martes, 15 de enero de 2013

Sobre ruedas


Lo que más me dolió cuando abrí los ojos, fue tener que cruzarme con la mirada de Vera y tragar el sofoco o un gesto de pena ante la explicación del médico de que no volvería a caminar. Pero Vera se mantuvo impasible, recta sobre su espina dorsal con la chaqueta abrazada entre los brazos debajo del pecho mirándome sin ninguna expresión, respirando con calma sintetizando la nueva situación que se nos brindaría desde entonces. Llegué a casa en una flamante silla de ruedas. Vera sonrió y dijo que sería como tener un fórmula uno doméstico. Al principio era todo novedad, los ejercicios de gimnasia pasiva por las noches, aprender a meterme en la bañera, subir y bajar de la taza del váter, caminar por las aceras y usar los pasos de peatones correctamente. Vera no me dejó solo ni un instante. Me ayudaba a vestirme, le gustaba empujar mi silla de ruedas cuando salíamos a dar un paseo, a veces se ponía muy severa con los ejercicios nocturnos pero decía que era por mi bien y yo aguantaba el chaparrón, hasta ideé un sistema compatible con mi silla para conseguir una mopa motorizada y me sentía menos carga para ella. Vera siempre tenía una sonrisa preparada para mí y nunca se quejó. Sus ganas y esfuerzos por apoyarme al máximo impidieron que yo perdiera la paciencia y los ánimos de vivir ante mi repentino cambio de rutina. Todo fue mejor de lo que pude esperar. Hasta que, un día, me atreví a dar un paseo solo por la calle, Vera tenía trabajo y yo me asfixiaba en casa. Así que salí. Despacito en la jungla de asfalto y bordillos rotos, coches mal aparcados y huecos estrechos, pero aunque sonora a odisea, me pareció divertida la carrera de obstáculos y me tomé el paseo como un triatlón. Volví después de no sé cuánto tiempo, la verdad, pero fue el suficiente como para preocupar a Vera y entré en casa con cierto sigilo de niño que no ha roto un plato. Me sorprendió que Vera no saliera a recibirme para ayudarme y me quedé muy atento escuchando el silencio. Y el silencio me devolvió unos gemidos agudos de gata en celo mordidos por una toalla desde el baño. Se me hizo una pelota en el estómago y no tuve apenas fuerzas para mover mi silla hacia la puerta del baño que estaba entornada. Los gemidos eran claros, Vera estaba ahí dentro. Llegué hasta el umbral y esperé un poco antes de empujar la puerta y pillar a Vera con otro hombre encima del lavabo, tragué saliva para hacer idea a la truculenta imagen que me enfrentaba. Abrí. Y no había nadie montando a Vera. Ella se lo estaba montando sola dentro de la tina. Vera se puso muy roja nada más verme, recuerdo que oí cómo su corazón dejó de latir durante un tiempo muerto, un instante de cámara lenta en la que se apreciaba la colisión exacta de las burbujas de jabón en el suelo. Luego palideció hasta el extremo de la vergüenza. Menos mal, que yo estaba sentado, si no hubiera caído redondo ante el bochorno. Me mareé. Y no por el escándalo de que Vera pudiera masturbarse, cuántas veces no habíamos jugado juntos a eso, fue por la tremenda desolación que sentí al haber olvidado a Vera y sus necesidades. Había estado tan centrado en mi gimnasia pasiva y mis adiestramientos sobre alcantarillas abiertas, tan absorto en la aclimatación de mi nueva vida, que no caí en la cuenta de que durante todo ese tiempo había estado conjugando mis y dejado de lado los para tis. Y me dolió mucho más esa situación que el día que le dijeron a Vera que no volvería a caminar. Su mirada con rubor en las mejillas, me quemó más que la sierra que sesgó los nervios de mi columna. La sonrisa que siempre me estuvo dedicando con el mejor de los cariños, se borró para dar paso a una carrera desnuda por el pasillo y encerrarse en el dormitorio a llorar. No me atreví a decirle nada. Ella tampoco me habló. Esa noche no hubo ejercicios nocturnos. Ni al día siguiente, ni al otro. Yo continuaba pasando la mopa enganchada a la silla para decirle de alguna manera que entendía su desasosiego, que todo era como antes. Pero a quién podía engañar, no era como antes, sería un iluso si lo creyera realmente. Como antes, sería poder salir a bailar con Vera, que le encanta la salsa y el hip-hop. Como antes, sería poder ir a escalar y recuperar nuestras excursiones y los descensos por los ríos en canoa. Las noche de acampada en cuevas. Chapuzarnos al mar desde lo alto de un acantilado y escuchar la risa de Vera y sus gritos nerviosos del vértigo por la impresión de la caída. Como antes, sería, admitámoslo, poder pegarle el polvo de su vida y recuperar nuestros más divertidos y sucios juegos eróticos. Todo eso se había ido, borrado como una ventolera alisa las huellas en la arena. Esfumado como mis erecciones, ya no recordaba ni cuándo fue la última vez que se me puso dura. Pensar en el bienestar de Vera me produjo noches de fiebre y vigilia. Me retorcía en las sábanas cada vez que la escuchaba morder la almohada. Había estado muy ciego todo ese tiempo en el que aprendía a ser otro. Una mañana me armé de valor y le pregunté que porqué continuaba a mi lado. Ella me miró como la vez del hospital, solo que esa vez no llevaba una chaqueta sino un paño de cocina entre los brazos y me contestó muy solemne:
Porque te quiero.
No hubo más conversación y por la noche me ayudó a flexionar las rodillas. Me percaté del leve aroma masculino que a veces traía de la calle. Me fijé que había dejado de morder la almohada por la noche y yo pude dormir. Aunque quizá pudieran dolerme más los prejuicios que la desazón de Vera y sus miradas impertérritas, aprendí a vivir con ello como aprendí a manejar la silla de ruedas. Así que, una noche suspiré hondo y le pedí a Vera que me enseñara a hacerme a mí mismo la gimnasia pasiva. ¿Por qué? Me preguntó. A ella le gustaba hacerlo. La miré con atención para estudiar cada mueca de su cara, cada perfil de sus rasgos, aspiré para tomar su olor y guardarlo bien en el desván de la memoria. Y entonces le respondí:
Porque te quiero.

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