domingo, 25 de septiembre de 2011

El cigarrito de después

Se levantan del suelo sacudiéndose los pantalones.
— ¡Joder! Vaya ostia…
— No he visto la puta curva.
—Solo a ti se te ocurre rebuscar en la guantera.
—Quería un cigarro…
—Podrías habérmelo pedido.
—Límpiate. Tienes sangre en la nariz.
Se restriega la nariz pero no se quita la sangre. Se quedan un rato en silencio, observando el coche arrugado en la cuneta.
—Oye, esos ¿no somos nosotros?
Dice señalando al coche. Se vuelve a rascar la nariz.
—Pues… —Se fija bien entornando los ojos — Si no somos, se parecen mucho.
—Tienes manchada la camiseta de sangre.
— ¡No me jodas! Es nueva…
Se miran. Se sacuden otra vez los pantalones. Entonces, llegan ambulancias y coches patrulla. Todos se apilan alrededor del coche arrugado de la cuneta.
— ¿Qué hace aquí toda esta peña?
No contesta. Se toca la camiseta.
Órdenes y carreras. Nadie les presta atención. Están pendientes de los cuerpos de dentro del coche. Alguien pide la ayuda de los bomberos. Están incrustados en el acordeón del fuselaje.
—Joder, vaya mierda. Mi camiseta nueva al carajo.
— ¿Qué hacemos? —  Se encoge de hombros.
— ¿No tendrás un cigarro?

domingo, 18 de septiembre de 2011

Ceniza en el pelo

Estoy escribiendo con el abrigo puesto. Todavía tengo las manos manchadas de sangre. Me tiembla tanto el pulso que no hago más que garabatos en el papel. ¡Dios! He atropellado a un niño esta tarde. No le vi. Ni siquiera vi pasar la puñetera pelota. Me distraje mirándome el flequillo en el retrovisor. Joder. Sentí un fuerte impacto. Frené de golpe. Me quedé paralizada dentro del coche con las manos agarrotadas al volante. La gente comenzó a formar un círculo curioso alrededor. Reaccioné. Bajé del coche y vi al niño tirado en el asfalto. Inmóvil. Cubierto de sangre. Me agaché a su lado y le tomé el pulso. No se lo encontré. Las ambulancias se lo llevaron. Fui con él y no solté su mano hasta que apareció su mamá. ¿Por qué narices tuve que mirarme en el espejo para tocarme el flequillo?
Cierro los ojos y veo a ese niño tirado en la carretera. Cubierto de sangre. Tengo el impacto metido en la sien. El frenazo chirría bajo mis uñas. La puñetera pelota deslizándose calle abajo. Estoy esperando que me llamen del hospital. Me irán informando sobre su estado. Pero, ya lo sé. Está sentado aquí conmigo. Me mira mientras escribo mis garabatos en el papel. Sus ojos están muy abiertos. Sin expresión. Solo me mira. Tan tranquilo. Tengo zumbidos en los oídos de tanto escuchar frenazos y huesos fracturándose bajo el coche. Se ha levantado. Lo siento respirar muy cerca de mi nuca.
Voy a preparar la bañera. Me cortaré las venas y me sumergiré dentro. Dejaré que el agua se torne roja. Tan roja que espese. Está decidido. En cuanto termine de escribir estas líneas, me encerraré con pestillo y dejaré al niño fuera. No quiero que me vea hacerlo. Suena el teléfono. En la pantalla del móvil dice que es del hospital. No pienso contestar. Voy a terminar de escribir. Unos deditos me han acariciado el pelo y me han colocado el flequillo. El teléfono sigue sonando. Se marcha. Me deja sola para que vaya al baño. En fin, ya voy.

martes, 13 de septiembre de 2011

Jaime

Jaime llegó a casa con el flequillo pegado a la frente, las manos frías y taquicardia en el pecho. Le recibió el ronroneo rutinario del frigorífico. Saludó un hola en general y nadie contestó. Jaime estaba solo. Se apoyó en la encimera de la cocina y sacó del bolsillo del pantalón una cajita azul de joyería. La puso sobre el frío mármol. Se apartó el flequillo de la frente y bebió agua. Respiró hondo y notó cómo sus latidos se normalizaban en el pecho.
—Sonia, ¿quieres casarte conmigo?
Cogió la cajita azul y se la puso delante como si fuera Sonia. Y volvió a repetir:
—Sonia, vida mía. ¿Quieres casarte conmigo?
Entonces, se oyó la cerradura de la puerta. Sonia había llegado. A Jaime se le volvieron a disparar los latidos del corazón y por poco se le cae la cajita azul al suelo.
—Hola — saludó Sonia.
— ¿Qué tal?
Y Jaime salió corriendo de la cocina para recibir a Sonia y darle un beso. Pero Sonia se encerró en el baño y le dio con la puerta en las narices. El ronroneo del frigorífico fue sustituido por el sonido amorfo de la silk-epil. Jaime se apartó sigiloso de la puerta caminando hacia atrás y las palmas abiertas como si la policía le hubiera dicho alto.
—Habrá que esperar — susurró en voz alta.
Fue a la cocina y recuperó su cajita azul. La guardó de nuevo en el bolsillo del pantalón. Se quedó en el salón sentado a oscuras. Las  manos frías y el pecho apunto de estallar.
El sonido de la silk-epil terminó. Y a Jaime se le volvió a pegar el flequillo en la frente. Sonia salió del baño y se metió en el cuarto. Jaime la siguió.
— ¿Qué haces?
—Jaime, hijo… ¿Tú qué crees? Ponerme crema.
—Yo también me alegro de verte.
Sonia soltó una carcajada.
— ¿Serás melodramático?
— ¿Podemos hablar? Me gustaría decirte algo.
Y apretó la cajita azul en el bolsillo.
— ¿Tiene que ser ahora? Me tengo que ir.
— ¿Y eso? ¿A dónde?
— ¡Oh! Vienen a buscarme.
—Y ¿esa camiseta?
—Me la regaló Carlos.
— ¿Qué Carlos?
—Hijo, tu amigo Carlos.
—Entiendo.
— ¿Es muy importante eso que me tienes que decir?
—Bueno… — Dejó de apretar la cajita en el bolsillo. — Creo que podría esperar a esta noche.
Sonia soltó otra carcajada.
—Vale, pero no me esperes despierto… ¿Mejor mañana? ¿Desayuno?
—Eh…
Sonó un claxon en la calle.
— ¡Ah! Es para mí… Tengo que irme. Mañana hablamos, ¿vale?
Y Jaime notó el breve roce de los labios de Sonia en su mejilla. Y escuchó el portazo de la puerta. El ronroneo del frigorífico volvió a escucharse por toda la casa.
Jaime se asomó a la ventana y vio a Sonia vestida con la camiseta de su amigo Carlos. Se subió a un coche rojo. Como el de su amigo Carlos. Jaime se apartó de la ventana y fue a la cocina. Cogió un post it del cajón y escribió: “Aquí te dejo el desayuno”. Sacó la cajita azul del bolsillo del pantalón y la puso sobre la encimera. Luego pegó la nota al lado. Jaime fue al dormitorio y cogió cuatro cosas en una mochila. Salió a la calle con el flequillo despejado de la frente y las manos sosteniendo con fuerza la mochila a temperatura ambiente. Caminaba a paso ligero por la acera, pero seguía escuchando el ronroneo del frigorífico.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Sueños raros

Una noche soñé que me veía dormir al lado de mi mujer. Algo así, como una imagen de película americana. Ella está de espaldas con el cuerpo a medio cubrir por la sábana. Él está boca arriba fumando un cigarrillo escuchándola dormir a ella, mientras un ventilador mueve sus aspas pesadamente colgado en el techo. Así estaba yo en mi sueño. Tumbado boca arriba echando humo, observando el hipnótico destello de las aspas al girar. Mi mujer a mi lado con la respiración suave, notaba cómo subía y baja su espalda tapada a la mitad por la sábana. Apagaba el cigarro en el cenicero de mi mesilla. Se quedó todavía con un hilillo de humo azul. Entonces, me acercaba a ella y la giraba con delicadeza para no despertarla y la tumbaba boca arriba. Me subía encima y me sentaba en su vientre. Colocaba mis manos de dedos cebollinos sobre su delgado cuello y comenzaba a apretar. Apretar. Notaba sus venas ponerse duras. Ella despertaba e intentaba defenderse pataleando y agarrando mis dedos cebollinos. Tosía y yo apretaba. Apretar. Todo se cubría de sangre. A borbotones. Espesa y oscura como sirope. Goteaba por el suelo. El colchón había empapado la sangre como una esponja roja de frambuesa. El ventilador seguía girando sus aspas en el techo. Quitaba las manos de su cuello y descubría con horror que me faltaban los dedos. Mis dedos cebollinos ya no estaban.
Desperté con un grito y una sensación de hormigueo en la cabeza. Me llevé las manos a la cara y me di cuenta que me estaba frotando los ojos con un par de muñones. Mis dedos cebollinos ya no estaban. Miré a mi lado de la cama y encontré a mi mujer de pie con un cuchillo en las manos que goteaba sirope al suelo.
— ¿Qué has hecho? —le grité.
Ella soltó el cuchillo y comenzó a llorar desgarrada.
—Soñé que me ahogabas —contestó.

Bisutería con espinas

Hannah estaba tumbada boca abajo en la cama con las rodillas flexionadas apuntando con los pies al techo. Los meneaba en un patalear suave y rítmico a la vez que pasaba hojas de la revista que miraba sin leer. Escuchaba a su marido golpear la cuchilla de afeitar sobre el lavabo. Hacía crujir las páginas de la revista. Hannah se aburría. Soltó un soplido, dejó la revista y se tumbó boca arriba.
— ¿Tienes algo pensado por mi cumpleaños? — Preguntó Hannah de repente.
Notó cómo elevó su tono de voz para hacerse oír sobre los golpes frenéticos de la cuchilla de afeitar.
Los golpes pararon por un instante. Hannah continuó tumbada boca arriba. Y vio asomarse a su marido a través de la puerta del cuarto de baño, con la cara llena de espuma de afeitar.
—Tendremos que posponerlo para otro fin de semana. Sabes que coincide con la cena del comité extranjero.
Hannah se quejó como una niña pequeña.
—Y ¿me vas a dejar sola?
Volvió a esconder la cabeza para seguir golpeando el lavabo con la cuchilla. Hannah se levantó de la cama y le siguió hasta quedarse apoyada en la puerta del baño. Su marido la miró mientras se pasaba la cuchilla por la nuez de la garganta.
—Si quieres, puedes venir conmigo.
— ¿Me vas a hacer estar en una cena aburrida con tus jefes el día de mi cumpleaños?
—No puedo hacer otra cosa.
Hannah observó cómo se enjugaba la cara y se quitaba los restos de espuma.
— ¿Hay que ir de etiqueta?
—Me temo que sí.
Hannah arrugó el morro.
—Te compensaré ¿de acuerdo?
A Hannah se le iluminó la cara.
— ¿En serio?
Salió del baño con la cara limpia y se fue al dormitorio para ponerse la camisa.
—En serio. Me voy. Ya llego tarde.
Se ajustó el nudo de la corbata. Y cogió su maletín.
Hannah se quedó sola. Y reparó en la revista que había dejado tirada sobre la cama. Decidió que tenía muchas revistas inútiles por casa. Y comenzó a recogerlas. Cogió las que había sobre la mesa, las que tenían en el baño. Poco a poco la pila de revistas crecía sobre la cama. Buscó por los cajones. Encontró un par de números pasados de revistas masculinas  que decidió no tocar. Entre aquel barullo de papel impreso, Hannah encontró una caja en el cajón de la mesilla de su marido. Era una cajita nueva y bien sellada. No pudo evitar sacarla para examinarla. Era la primera vez que la veía sobre los calzoncillos de su marido. Forzó la caja suavemente con miedo de estropearla,  pero la caja se abrió sin problema. Hannah se tapó la boca con la mano para ahogar un grito cuando descubrió lo que había dentro de aquella caja extraplana. Hannah recuperó el aliento y sacó el collar de tres diamantes cortados en forma de estrella. Dejó la cajita sobre le colchón y acarició los diamantes con la delicadeza de una pluma.
—Mi regalo de cumpleaños… — Exclamó en voz alta.
Se lo probó y se remiró muchas veces en el espejo. Le quedaba perfecto. Desde luego, que ese collar compensaba muy bien la cena con el comité extranjero. Lo guardó con sumo cuidado y lo dejó como estaba. Hannah disimuló su hallazgo. Y esperó a que llegara su cumpleaños.
         Hannah se preparaba para la cena con el comité mientras esperaba que llegara su marido a casa para recogerla. Espió una última vez el cajón de la mesilla para comprobar el estado de la caja. Ya no estaba. Hannah sintió un pinchazo en el estómago.
— ¿Dónde está?
Hannah resolvió que quizá su marido se lo llevó para dárselo durante la cena como broche final a la sorpresa. Y pensar en eso puso más nerviosa a Hannah. Se ajustó el vestido y disimuló cuando su marido llegó a casa.
—Feliz cumpleaños, ¿estás lista, cariño?
—Claro, justo a tiempo.
Su marido sonrió.
—Pues démonos prisa o llegaremos tarde.
—Y ¿mi beso? — Reclamó Hannah.
Su marido le dio un beso.
—Y tu regalo, ya se me olvidaba…
Hannah sentía que se le iba el corazón por la garganta.
— ¿Tengo regalito?
—Por supuesto.
Y su marido le entregó una caja que no era extraplana. Hannah dudó al cogerla.
—Vamos ábrela. Te gustará.
Pero a Hannah no le gustó. Dentro había unos pendientes de plata.
—Qué bonitos —dijo.
—Creo que van perfectos con tu vestido. Estás radiante, cariño.
—Gracias.
Hannah subió al coche con la sensación que se había puesto pesas en las orejas. Hannah no abrió la boca en todo el trayecto.
La cena de etiqueta con el comité extranjero comenzó con saludos cordiales y besos en mejillas despegadas. Hannah ya les conocía. Tomó asiento en la mesa redonda y descubrió una silla vacía.
—Es de Clara, la nueva técnico de las campañas —le explicó su marido.
—No tan nueva, lleva con nosotros más de seis meses —intervino el jefe del comité.
Hannah asentía y ponía buena cara. Y los pendientes pesando en sus orejas.
Llegó Clara, la nueva técnico de las campañas y tomó asiento en la silla libre justo enfrente de Hannah. Hannah la observó. Era guapa y tenía pinta de ser una de esas mujeres competentes y de lencería sexy. El tono exacto de su voz, los saludos perfectos con la justa medida de los labios al sonreír. Era precisa hasta para desdoblar la servilleta  y  ponerla en su falda. Entonces, Hannah dirigió la vista a su cuello. Y las pesas de las orejas se convirtieron en cactus.
—Qué bonito collar —señaló Hannah.
Clara se tocó el cuello ruborizada.
— ¿Te gusta?
— Brilla.
—Es un regalo.
Hannah se arrancó los pendientes y los dejó sobre la mesa. Se levantó y salió corriendo a través del salón.
— ¿Dónde vas? —Oyó gritar a su marido.
Hannah se giró y dijo:
—Olvidé tirar las revistas al reciclaje.

Zumo de naranja para regar los geranios

Me liaba un canuto mientras escuchaba follar a mi compañera de piso. Pasé la lengua por el papel y sellé el cigarrito con sumo cuidado dejándolo en un cilindro perfecto. Fui a la nevera y me serví un vaso de zumo de naranja para acompañar al canuto. Salí al balcón para encenderlo y aspirar a gusto sentado en la sillita junto a mis plantas de maría y los geranios de la compañera. Todavía podía escuchar los golpes del cabecero a cada embestida. Di al zumo un buen trago y noté cómo me apretaba la bragueta en el pantalón. Aspiré humo y me quedé observando los geranios. Estaban pansidos  y las flores arrugadas. Sabía que era porque les echaba las colillas de mis porros. Pero lo continuaba haciendo. Los golpes en el cabecero siguieron un buen rato más. Yo fumaba y echaba las cenizas a los geranios.
La compañera salió al balcón envuelta en una toalla de playa. Seguro que, por debajo, iría desnuda. Y me vinieron a la cabeza los golpes del cabecero y la imagen de ella dejándose embestir por aquel tipo. Ahí, sí me puse cachondo de verdad y mojé mis calzoncillos. Me saludó. Le ofrecí una calada. No quiso. Se sentó a mi lado en la otra sillita del balcón y se quedó mirando al vacío por encima de la barandilla del balcón.
— ¿Hice mucho ruido? — Me preguntó.
—El de siempre.
Asintió en silencio y dirigió su vista a sus geranios.
—Están pansidos. ¿Cómo es que tus plantas de maría están tan verdes?
Me encogí de hombros.
—Será porque las riego con zumo de naranja.
Ella me miró y se echó a reír como una loca.
—Venga ya… —Me dijo. — Déjate de rollos. Tú todo lo arreglas con zumo de naranja.
—Y con porros.
—Pues, estarían mejor si no les echaras sus cenizas.
—No tengo culpa que tu cabecero de la cama suene cada dos por tres.
Apuré mi vaso de zumo y fumé la última calada del canuto.
—Me voy a la ducha.
Y se levantó de la silla de un salto y se perdió por el salón camino al cuarto de baño.
—Yo voy a ver si exprimo naranjas y escribo algo para mi artículo.
—Naranjas, naranjas… ¿No tienes otra cosa en la cabeza? — Me gritó desde el baño.
Me senté delante del ordenador y dejé el cursor parpadeando un ratito sobre el fondo blanco de la pantalla. Esperé a que el zumo y el canuto hicieran sus efectos y comencé a escribir. Mi compañera salió del baño envuelta en otra toalla y se encerró en su habitación.
Los golpes en el cabecero se distanciaron de una vez a otra hasta desaparecer completamente. No le quise preguntar. Yo les echaba menos ceniza a sus geranios pero continuaban pansidos y con las flores arrugadas. Una tarde, me senté en mi sillita del balcón a fumar y a tomarme un zumo. Observaba mis plantas de maría. Ella salió (esta vez, no llevaba toalla, solo vestido de tirantes y sin sujetador. Me volví a poner cachondo) y se sentó a mi lado en su silla.
—Siguen pansidos.
—No culpes a mi ceniza por ello.
—Creo que tienes razón, no estaba regándolos con el zumo adecuado.
— ¿A qué te refieres?
—A que he encontrado mi zumo de naranja. A eso.
— ¿Te vas a vivir con el pibe del cabecero?
Se echó a reír con su carcajada estridente.
—No. Me voy sola.
— ¿Dónde y por qué?
—Pareces mi madre.
—Intento entenderte.
—Mi vida es una mierda.
— ¿No será por vivir conmigo? Puedo cuidar de tus geranios, si quieres.
Volvió a echarse a reír.
—Pásame una calada.
Se la pasé. Y saqué al balcón el break de zumo de naranja y lié un par de canutos más. Fue una despedida cojonuda.
Ella se marchó y se llevó consigo sus geranios con la promesa de reanimarlos con zumo de naranja. La casa se quedó en silencio y el cabecero mudo. Me compré un cenicero y lo apoyé sobre el asiento de su silla del balcón. Lo llené de colillas. Hice una montaña de piticos de canuto que llegaban a desbordarse sobre el asiento de la silla. No me molesté en limpiarlo. Me liaba canutos y bebía zumo observando a mis plantas de maría que desde que eran las reinas del balcón, ya no estaban tan verdes y lustrosas.
Tocaron al timbre. No esperaba nadie y no pensé en levantarme de mi sillita para abrir. Pero insistían demasiado y me levanté. Abrí. Me encontré con un tío buscando a mi compañera.
—Ya no vive aquí — le dije.
El tío puso cara de circunstancia y arrugó el morro como si la culpa fuera mía.
— ¿No sabes dónde se ha ido?
—No — mentí.
—Bueno, es que yo…
 Bajó su mirada al suelo. Me imaginé al tío dándole las embestidas sobre el cabecero de la cama, agarrándola el pelo, azotándole el culo… Cogí mi chaqueta y salí sin reparar en el tipo que tenía en el umbral de mi casa. Le di con el hombro para que se apartara y me dejara pasar.
— ¿Dónde vas? — Me preguntó con voz de bobo.
Me giré un instante para responderle:
—A por zumo de naranja.