lunes, 30 de enero de 2012

Restos de pan sobre la mesa

Tiene gracia. Las cosas que tienen que pasar para que te conviertas en un trozo de pan duro. Cosas simples, sin importancia. Como perder un billete de cinco, ver cómo se cierra la puerta del cercanías en tus narices o ese día tonto que decidiste marcharte. Tiene gracia, ¿no?
A mi lado duerme un bulto. Una silueta que moldea las sábanas de mi cama. Una sombra sin rostro que encima ronca. Y aquí estoy yo. Comiendo techo y preguntándome qué hacer con él cuando despierte. Tiene gracia. No le veo la cara. No le reconozco. Supongo que será uno más de la lista que suma y sigue. Otro nombre más que anotar en el cuaderno de bitácora. Porque te seré sincera. Ya no soy la misma. No sé qué hiciste conmigo… o qué me dejé hacer contigo, pero ya no soy capaz de ver a nadie. Mi corazón está frenado con un gatillo que tú muy inteligentemente instalaste el día que te fuiste. Y me hace gracia.
Mis sábanas se mueven y se giran para pasarme un brazo negro por encima de la cintura. Por lo menos, ya no ronca tanto. Sigo mirando al techo de mi cuarto. Esperando que amanezca, esperando que pase algo. Esperando, siempre esperando y no sabes ni qué ni a quién. Si lo piensas, es gracioso. Al final, me tiene que dar risa la mera idea de sacarle defectos y peros a todo aquel que tiene el atrevimiento de acercarse a mi vida y mi vagina. No lo puedo evitar. Soy un trozo de pan duro. Ése que dejas olvidado en la sobre mesa cuando te vas a dormir la siesta. Luego, te acuerdas de él para la cena y ya no tiene el mismo sabor y sus migas pinchan.
No te echaré las culpas de todo. No, (y eso sí tiene mucha gracia) porque no te fuiste de una vez, reincidimos. Pero la magia ya se había ido. Los dos éramos pan duro que intentas calentar al horno y, después, la corteza se despega como la cáscara del huevo al primer contacto. Y es ahí cuando decidimos lo de quedar como amigos del buen rollo y tal. Muy gracioso. E iluso por mí parte. Porque yo me conformé y lo hice mi mandamiento. Tú lo tenías todo claro. Limpiaste las migas de tu mantel y no me has contado la fórmula de cómo lo has conseguido. Tiene gracia. Así me quedé: comiendo techo todavía.
Aparto el brazo negro de mi cintura y decido levantarme. No soporto más esa respiración que hierve en la nariz. En el salón todavía quedan los restos de la fiesta de mi cumpleaños que hice por la noche. Miro en derredor y no sé por dónde empezar a limpiar. Opto por abrir las ventanas y dejar que se ventile. Me siento en una silla con los pies sobre el asiento para abrazar mis rodillas. Apoyo la cara y dejo la mirada perdida. Hay restos de pan sobre la mesa. Tiene gracia. Vuelvo a pensar en ti. Cada nombre de mi lista tiene el tuyo como apellido. Y tú vas y me mandas un frío mensaje al móvil para felicitarme casi a las doce de la noche. Cuando sé perfectamente que te acordaste durante todo el día. En eso han quedado los amigos del buen rollo. En escupitajos de  móvil por compromiso. Y eso sí me remata de risa.
La sombra sin rostro ha dejado de roncar y me masajea los hombros para darme los buenos días. Cierro los ojos y dejo que me toque. Pronto los masajes se convierten en besos por el cuello y los besos del cuello en mordisquitos por detrás de las orejas. Dejo que siga. Me quita la camiseta y me tumba sobre la mesa. Me hace gracia notar cómo pinchan las migas de pan sobre mi espalda desnuda.

martes, 10 de enero de 2012

Manchas azules

Y dejé que me azotara con la fusta. Le gustaba ponerme el culo morado. Le excitaba. A mí no. Mi placer era verle disfrutar a él. Era el verdugo, como casi siempre. Solo me dejaba llevar las riendas de nuestros juegos cuando quería que le meara encima. Y eso ocurría muy poco. Me azotó más veces y mis nalgas sangraron. Me despatarró de espaldas atada en la cama y me embistió muy fuerte. Ya no notaba el escozor de los azotes. Su pelvis se manchó con mi sangre.
Me dejó en casa antes de que su mujer llegara de su clase de ikebana. Nunca me besaba. Ni siquiera en la intimidad de nuestros juegos. Decía que los besos eran un acto sensiblero y ñoño que se daban para tener conforme a la parienta. Y yo no era su parienta, era su perrita faldera. Así le gustaba llamarme. Antes de bajar del coche, me lanzó una mirada larga de arriba abajo y se relamió.
—Te llamo —dijo. —Y para la próxima vez, quiero que adelgaces cinco kilos. La piel estaba muy tensa y sangraste muy pronto.
Yo asentí y dejé que me acariciara la cabeza.
Luego en casa, me curé los azotes y esperé acurrucada en la cama a que volviera a llamar. Pero no llamó. Era parte de sus juegos. Le gustaba castigarme con su silencio. Sabía que me martirizaba con su ausencia. Y que cuando le volviera a ver, menearía la colita con más ganas. Me lo imaginé besando a su mujer y diciéndole te quiero para ponerla contenta. Yo me llevaba los azotes y ella los besos.
Para cuando volvió a llamar, ya había adelgazado los cinco kilos. No me dijo nada. Solo me sentó en una silla con una cadena atada al cuello y me dio un mango.
—Quiero que te masturbes con él —dijo.
Y se sentó enfrente de mí desnudo.
Me introduje el mango. Era demasiado grande y me dolió. Pero no me quejé. Continué porque él me lo había dicho.
Me ordenó que paseara a su alrededor con el mango metido y que de vez en cuando le dejara tocarlo. Obedecí. Él sujetaba la cadena de mi cuello mientras caminé en círculos. Cuanto más caminaba, más me dolía y el mango se metió más adentro. Muy adentro. Noté cómo por entre mis muslos resbala un líquido gelatinoso. Me mareé y caí al suelo como un plomo.
Me subió al coche y me llevó al hospital. Creo que estaba preocupado.
—Perrita, aguanta —dijo.
Y me dejó sola en la sala de urgencias.
—Tengo que limpiar las manchas azules del asiento antes de que venga mi mujer del ikebana —dijo.
Yo asentí. Y esperé a que me acariciara la cabeza. Pero no lo hizo.
—Te llamo.
Y dejé que me besara en la boca.