lunes, 26 de diciembre de 2011

Marcas en el agua

Me parece mentira que esté a punto de hacer las maletas. Se me hace un nudo en la garganta, al pensar que dejo mis pequeños castillos de arena en la gran ciudad. Me da miedo saber a dónde me llevará este hilo que tira de mí y me hace vulnerable en mi nueva aventura. Me parece mentira que, seguramente, sea la última vez que te vea. Y en el fondo, por mucho que me duela, creo que será lo mejor que nos puede pasar. Nos despediremos con dos besos en la mejilla como buenos amigos con la falsa promesa de volvernos a ver. A partir de ese momento, comenzará mi vida. En la que respiraré otro oxígeno que no sea el tuyo. Intentaré sacarte de cada poro de mi piel. No me explico cómo has podido llegar hasta ese punto en mí. Es inhumano dejar que una persona se fusione con la necesidad de vivir de otra. Y es lo que he permitido contigo. Me importas demasiado. Contigo bajé la guardia. No me di cuenta de cuánto hasta que no sentí dolor físico al verte. El estómago me pellizca y se convierte en una nuez diminuta. Mis labios tiemblan en silencio pidiendo un beso a gritos. A veces un abrazo fuerte los calma. Pero solo a veces. Y cada vez se han ido distanciando más y más esos abrazos. Me parece mentira que te tuve un tiempo sobre mi pecho, ahí fue donde me perdí, y no vi que eras solo un espejismo. Una ilusión efímera que solo yo era capaz de ver y sentir. Pero ya está hecho. Me voy. Me parece mentira que todo esto vaya a reducirse en unas cuántas líneas baratas perdidas en algún blog de pacotilla. No puedo hacer otra cosa. Ya no. No soy masoquista. Aunque he de admitir que siempre latirás en mí cada vez que escuche a Rihanna. Me iré pronto. Está decidido. Me voy allá dónde me conociste. Donde empezó todo. Pero pasearé por otras playas a ver lo que me deja la marea. Y me parece mentira que me duela hacer las maletas. No veas cómo pican los ojos. Me siento como una roca que ha estado mucho tiempo en el fondo del mar. Una roca minada por el agua y la sal y, ahora de repente, despierta varada en mitad de un desierto de arena seca y solana. Pero las marcas del agua siguen estando grabadas en su cuerpo. Así quedará tu recuerdo en mí. Tengo demasiadas cicatrices por haber estado bajo tu mar. Me voy. Y me quedaré desnuda a la intemperie, esperando que alguna lagartija me dé cobijo con su escuálido cuerpo. A la espera en mi desierto de divisar agua y que no sean espejismos. Pero basta de melancolía. Me iré. Está hecho. Me parece mentira que sea lo mejor que nos puede pasar. Ya sé que tu corazón no es una roca. Pero espero poder hacerle alguna marca.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Y me da por pensar

No sé por qué, has venido a mi cabeza. Oí una canción. No sé cuál. Hay muchas que me recuerdan a ti. Cojo mi sombrero y lo agito entre las manos. Me he vestido para salir y todavía no sé a dónde. Y me da por pensar. De repente, me doy cuenta de lo silenciosa que está la casa. La llenabas con tus carcajadas, porque no tenías risa. Siempre cantando a voz en grito. No te hacía falta micrófono. Me gustaban tus canciones. Eso. Canciones. Oigo una canción y me da por pensar. Me coloco el sombrero. Todavía no sé a dónde voy pero salgo a la calle. Camino y me da por pensar que qué narices hago pasando frío. Pero sigo caminando. Y pienso en la primera vez que te besé. Te di un beso en el cuello. Tenías cosquillas y te hice cerrar los ojos. Si te movías, perdías y debías darme un beso. Sabía que jugaba con ventaja. Gané. Y me da por pensar en el sabor de tus labios. Eran suaves y rojos. Algo así como una mora silvestre.  Me encasqueto más el sombrero en la cabeza para que el viento no lo vuele. Camino. Doblo una esquina. Nunca te lo dije, pero siempre envidié tu energía. Desbordabas vitalidad por cada poro de tu piel. Te comparaba con la fatalidad de una estampida de elefantes. Y me da por pensar que me agotaste mucho antes de tenerte. Si es que alguna vez te tuve. El viento que sopla levanta las hojas secas de la acera y, yo, me sujeto el sombrero. Tengo frío. Pagaría lo que fuera por volver a estar abrazado a ti en la cama, como aquellos domingos de perreo. Nos acariciábamos para erizarnos la piel. Perdíamos la cuenta del tiempo bajo las sábanas. La parte que más me gustaba tocarte era la espalda. Me gustaba tu espalda. Y me da por pensar. Pensar en qué momento dejé que te la llevaras. Mira que fui tonto. Cuántas veces me la ofreciste. Sin hablar, con tus gestos, tus acciones. Como la sorpresa que me preparaste por mi cumpleaños. Como el beso descuidado que me dabas en la mejilla. Pero no la cogí. Y me da por pensar que no lo hice porque me irritabas. Me molestaba que fueras como eras, con respuestas, con chispa. Y me da por pensar que, en el fondo, me dan miedo los elefantes. Tu alma salvaje y sexy. Nunca fui gran domador. He llegado hasta una puerta de forja negra que se abre en cuanto me pongo delante. Me quito el sombrero y lo agito entre las manos. Entro. Y me da por pensar, lo que me gustaría volverte oír cantar. A voz en grito. Sin micrófonos. Bailándome. Para mí. Como cuando te conocí. Eso. Canciones. Camino con el sombrero dando vueltas en los dedos. Camino por los senderos de baldosines blancos y césped amarillo. No sé por qué pero me has venido a la cabeza. Y me da por salir a buscarte. Ya sé dónde. Me siento frente a tu lápida y pienso  en tu canción favorita. Hay muchas. No sé cuál cantarte. Y me da por pensar.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Azúcar glas

La llama del mechero calentó el metal de la cuchara. Esperó a que el líquido transparente hirviera un poco y, luego, acercó la aguja. Succionó la cantidad exacta de un solo movimiento. Se palpó en busca de una vena sin picar. Encontró un hueco en el brazo derecho. Se apretó la goma y vio cómo se hinchaba la vena. Clavó la aguja con precisión, bombeó y el líquido transparente entró dentro. Iba rápido. Esa mierda era buena. Se quitó la goma y se tiró en el sofá a disfrutar del colocón. Entonces, llegó ella. Cargada de bolsas de compra y con el bebé en brazos, recién sacado de la guardería. Fue directa a la cocina y dejó las bolsas sobre la encimera. Saludó un hola general. Nadie contestó. Dejó al bebé en la cuna que se quedó haciendo palmas y haciendo pedorretas con la boca. Le vio tirado en el sofá, a oscuras, ni siquiera se preocupó de recoger el material.
—Me lo prometiste, so cabrón.
El grito resonó por toda la casa. El bebé dejó de hacer pedorretas y palmitas. Ella de un repelón agarró el material y se lo estampó en la cara. Él abrió los ojos, el colocón no lo dejaba moverse. Sonrió como un bobo.
—Te has picado en nuestra propia casa…
—Nena, me dolía…
— ¿Te dolía? Te voy a decir lo que me duele a mí.
Ella lo levantó del sofá de un empujón. Lo condujo hasta el dormitorio y le señaló la cuna.
—Eso duele más, jodido cabrón.
—Lo siento, nena… No volverá a pasar. Te juro que era el último.
—Ya. Como el mes pasado, y el anterior… Se acabó. ¿No tenías bastante con esnifar la puta coca de tu primo?
Ella abrió el armario y comenzó a sacar ropa a borbotones. La cogió toda de un puñado y, sin dudar, la tiró por la ventana.
—Te vas a la puñetera calle.
Él se tambaleaba detrás de ella. Esa mierda era muy buena, joder. El bebé empezó a llorar.
—Nena, no me puedes hacer esto.
—Tú sí que no me puedes hacer esto a mí. Lárgate.
Intentó besarla. Pero ella se apartó y él tuvo que hacer grandes esfuerzos por no caer de bruces al suelo.
—Vete. Vete, por favor.
—Nena, no te enfades…
Y la buscó para abrazarla.
—Que te largues, joder.
Ella le apartó con todas sus ganas. Le empujó. Él cayó de espaldas sobre la cómoda y arrastró consigo una figura de porcelana. El estropicio fue tremendo. El bebé rompió a llorar más fuerte.
Finalmente, ella abrió la puerta y lo sacó de casa de un puñado. Cerró de golpe y no quiso escuchar los puñetazos y las patadas de desesperación al otro lado. Corrió a consolar a su bebé.
El bebé aprendió a decir papá demasiadas veces. Y ella cargó con las bolsas de la compra durante mucho tiempo, por eso, cuando sonó el timbre, fue a abrir la puerta. El bebé en brazos. Le encontró al otro lado. Peinado y afeitado. Sonrisa de galán bien ensayada. El bebé dijo papá muy claro. Ella se quedó mirándole sin decir nada desde el umbral. Él buscó de su bolsillo interior de la chaqueta una bolsita con polvo blanco. La agitó como si fuera un sonajero mientras se la enseñaba a ella.
— ¿Qué dices, nena? ¿Nos endulzamos la vida?
Ella suspiró y le dejó pasar.