcantarillas abiertas, tan absorto en la aclimatación de mi nueva vida, que no caí en la cuenta de que durante todo ese tiempo había estado conjugando mis y dejado de lado los para tis. Y me dolió mucho más esa situación que el día que le dijeron a Vera que no volvería a caminar. Su mirada con rubor en las mejillas, me quemó más que la sierra que sesgó los nervios de mi columna. La sonrisa que siempre me estuvo dedicando con el mejor de los cariños, se borró para dar paso a una carrera desnuda por el pasillo y encerrarse en el dormitorio a llorar. No me atreví a decirle nada. Ella tampoco me habló. Esa noche no hubo ejercicios nocturnos. Ni al día siguiente, ni al otro. Yo continuaba pasando la mopa enganchada a la silla para decirle de alguna manera que entendía su desasosiego, que todo era como antes. Pero a quién podía engañar, no era como antes, sería un iluso si lo creyera realmente. Como antes, sería poder salir a bailar con Vera, que le encanta la salsa y el hip-hop. Como antes, sería poder ir a escalar y recuperar nuestras excursiones y los descensos por los ríos en canoa. Las noche de acampada en cuevas. Chapuzarnos al mar desde lo alto de un acantilado y escuchar la risa de Vera y sus gritos nerviosos del vértigo por la impresión de la caída. Como antes, sería, admitámoslo, poder pegarle el polvo de su vida y recuperar nuestros más divertidos y sucios juegos eróticos. Todo eso se había ido, borrado como una ventolera alisa las huellas en la arena. Esfumado como mis erecciones, ya no recordaba ni cuándo fue la última vez que se me puso dura. Pensar en el bienestar de Vera me produjo noches de fiebre y vigilia. Me retorcía en las sábanas cada vez que la escuchaba morder la almohada. Había estado muy ciego todo ese tiempo en el que aprendía a ser otro. Una mañana me armé de valor y le pregunté que porqué continuaba a mi lado. Ella me miró como la vez del hospital, solo que esa vez no llevaba una chaqueta sino un paño de cocina entre los brazos y me contestó muy solemne:
Porque te quiero.
No hubo más conversación y por la noche me ayudó a flexionar las rodillas. Me percaté del leve aroma masculino que a veces traía de la calle. Me fijé que había dejado de morder la almohada por la noche y yo pude dormir. Aunque quizá pudieran dolerme más los prejuicios que la desazón de Vera y sus miradas impertérritas, aprendí a vivir con ello como aprendí a manejar la silla de ruedas. Así que, una noche suspiré hondo y le pedí a Vera que me enseñara a hacerme a mí mismo la gimnasia pasiva. ¿Por qué? Me preguntó. A ella le gustaba hacerlo. La miré con atención para estudiar cada mueca de su cara, cada perfil de sus rasgos, aspiré para tomar su olor y guardarlo bien en el desván de la memoria. Y entonces le respondí:
Porque te quiero.

lunes, 14 de enero de 2013

Parches de ojos


Las crías de los gigantes quieren volar, mientras que las mariposas vuelan con torniquetes en las alas. Miro por el ojo de buey y recuerdo que me duele el dedo pequeño del pie derecho. Fue por correr. Oigo tus gorgoritos al dormir, se me ocurre el ruido del fuelle de la respiración asistida. Deberías dejar de fumar. Los vecinos han roto sus almohadas y están nevando plumas. Echo de menos las burbujas del aceite hirviendo, sobre todo esas blancas y violentas que se ciernen alrededor del nugget de pollo. Empecé todo esto siendo un nugget y me dejé engullir por la ebullición. Tengo miedo cuando pienso en el mar en calma. Me da miedo mirar sola por el ojo de buey y no ver más que gaviotas varadas en alquitrán. Las llegué a observar detenidamente sentada sobre el borde de la acera. Eso fue antes de correr. Mucho antes de mi dedo pequeño del pie derecho. Hay que ver cómo duermes y lo fuerte que respiras, pero no seré yo quien te espante el cigarro de la boca. Se ven las plumas caer, flotar inertes con un suave balanceo en su encarnizada lucha contra la gravedad y parece que haga más frío del que realmente marca en los termómetros.
Los duendes que viven dentro de los anillos de los árboles visten botas de fieltro porque si usan terciopelo les pica en los talones. Debería robarles un par un día de estos a ver si consigo quitarme estos pinchazos del dedo del pie. Es que mira que corrí ese día. Huía y no sabía ni de qué. Me pillaste porque paré un segundo para que me estallara el flato en las costillas, descubriste mi punto débil y tiraste del hilo con el cascabel para que subiera al barco. Tengo miedo de llegar a la isla del tesoro y saber que la aventura puede acabar. Tengo miedo que la brújula nos oriente mal en el mapa. Ya anoté una vez unas coordenadas y no me llevaron a otro lugar más que a navegar en círculos. Tardé en darme cuenta de que los timones y las cubiertas de parqué resinado no estaban hechas para mí. Por eso me senté en la acera y me quedé contemplando la inopia de plumas de gaviota. Esta vez, las plumas son diferentes y flotan mucho antes de estornudar. Quiero pensar que es buena señal. Esto me recuerda a los cuentos de piratas con patas de palo y loros raquíticos con piquitos de piñón. Solo que tu no tenías loro ni cojeabas, solo usabas parches en los ojos, qué lástima que no fueran de nicotina. Así tus pulmones no se convertirían en nuggets de pollo cada vez que te vas a dormir. Me hizo gracia darme cuenta que usábamos la misma marca de parches. Creo que por eso me quedé muy quieta en el camarote mientras me hacías mirar la luna por el ojo de buey y me dabas un masaje en el dedo del pie. Pero sigue pinchando. Es que corrí mucho. Has conseguido extinguir el volcán de mi pecho, que durante años estuvo escupiendo lava y gases nobles. Se está bien cuando la gasolina flota sobre las aguas tranquilas. Hacía tiempo que los perros no ladraban canciones por las calles y hasta me apetece curar las vendas de las mariposas.
Las rocas son esponjas que se solidifican con el paso del tiempo. Los anfibios peces que se quedaron a mitad del camino al querer fugarse a tierra firme y nosotros somos dos gotas de ketchup fuera del plato. Tengo miedo a ponerte de lado para que puedas respirar mejor, no quiero despertarte. Porque siento que si lo hago, se romperá el hechizo que la princesa le hizo al pirata y descubrirá que en realidad, fue ella quien ató el cascabel al hilo y quien rajó las almohadas de los vecinos. Los papeles se han invertido y ahora soy yo la que bulle sobre ti, devorándote con violencia. Es una centrifugación tan potente que no me doy cuenta de que no solo muevo tus cimientos, también me arrastro contigo al abismo de las flores de tallo largo clavadas en césped de plastilina. El manto de plumas que densa el ambiente no me deja ver cuánto falta para llegar a la isla. Pero tampoco quiero saberlo. Dejo de mirar por el ojo de buey, me dan igual las gaviotas y lo que tarden en besar el suelo las plumas de oca. Me tumbo a tu lado en silencio con el pie derecho colgando fuera de la cama, me apoyo sobre tu pecho y oigo los gorgoritos de tus pulmones. Me duele pero seguiré comprándote tabaco. No se me dan bien las reformas de hogar. Cierro los ojos y dejo que la brújula haga su propio rumbo y esperaré. Tengo miedo a llegar a puerto y descubrir que hay un volcán en erupción en esa isla, que los gigantes andan enfadados porque sus crías se cayeron de los nidos y que los duendes me reclamen sus botas. Pero me habrá quedado tu abrazo en el barco y los atardeceres naranjas del invierno entre los pinos. Lo único que, quizá, si me dé mucho miedo, será bajar del barco y olvidar sobre el mástil mis parches para los ojos.