miércoles, 15 de mayo de 2013

8 mm


A mi padre le gustaba la vida de Lean Bradly. Un personaje de novela que siempre leía a escondidas. No le gustaba que le vieran leer. No se centraba decía. Buscaba la penumbra de un flexo oxidado que dibujaba la débil silueta de su vieja mecedora de madera hasta altas horas de la noche. Lean Bradly era un cowboy del desierto texano con sombrero de paja y rama de trigo entre los dientes. Yo también leía sus aventuras de rancho a escondidas, cuando mi padre se quedaba dormido en el balanceo de la mecedora con el libro abierto y apoyado en el pecho. Se lo quitaba muy despacio deslizándolo de sus manos. Subía al tejado por la escalera de la buhardilla y me iba a las tierras rojas del Colorado y cuidaba las vacas de aquel tipo rudo con mejillas sonrojadas y espaldas anchas. Así me gustaba imaginármelo, como mi padre a veces me explicaba cuando me hablaba de su lejano tío Bradly. Yo sonreía y le observaba dar esa calada llena de satisfacción y parentesco a su cigarro. Mientras, me imaginaba sus pulmones depurando el humo de los alvéolos.
A Lissy Harper le ponía nerviosa que hablara de mi padre. Creí escuchar el estallido de nuestro cenicero de Praga contra la puerta cuando me marché. Arranqué mi Vito destartalada y puse rumbo a la carretera. Pensé en el bebé. Lissy no me dejaría verlo de todas formas. Busqué una emisora de radio que se oyera bien por la autovía y continué con el pie en el acelerador.
Mi padre era muy feliz cuando íbamos al huerto de la abuela. Nunca me lo dijo. No decía nada, pero se le notaba por como inflaba las costillas al respirar. Siempre anheló un rancho con hortalizas y cereales, sería igualito al de Lean Bradly. Comenzó a hacer el diseño del campo justo en el momento que heredó la mecedora de la abuela y se compró el primer ejemplar de novela. En el rancho habría vacas y un caballo negro. Alguna vez me contó que su tío Bradly tenía un caballo pura sangre en el cobertizo y que, no lo había visto, pero ganaba apuestas de la hípica. Un tipo interesante ese tío lejano Bradly, yo sonreía de nuevo y me imaginaba el humo bajar por la garganta.
A mi padre no le conocí ninguna novia. Tampoco le pregunté por mi madre. Nos iba bien así. Los dos. Siempre los dos. Él con su sol texano en la nuca y yo con mis viajes astrales en el tejado. Era divertido. Recuerdo una vez que me llevó a cenar a un restaurante de comida rápida, intentó ligar con la camarera. Me hizo gracia verle flirtear porque ponía esa sonrisa de tipo duro que le tiemblan las rodillas. Estaba guapo. Él me dijo que no funcionó porque la camarera se llamaba Laura y él nunca tuvo buen feeling con ese nombre. Yo prefería llamarlas Lissy Harper. No sé el nombre de mi madre. Pero lo que yo vi es que no sonó el violín adecuado y a la camarera la esperaba un motero fornido en la salida trasera del restaurante.
En otra ocasión, fui yo el que interrumpió lo que en un principio prometía ser un romance romántico a la salida del cine. Ahí no sonreía como el tipo duro del restaurante ni le vi guapo, pensé que solo era amable con la muchacha por simple cortesía. Más tarde entendí, que tuve miedo de que se acabaran el balanceo de la mecedora y las escapadas a la buhardilla.
En la radio no sonaba nada interesante aquella mañana, las noticias daban un zumbido mortecino que me calentaba la cabeza. Giré la ruedecilla del buscador de emisoras, me hubiera conformado con cualquier guitarra country. Me apetecía escuchar country. Pero no. Lástima que no llevara ningún casete en la Vito. Aún así, no apagué la radio. La inercia de mi viaje sin rumbo, me hizo pararme en la huerta de la abuela. Ya no había nadie allí, hasta las tierras se habían cansado de producir berenjenas. La casa de campo no era más que un cobertizo de ladrillo rojo cubierto de polvo y soledad.
Aparqué la Vito justo en la entrada embarrada y dejé que la brisa de la nostalgia me llenara los pulmones y pensé en los alvéolos de mi padre. Me di cuenta que había inflado las costillas como lo hacía él. Sonreí y caminé hacia el viejo alcornoque que yo mismo planté cuando tenía cuatro años y que creció fuerte y robusto bajo la supervisión de mi abuela y mi padre. Era mi lugar de refugio cuando quería pensar. Bajo su sombra construí una cruz de madera en simbología de la tumba de mi abuela y posteriormente de mi padre. Sus cuerpos no yacían bajo esas tierras pero a mí me era más fácil velarles desde ahí. Me senté y acaricié la madera marrón y carcomida de la cruz. Estuve así un buen rato. Callado. Pensando en el bebé. Lissy Harper no me dejaría verlo. Me hubiera gustado saber cómo se llamaba mi madre, pero nadie me lo dijo. Tampoco yo pregunté, estuve muy bien con mi padre. Los dos. Tejado y sol texano sobre la piel desde la huerta de la abuela. Era un niño con un alcornoque que daba mucha sombra pero ningún fruto comestible. Me sentí culpable por no haber escuchado a mi abuela cuando me pidió antes de morir que cuidara de la huerta y que no la dejara perder. Miré a mi alrededor y la sensación de abandono me pellizcó en el esternón. El alcornoque agitó sus hojas mecidas por el mismo viento que inflaba las costillas de mi padre. Suspiré resignado y me levanté del barro de las tumbas espolsándome los vaqueros dándome azotes en el culo. Entré en la casa y fui directo hasta el dormitorio de mi padre. Me senté en su cama, todavía mantenía la colcha de que le había bordado la abuela intacta y bien estirada sobre el colchón. Abrí los cajones de la mesilla y me puse a curiosear con los papeles que mi padre siempre guardó con recelo. No había mucho interesante la verdad, facturas y alguna que otra nota amorosa a chicas llamadas Laura. Pero entre todos esos recortes arrugados y amarillentos encontré algo que me hizo contener la respiración en mitad de la garganta. Era una postal. Una postal de algún estado americano de tierras rojas y desérticas. Estaba escrito en inglés y no entendí mucho. Pude traducir la última frase escrita por una mano basta y trazado amplio y rudo afirmar que deseaba poder ver pronto a su amigo y firmaba con el nombre de L. Bradly. Guardé la postal en el bolsillo trasero de mis vaqueros. Salí de casa y monté en la Vito con una convicción muy grande latiendo en el mismo centro de mi pecho. Arranqué el motor, pero no encendí la radio. Fui a la oficina de correos y pedí un sobre. La funcionaria rociada con colonia barata puso un sello para el extranjero. Salí de allí satisfecho, incluso deseé poder llevarme un cigarro a la boca. Lástima que nunca fumé. El siguiente paso estaba claro. Llegué hasta la casa de Lissy Harper y toqué el timbre con suma calma. Cuando Lissy me abrió pude ver en el suelo todavía llorando a nuestro cenicero de Praga. La miré a los ojos, los tenía vacíos en algún punto de su vida abandonados. “¿Qué quieres?” Me dijo cortante. Tragué saliva y respondí inflando las costillas: “Vengo a llevarme al bebé a conocer a su tío Bradly”. 

Para comer en la cama


De estos días tontuelos en los que te levantas pensando en ese lunar que tiene en la teta. Se me antojaba una gota de chocolate caliente sobre una montaña de espumosa nata montada, haciendo cumbre con un pezón de cereza. Solía cogerlo entre los dientes y juguetear con él. Mi lengua lo lubricaba y lo hacía ponerse duro. Recuerdo su piel tan blanca y suave coma la de los espárragos que se venden en los tarros de cristal. Me gustaba tumbarla en la cama y lamerla hasta desgastar cada poro de esa lánguida piel. Llegar hasta ese lunar era la mejor meta del recorrido para luego derretirme en la canela de sus besos. Era tan dulce y melosa que siempre me daban ganas de espolvorearla con albahaca y mojar pan. Tanto hablar de comida me ha abierto el apetito. Pienso en que podría llamarla y proponerle una cenita como en los viejos tiempos. Me da un poco de vergüenza ponerme en contacto con ella después de tanto... pero, me vale la pena intentarlo. Cojo el móvil. Miro su whatsap. No, así no, hombre. Llama. Y llamo. Saludos cordiales, preguntas banales y de rutina, al final, al grano. Acepta. ¡Estupendo!
Me ato el delantal y me encierro en la cocina. Se me ocurre preparar algo especial. Exquisito que la abra de piernas. Un postre. Sí, un bizcocho de almendras flameado con frutos rojos. Una tarta de dátiles con miel. Ya late la entrepierna. Es que ese lunar de chocolate me hace perder el norte. La masa va horneándose y, mientras tanto, exprimo unos granadas para hacer un zumo bien exótico. Luego, dos gotas de anís y así le vendrá el punto de la risa. Velas, champán, mantel bonito, música ambiental, incienso y el timbre suena.
Nada más abrir la puerta, la fábrica de mariscos se me cae a los pies. Pienso en ostras pero precisamente no en las de comer. Ha aparecido con otra mujer de la mano. No pasa nada. Respiro. Habrá plátano para todas. Ella se ríe al ver mi cara y me acaricia la mejilla para luego dejarla caer hacia la bragueta. Me promete que nos lo pasaremos bien. Las velas se quedan iluminando a solas el salón. El mantel bonito se mancha con el zumo de granada y el champán hace mudanza al dormitorio con cubitera y todo. La música quedó muy muy de fondo y el incienso inadvertido se cuela por las rendijas de la ventana. Empieza el verdadero festín y yo me estremezco al ver los platos del menú. La ropa de ellas cae al suelo. La mujer desconocida le chupa mi lunar de chocolate y se entretiene más de lo debido. Ella se deja hacer y echa la cabeza hacia atrás para ahogar un gemido de gacela. Le abre las piernas para dejar las montañas de nata y centrarse en la espesura del regaliz. Me siento pasmarote, soy incapaz de moverme o hacer algo para intervenir entre las dos. Las observo babeante y con la costura de mis calzoncillos en seria crisis de unión. Entonces, ella levanta la cabeza y suelta un verdadero alarido de loba en celo y agarra de los pelos a la mujer desconocida para apretarle más hacia sí y que su nariz se pegue bien al mejillón. Es ahí, cuando empieza una batalla campal de manos y saliva por todo el recorrido del que era mi espárrago y ella se retuerce de placer donde yo mismo la tumbaba para aliñarla con el mejor jengibre. Es como ser el espectador de una pelea de barro femenina en el que solo tengo butaca con el delantal todavía atado a la espalda. Cojo la botella de champán de la cubitera y me la llevo goteando por el pasillo de nuevo al salón, donde las velas han secado las manchas de zumo del mantel, el CD de música se quedó mudo, ni me molesto en mirar atrás. Me siento en la silla y la de enfrente me devuelve una sonrisa burlona. No le hago caso. Descorcho la botella y me sirvo una buena copa de burbujas hasta arriba: me preparo para comer un par de narices.