Lo
que más me dolió cuando abrí los ojos, fue tener que cruzarme con
la mirada de Vera y tragar el sofoco o un gesto de pena ante la
explicación del médico de que no volvería a caminar. Pero Vera se
mantuvo impasible, recta sobre su espina dorsal con la chaqueta
abrazada entre los brazos debajo del pecho mirándome sin ninguna
expresión, respirando con calma sintetizando la nueva situación que
se nos brindaría desde entonces. Llegué a casa en una flamante
silla de ruedas. Vera sonrió y dijo que sería como tener un fórmula
uno doméstico. Al principio era todo novedad, los ejercicios de
gimnasia pasiva por las noches, aprender a meterme en la bañera,
subir y bajar de la taza del váter, caminar por las aceras y usar
los pasos de peatones correctamente. Vera no me dejó solo ni un
instante. Me ayudaba a vestirme, le gustaba empujar mi silla de
ruedas cuando salíamos a dar un paseo, a veces se ponía muy severa
con los ejercicios nocturnos pero decía que era por mi bien y yo
aguantaba el chaparrón, hasta ideé un sistema compatible con mi
silla para conseguir una mopa motorizada y me sentía menos carga
para ella. Vera siempre tenía una sonrisa preparada para mí y nunca
se quejó. Sus ganas y esfuerzos por apoyarme al máximo impidieron
que yo perdiera la paciencia y los ánimos de vivir ante mi repentino
cambio de rutina. Todo fue mejor de lo que pude esperar. Hasta que,
un día, me atreví a dar un paseo solo por la calle, Vera tenía
trabajo y yo me asfixiaba en casa. Así que salí. Despacito en la
jungla de asfalto y bordillos rotos, coches mal aparcados y huecos
estrechos, pero aunque sonora a odisea, me pareció divertida la
carrera de obstáculos y me tomé el paseo como un triatlón. Volví
después de no sé cuánto tiempo, la verdad, pero fue el suficiente
como para preocupar a Vera y entré en casa con cierto sigilo de niño
que no ha roto un plato. Me sorprendió que Vera no saliera a
recibirme para ayudarme y me quedé muy atento escuchando el
silencio. Y el silencio me devolvió unos gemidos agudos de gata en
celo mordidos por una toalla desde el baño. Se me hizo una pelota en
el estómago y no tuve apenas fuerzas para mover mi silla hacia la
puerta del baño que estaba entornada. Los gemidos eran claros, Vera
estaba ahí dentro. Llegué hasta el umbral y esperé un poco antes
de empujar la puerta y pillar a Vera con otro hombre encima del
lavabo, tragué saliva para hacer idea a la truculenta imagen que me
enfrentaba. Abrí. Y no había nadie montando a Vera. Ella se lo
estaba montando sola dentro de la tina. Vera se puso muy roja nada
más verme, recuerdo que oí cómo su corazón dejó de latir durante
un tiempo muerto, un instante de cámara lenta en la que se apreciaba
la colisión exacta de las burbujas de jabón en el suelo. Luego
palideció hasta el extremo de la vergüenza. Menos mal, que yo
estaba sentado, si no hubiera caído redondo ante el bochorno. Me
mareé. Y no por el escándalo de que Vera pudiera masturbarse,
cuántas veces no habíamos jugado juntos a eso, fue por la tremenda
desolación que sentí al haber olvidado a Vera y sus necesidades.
Había estado tan centrado en mi gimnasia pasiva y mis
adiestramientos sobre alcantarillas abiertas, tan absorto en la aclimatación de mi nueva vida, que no caí en la cuenta de que
durante todo ese tiempo había estado conjugando mis y dejado de lado
los para tis. Y me dolió mucho más esa situación que el día que
le dijeron a Vera que no volvería a caminar. Su mirada con rubor en
las mejillas, me quemó más que la sierra que sesgó los nervios de
mi columna. La sonrisa que siempre me estuvo dedicando con el mejor
de los cariños, se borró para dar paso a una carrera desnuda por el
pasillo y encerrarse en el dormitorio a llorar. No me atreví a
decirle nada. Ella tampoco me habló. Esa noche no hubo ejercicios
nocturnos. Ni al día siguiente, ni al otro. Yo continuaba pasando la
mopa enganchada a la silla para decirle de alguna manera que entendía
su desasosiego, que todo era como antes. Pero a quién podía
engañar, no era como antes, sería un iluso si lo creyera realmente.
Como antes, sería poder salir a bailar con Vera, que le encanta la
salsa y el hip-hop. Como antes, sería poder ir a escalar y recuperar
nuestras excursiones y los descensos por los ríos en canoa. Las
noche de acampada en cuevas. Chapuzarnos al mar desde lo alto de un
acantilado y escuchar la risa de Vera y sus gritos nerviosos del
vértigo por la impresión de la caída. Como antes, sería,
admitámoslo, poder pegarle el polvo de su vida y recuperar nuestros
más divertidos y sucios juegos eróticos. Todo eso se había ido,
borrado como una ventolera alisa las huellas en la arena. Esfumado
como mis erecciones, ya no recordaba ni cuándo fue la última vez
que se me puso dura. Pensar en el bienestar de Vera me produjo noches
de fiebre y vigilia. Me retorcía en las sábanas cada vez que la
escuchaba morder la almohada. Había estado muy ciego todo ese tiempo
en el que aprendía a ser otro. Una mañana me armé de valor y le
pregunté que porqué continuaba a mi lado. Ella me miró como la vez
del hospital, solo que esa vez no llevaba una chaqueta sino un paño
de cocina entre los brazos y me contestó muy solemne:
—Porque
te quiero.
No
hubo más conversación y por la noche me ayudó a flexionar las
rodillas. Me percaté del leve aroma masculino que a veces traía de
la calle. Me fijé que había dejado de morder la almohada por la
noche y yo pude dormir. Aunque quizá pudieran dolerme más los
prejuicios que la desazón de Vera y sus miradas impertérritas,
aprendí a vivir con ello como aprendí a manejar la silla de ruedas.
Así que, una noche suspiré hondo y le pedí a Vera que me enseñara
a hacerme a mí mismo la gimnasia pasiva. ¿Por qué? Me preguntó. A
ella le gustaba hacerlo. La miré con atención para estudiar cada
mueca de su cara, cada perfil de sus rasgos, aspiré para tomar su
olor y guardarlo bien en el desván de la memoria. Y entonces le
respondí:
—Porque
te quiero.
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