De
estos días tontuelos en los que te levantas pensando en ese lunar
que tiene en la teta. Se me antojaba una gota de chocolate caliente
sobre una montaña de espumosa nata montada, haciendo cumbre con un
pezón de cereza. Solía cogerlo entre los dientes y juguetear con
él. Mi lengua lo lubricaba y lo hacía ponerse duro. Recuerdo su
piel tan blanca y suave coma la de los espárragos que se venden en
los tarros de cristal. Me gustaba tumbarla en la cama y lamerla hasta
desgastar cada poro de esa lánguida piel. Llegar hasta ese lunar era
la mejor meta del recorrido para luego derretirme en la canela de sus
besos. Era tan dulce y melosa que siempre me daban ganas de
espolvorearla con albahaca y mojar pan. Tanto hablar de comida me ha
abierto el apetito. Pienso en que podría llamarla y proponerle una
cenita como en los viejos tiempos. Me da un poco de vergüenza
ponerme en contacto con ella después de tanto... pero, me vale la
pena intentarlo. Cojo el móvil. Miro su whatsap. No, así no,
hombre. Llama. Y llamo. Saludos cordiales, preguntas banales y de
rutina, al final, al grano. Acepta. ¡Estupendo!
Me
ato el delantal y me encierro en la cocina. Se me ocurre preparar
algo especial. Exquisito que la abra de piernas. Un postre. Sí, un
bizcocho de almendras flameado con frutos rojos. Una tarta de dátiles
con miel. Ya late la entrepierna. Es que ese lunar de chocolate me
hace perder el norte. La masa va horneándose y, mientras tanto,
exprimo unos granadas para hacer un zumo bien exótico. Luego, dos
gotas de anís y así le vendrá el punto de la risa. Velas, champán,
mantel bonito, música ambiental, incienso y el timbre suena.
Nada
más abrir la puerta, la fábrica de mariscos se me cae a los pies.
Pienso en ostras pero precisamente no en las de comer. Ha aparecido
con otra mujer de la mano. No pasa nada. Respiro. Habrá plátano
para todas. Ella se ríe al ver mi cara y me acaricia la mejilla para
luego dejarla caer hacia la bragueta. Me promete que nos lo pasaremos
bien. Las velas se quedan iluminando a solas el salón. El mantel
bonito se mancha con el zumo de granada y el champán hace mudanza al
dormitorio con cubitera y todo. La música quedó muy muy de fondo y
el incienso inadvertido se cuela por las rendijas de la ventana.
Empieza el verdadero festín y yo me estremezco al ver los platos del
menú. La ropa de ellas cae al suelo. La mujer desconocida le chupa
mi lunar de chocolate y se entretiene más de lo debido. Ella se deja
hacer y echa la cabeza hacia atrás para ahogar un gemido de gacela.
Le abre las piernas para dejar las montañas de nata y centrarse en
la espesura del regaliz. Me siento pasmarote, soy incapaz de moverme
o hacer algo para intervenir entre las dos. Las observo babeante y
con la costura de mis calzoncillos en seria crisis de unión.
Entonces, ella levanta la cabeza y suelta un verdadero alarido de
loba en celo y agarra de los pelos a la mujer desconocida para
apretarle más hacia sí y que su nariz se pegue bien al mejillón.
Es ahí, cuando empieza una batalla campal de manos y saliva por todo
el recorrido del que era mi espárrago y ella se retuerce de placer
donde yo mismo la tumbaba para aliñarla con el mejor jengibre. Es
como ser el espectador de una pelea de barro femenina en el que solo
tengo butaca con el delantal todavía atado a la espalda. Cojo la
botella de champán de la cubitera y me la llevo goteando por el
pasillo de nuevo al salón, donde las velas han secado las manchas de
zumo del mantel, el CD de música se quedó mudo, ni me molesto en
mirar atrás. Me siento en la silla y la de enfrente me devuelve una
sonrisa burlona. No le hago caso. Descorcho la botella y me sirvo una
buena copa de burbujas hasta arriba: me preparo para comer un par de
narices.
Por el buen rato que pasé en las Sopas de Letras... ;) Merecía estar en el cuadro de honor.
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