jueves, 26 de abril de 2012

La forjadora de almas

Había oído hablar de ella. Algo así como un rumor que se extiende como una pandemia. Historias de tierras prometidas y luchadores valientes sin armadura. Quise ir a conocerla. Ver con mis propios ojos lo que allí se cocía y saborear en mi pellejo esas batallas campales. Descubrí que aquellos rumores se quedaban cortos. Y que detrás de sus muros, albergaban muchas más emociones que en un parque temático y que bajo su yugo, se escondían guerras  no aptas para cualquier luchador. Había que tener el corazón bien duro a prueba de minas anti persona. Una tolerancia infinita y permeable para ser capaz de absorber cada diminuto detalle. Ella te va dando las pistas y tú debes ir cogiendo e hilvanando. Adhiriéndolas  a tu cuerpo. Tonto de aquel que pierda una por el camino. No es fácil. Cuando se abren sus puertas entras ansioso como un torrente de agua recién liberado de una presa reventada que destruye todo aquello que encuentra a su paso. Te crees un elefante solitario en estampida. Ella deja que pases con tu furia de traga bolas hasta que, poco a poco, te amansas y las aguas se quedan reducidas a meros charcos en los bordillos de las aceras. Es buena hospitalaria. Pero no nos confundamos. Es una pésima anfitriona. No se preocupa si tienes un trozo de pan que llevarte a la boca. No mira si te duele la cabeza. Forma parte de su juego. Le gusta jugar. Jugar a flagelarte mientras se relame viendo cómo vuelves a ponerte en pie y te aferras en darle cara. Pero ella es impasible y te da otro latigazo. No se cansa. Sonríe. Disfruta con los cardenales de tu piel, con los hilos de sangre dibujando tu frente. Sus buitres negros revolotean a la expectativa. Cabalgan en un aire gris y denso que puedes masticar y te pica los pulmones como metralla de acero.  Tú abres bien la boca para que entre hasta la última brizna. También es muy hermosa. Sinceramente te hipnotiza. Su luz. Sus árboles.  Sus entrañas, rincones oscuros que pueden dar placer. Placer que te desvirga de tus costumbres. Placer que te engancha como una droga dura que sabes que en el fondo te hace daño pero no puedes parar de ingerir. Hasta empacharte, hasta vomitar y volver a empezar. Deseas con fuerza subir a esa montaña rusa que te desinhibe de la verdadera realidad, de la escasez de tus recursos. Te das cuenta que eres un mosquito insignificante dentro de una burbuja de ámbar. Ya estás perdido. Aprietas más tu goma en el brazo para que el chute vaya más rápido a la vena. Esperas a que bombee y te relajas en tu respaldo. Te lava el cerebro con agua y jabón inculcándote nuevas ideas de las que creías aprendidas. Es ahí dónde te das cuenta de que todo lo que hablaban de ella se quedaba en volandas y que hay que tener un par de narices para sobrevivir bajo su ala. Que no es la tierra prometida y no crecen ajos en los buzones. Pero ya estás tan dopado que continuas jugando con ella como un autómata. Has cogido su rol, te ha sodomizado y, lamentablemente, te gusta. Sobre todo, porque conoces a otros como tú. Infinidad de ellos, que se mezclan en su laberinto imberbe de monumentos imposibles encaramados en estanterías de Ikea. Ellos te arropan y te ponen la pomada en la piel. Limpian tu frente con un paño blanco. Y se conectan a ti con una perfección casi simétrica de una pieza de puzle. Hay que tener cuidado, no todos son eslabones de apoyo. Algunos son trampas de ratón que ella pone en su juego. Y son los encargados de darte la hostia con el silicio. Pero los detectas rápido. Tu experiencia ya se ha agudizado hasta tener el olfato de un perro, tu ojo clínico se ha dilatado hasta las dimensiones del cataclismo de un tsunami. Y cada vez le es más difícil ponerte la zancadilla. Y tú cada vez saboreas mucho más sus oscuras entrañas. Te dejas envolver por su ruido de metro y trenes en las vías. Es el aullido del titán de hierro que te recuerda que están vivas. Notas como, poco a poco, necesitas menos chutes. Y paseas con la tranquilidad de un pajarito en primavera. Te regocijas al saber que has aprendido la lección y que ahora eres tú el pañuelo blanco para otros que todavía están arremolinando sus aguas por las calles. Es el momento en el que te deja tranquilo y ya no te flagela más. Porque le gusta la carne fresca. Tu alma ya está domada a su antojo y piensas como ella. Estás infectado de un virus de zombi que te mantendrá despierto para el resto de tu vida. Da igual dónde vayas y el tiempo que pase. Te pondrás la vacuna y podrás huir. Pero ya llevarás su nombre tatuado. Imborrable. Madrid.

Náufragos

Ni tú ni yo nos dimos cuenta de cuándo empezó a zozobrar nuestro barco. Ni tú ni yo supimos, jóvenes inexpertos, cómo hacer para achicar el agua. Ahí nos quedamos, como los músicos del Titánic, viendo cómo se hundía lo nuestro en las profundidades del hormigón mientras lo amenizábamos con los buenos modales. Nos quedamos a la deriva, sin saber muy bien dónde aferrarnos. Con olas como edificios de altas que se elevaban y se rizaban alejándonos cada vez más. Te perdí la pista. Las corrientes me llevaron hasta la isla del perdido. Donde tuve que aprender a encender fuego y cobijarme de la lluvia. Y pienso en ti. Imagino que estarás agarrado a alguna tabla salvavidas intentando hacer tierra en alguna parte. Quizá tengas frío. Hambre. Sueño. Quizá esa tabla se quede cada día más pequeña. Puede que tus brazos se cansen de nadar. No sé. Esto es una batalla salvaje al no poder saber de ti. Me entretengo con los babuinos pelirrojos  y culo negro. Pero cuando duermen, subo hasta la cima del acantilado y obligo al viento que me haga recordar. Le pregunto por ti. Me quedo alerta a ver si me trae algún sonido tuyo. Alguna llamada perdida. Una señal. Mantengo el fuego encendido con la esperanza de que puedas ver su resplandor y sepas que sigo esperándote. El tiempo pasa, esto se está convirtiendo en la isla del olvido. Ya no me acuerdo de tu color favorito. El viento cada vez sopla menos en lo alto del acantilado. Está cansado de mis preguntas. Quiere borrar nuestro rastro. Me ha dicho que es lo mejor para los dos. Y me da pánico pensar que tu tabla pudo romperse, que llegaste a otra isla con marsupiales rosas. Que nuestro vínculo se esfumará para siempre. Es en ese momento, cuando pienso en las maniobras de salvamento que pude haber hecho durante el naufragio y no hice más que tocar mi violín del orgullo. Estoy en un punto en el que no te reprocharé si tú también tocaste el chelo. Ni tú ni yo supimos hacer las cosas. Y está claro que ni siquiera somos buenos músicos. Nuestros labios se agrietaron, pero los míos aún pueden besar. Los babuinos han asado pescado en las llamas y me invitan al festín. Me siento junto a ellos y tomo mi pieza. Y mientras mastico, oteo el horizonte con la esperanza de que las corrientes traigan a un náufrago a la playa.

Una tenía que ser

Me gustaba el olor de su tabaco de pipa. Era afrutado. Casi dulce. Embriagaba con ese aroma toda la casa los domingos por la mañana. Los domingos. Los hacíamos bonitos. Él con su pipa humeante y sus croissants a la plancha con sirope de chocolate y yo con mi pulsera de cascabeles y mi aperitivo del vermú en la terraza cuando había sol. Sí, eran unos domingos deliciosos. Cuando él no estaba en casa, aprovechaba mi soledad para meter la nariz en la bolsita de su tabaco de pipa e inspirar fuerte. Un par de veces, las suficientes para que se me quedara el olor todo el día y así pensar que le tenía cerca. En cambio él, nunca me robó la pulsera de cascabeles y mira que la dejaba bien a la vista, como olvidada en la mesilla de noche, junto al llavero del recibidor y nada. Le encantaba el sonido de esa pulsera, como tener un gatito en casa, me decía. Me di cuenta de que los domingos solo yo los veía bonitos y solo a mí me parecían deliciosos. Era algo mecánico el levantarse diez minutos antes de trajinar en la cocina y preparar los croissants para fumarse varias caladas de pipa y dejarme el olor en su punto. Luego, se sentaba en la mesa y miraba su foto. Él pensaba que no le veía, que no me daba cuenta. Pero suspiraba hacia dentro, se mordía los labios como apretando una lágrima y guardaba la foto en su bolsillo de nuevo. Al principio, lo hacía muy pocas veces, casi ninguna. Y yo le dejaba estar, no le decía nada. Respetaba su intimidad y sus sentimientos más profundos hacia su mujer. Pero, poco a poco, fue intensificando la frecuencia de esos suspiros censurados. Y la foto cada vez estaba más a la vista. Nunca vi esa fotografía. No me atreví jamás a preguntarle sobre su mujer, sobre lo que pasó. Me limitaba a saber que había muerto y punto. Hacía mucho tiempo, dejándoles a él y a su nena, así le gustaba llamarla. Es duro cuando alguien te mira y no te ve. Llegas a obsesionarte de tal angustia que no sabes si cuando te abraza por las noches y huele tu pelo, es el pelo de la otra el que le gustaría aspirar. Llegas a medir tus palabras, tus gestos, para no importunarle, para imitar a una persona que ni siquiera has conocido y todo para agradarle e intentar que vuelva. De verdad, que era algo frustrante. Imagino que para él debía de serlo más. Empezar de cero con una niña pequeña. Que le arrebaten a uno el amor de su vida de esa manera tan injusta. Ya no se vuelve a ser el mismo. Sabía que antes que yo había estado con más mujeres, bastantes. Con ninguna llegó a cuajar del todo. Todas tenían peros. Ahora empiezo a entender esos peros. Yo también los tenía. Todas teníamos el mismo. El pero más grande que nos podía pesar era que no éramos ella. Entiendo que conmigo se relajara y se limitara a suspirar hacia dentro mirando una foto, mientras flotaban los recuerdos. Somos viejos y nuestra carne colgandera llega a un punto que solo quiere compañía al lado para tener a quien echarle el humo de la pipa y tomar el aperitivo en la terraza.
Dejé de ponerme la pulsera de cascabeles, la dejé olvidada de verdad sobre la mesilla de noche. El olor de su pipa a veces me molestaba, pensando que también a su mujer le gustaba y se llevaba un puñadito de ese tabaco dulce en los bolsillos. La imaginaba guapa, de rasgos delicados capaces de hechizar hasta más allá de la eternidad los encantos de un hombre. La envidiaba. No eran celos. Era resquemor al saber que no viviría ese fulgor verdadero. Que mi historia con él era de segunda mano. Como un suéter prestado porque ya no me cabe.
No se levantó los diez minutos antes. Se quedó conmigo en la cama, sentado apoyado sobre el cabecero. Me miró un largo rato.
— ¿Puedo fumar aquí?
Me dijo.
 Me encogí de hombros como respuesta. Él se encendió su pipa como respondido.
A la segunda bocanada de humo me levanté y fui a la cocina a trastear. Mi pulsera sobre la mesilla de noche.
Le escuché levantarse y quejarse de la espalda. Creo que le oí crujir un par de huesos.
Tomamos el aperitivo en la terraza. Callados. No me apetecía hablar. Cerraba los ojos mirando al sol y dejaba que me inundara la cara. Mantenía los ojos cerrados cuando escuché un cascabeleo de gatito cerca de mi. Los abrí extrañada. Él agitaba mi pulsera delante de mi nariz.
—Hace tiempo que no te la pones.
Me dijo.
No dije nada. La cogí y me la metí en la muñeca, simplemente. Como un movimiento ensayado muchas veces.
Se quedó mirándome, otra vez. Me pregunté si vería en mí algo de esa foto porque suspiró mordiéndose el labio. Se levantó de la mesa para acercarse hasta dónde estaba yo. Me abrazó. Me abrazó muy fuerte y me susurró en el oído:
—Te quiero.
Tragué saliva. Y apreté más fuerte su abrazo. Olía a tabaco de pipa. Escuché mis cascabeles tintinear sobre su espalda. Y entonces, le respondí:
—Una tenía que ser.

domingo, 15 de abril de 2012

Desnudar el agua

Tiene un don. No sé cómo lo hace pero lo consigue. Construye imperios con esa cabecita loca que dios le dio. Admiro su valentía. La he visto levantarse con cuarenta de fiebre. Tambalearse con la cara gris, pero permanecer de pie y sin perder la sonrisa. Paciencia infinita en cada gesto, en cada situación, con su niña. Hasta conmigo. Es la reina del despiste. Puede preguntar dónde dejó el móvil a la persona que está hablando pegada a la oreja. Pero así me gusta mi amiga, dulce y serena. De tal manera que maquilla a la perfección su faceta macarra y traviesa. Muy pocos la conocen. Me considero afortunada. Mi maestra de maestras. Mi hombro y mi almohada. Y la que mejor me riñe también. No sé cómo lo hizo pero lo hizo. Construyó un imperio en mi corazón y ahí se instaló a vivir. Y ahora me toca a mí, dejar constancia de esa mudanza ocupa. Yo no sé construir imperios, me conformo con ser su agenda electrónica para esa cabecita loca suya. Si alguna vez le serví de bastón en sus momentos de tambaleos grises, me daré con un canto en los dientes. Es lo que menos podría hacer. Porque así me gusta mi amiga. Especial y única. Con sus rabietas y desaires. Con sus abrazos y sus besos. Nunca palmaditas en la espalda. No es su estilo. Ella pilló el punto muerto conmigo. O soy muy transparente y predecible o es capaz de leer las mentes, las almas. Por eso estoy tranquila, aunque no le diga muy a menudo que la quiero. Tiene un don. No sé cómo lo hace pero consigue desnudar el agua.

En cajas de embalaje

Mentiría si dijera que solo compartimos pelos en el desagüe y facturas. Aunque he de admitir que estuvieron muy presentes entre las dos. Yo ponía los pelos y tú las facturas en la pizarrita. Cada una con su papel en casa. Mentiría si contara que nunca discutimos. Pero hay que reconocer que de esas fueron bien pocas. Es que es muy difícil cuando se tiene una hija adolescente por casa. Mentiría si explicara que conectamos a la perfección desde el principio. De todos modos, lo que sí estaba claro es que ambas nos necesitábamos. Y nos amoldamos enseguida. Nuestras cajas de embalaje decidieron encontrarse a nuestras espaldas. Una colisión frontal en los autos de choque. No miento cuando digo que tú me trajiste amigas y acople a la gran ciudad. También un poquito de serenidad a mis idas y venidas de ave nocturna que se mantiene a la vigilia sin motivo. Un poco de orden a mi acumulación de números en la agenda. Admitiré tus sermones de domingo de tarde. Qué razón tenían. Creo que nunca te solté ninguno. La verdad, es que sabes disimular cuando necesitas uno. Yo río para mis adentros y te dejo estar. No quiero tener el papel de madre. Me gusta seguir con mi labor de pelos y desagües atascados. Las facturas y cosas de mayores no son para mí. Prefiero quedarme con mis cubatas en los relatos. Aunque no quiere decir que si me necesitas, ahí iba a estar. Pero ya sé que lo sabes. A veces, se me olvida que me conoces demasiado bien.
Ahora, nuestras cajas de embalaje han decidido de nuevo a nuestras espaldas y han dicho que se separan. Que toman rumbos diferentes. Mentiría si dijera que no me da pena. Porque lo pienso y el gaznate me pellizca hasta dejarme sin respiración. Pienso en nosotras y me da la risa y el llanto en un mismo estornudo. Mejor voy a parar. Mi garganta ya hace triángulos isósceles. Me iré con la tranquilidad de saber que mis cajas de embalaje te trajeron un novio. Buen trueque a fin de cuentas. Creo que no soy exagerada si admito, sin ser beata ni forofa política, que una mano invisible puso el celofán en esas cajas y escribió el remitente de nuestras vidas en el reverso.
Empaqueto de nuevo. Mis inquietudes de ave nocturna me vuelven a empujar a otros menesteres y, esta vez, tus sermones de domingo me dan el visto bueno. Será que la hija adolescente ha crecido después de todo. Antes de irme, te dejaré una caja vacía con mi nombre. Ya sabes, dentro del armario de tela. Para que así la puedas llenar con las cosas nuevas que te vendrán al paso de mi rastro, estela de estrella fugaz. Prometo limpiar el desagüe antes de entregarte las llaves. Mentiría si admito que me gustará hacerlo. Pero es lo mínimo, si de verdad deseo volver a encontrarme con tus cajas de embalaje.

lunes, 2 de abril de 2012

Café solo

Qué tremenda casualidad encontrarnos en el paseo marítimo de la misma ciudad dónde nos conocimos hace tanto. Tanto, que no sé ni echar las cuentas. Pero para ti no parece que hayan pasado los años. Estás tan guapa como siempre. Y tan morena. Joder. Hay que ver lo morenaza que te pones en verano. Se te tuesta la piel como una rama de canela. Así te conocí, ¿te acuerdas? Morena con aquel pantaloncito corto morado. Qué culo te hacía, madre mía. Y ahora, después de siglos sin saber de ti, me choco de morros con tus destellos de ébano. Ha sido verte y reactivar de nuevo el cosquilleo de la entrepierna que me daba cuando estaba contigo. Joder, si es que estás igual. ¿Un café? Para ponernos al día y hacer un resumen de nuestra existencia en todo este lapsus de tiempo. Y mi mente ya fantasea si acabaremos bailando la noche en la discoteca de turno. Y ya me relamo pensando en cómo terminaremos después. ¿Dónde? En esta heladería tan maja del paseo. Cerquita. Te das la vuelta y me dejas bien a la vista tu perfecto culo, redondito y sobresaliente. Duro como las piedras. Y me vuelvo a relamer. Te dejo caminar delante para deleitarme bien en el contoneo de tus caderas y reparar en lo duro que continua. Has vuelto a caer, y has creído que me rezongueo al andar porque me abrocho bien la correa del reloj. Como cuando nos vimos en la playa la primera tarde que pasamos juntos. Te encontré tumbada boca abajo en la toalla y me quedé flipado de ver ese culo tan redondo abultar la cantidad justa sobre la arena. Encima llevabas ese bikini brasileño. Ese tanga que parecía hilo dental. Azul. Lo recuerdo a la perfección. No te diste cuenta y ya te hice el primer escáner. Luego cuando llegamos al agua, fingí arreglarme de nuevo la correa de mi reloj acuático, solo lo hice para verte saltar las olas y ver ese culo agitarse a las embestidas del mar hasta llegar a la zona mansa de la playa. Me mojaba las muñecas despacio y luego la nuca. Te mentí diciéndote que me gustaba meterme poco a poco al agua. Pero tenía que ver aquel culo con aquel bikini brasileño. Hoy no llevas ese bikini pero el vestidito este ajustado, le hace la justicia necesaria. ¿Nos sentamos? ¿Qué te pido? ¿A quién buscas que te giras tanto? No será a tu novio, ¿no? Y me tengo que sentar de golpe cuando vienen dos niños sonrientes rebozados de arena con un cubo cada uno en la mano. Te llaman mami, no me lo puedo creer. Espero que estés separada o viuda por lo menos, si no me acabas de cortar la picha, guapa. Pero me controlo. Sonrío y te digo que son muy monos. Ah, claro. Pau y César qué ricos. Cinco y tres, qué bien. Heladitos de chocolate para los fieras que ya lucen mellas. Y cómo no, tu eterno té helado. Yo lo de siempre, cerveza.  Te miro ejercer de madre. Cómo les limpias el chocolate de las manos, de la boca, de la frente. Se han puesto perdidos. Te observo reñirles. Con autoridad y un cariño especial. Eso nunca te lo había visto. Claro que, admitamos que pasamos más tiempo desnudos que vestidos el tiempo que estuvimos juntos. Hay que reconocer que son unos niños estupendos y muy disciplinados. Ahí continúan tan sentaditos jugando con sus cubos de playa, esperando que la mami acabe su té helado con este desconocido que les ha pellizcado la nariz. Y sorbo cerveza por ahogar un suspiro y por taparme la boca y no decirme idiota. De repente, me he visto siendo el padre de estos chicos. Limpiándoles yo el chocolate de las manos, de la boca y de la frente. Y me está apeteciendo ser ese alguien que en su día me pediste que fuera y me fui corriendo. Corriendo sin saber a dónde, sin meta. Y la vida me trae de nuevo hasta el paseo marítimo donde tantos veranos he pasado y dónde mismo te conocí. Donde te perdí y dónde ahora me choco de morros contigo después de tanto. Tanto que se me nubla la vista si miro atrás. Ah, que vives aquí ahora. Qué bien. Ya sabes que este sitio me gusta mucho. Yo sigo en la capital, como siempre. Sin vender una escoba. Y no me atrevo preguntarte si eres viuda o algo así. Bueno, más que preguntarte, hago grandes esfuerzos en no suplicarte que lo seas. No puedo dejar de mirarte. Es que estás igual. Con ese aire de niña mala y sexy que a su vez no ha roto un plato en su vida. Y me cuentas que te va bien, que tu novela es un éxito. Grabarán una película. Guau, estás en la cúspide. Me cuentas de todo y no me dices si estás criando sola a tu prole. Me da mucho morbo verte tan morena. Es increíble lo que se te tuesta la piel con lo blancuzca que eres en invierno. ¿Cómo te gustaba llamarlo? Ah, sí. Color acelga. Muy bueno. Me hacía gracia. Los niños se levantan para meter una moneda en la máquina expendedora de pelotitas de goma. Y quiero aprovechar el hueco de intimidad para lanzarme a preguntarte. Abro la boca para hablar pero no me ha salido sonido alguno. Doy otro trago a mi cerveza. Los niños ya vuelven con sus pelotitas de goma botando y gritando como locos. Se sientan en el suelo a nuestro lado, muy obedientes para jugar con su tesoro nuevo y dejar de lado los cubos. Y tú me preguntas por mí. No me hagas esto. Sabes que no me gusta hablar de mí. Me gusta escucharte, que me cuentes tus aventuras diarias. Siempre me gustó de ti que consigues hacer de un hecho cotidiano, el motivo de existencia del día. Así que, no me pidas que hable de mí. Porque estoy haciendo grandes esfuerzos por no dispararte una tralla de palabras humillantes que te supliquen perdón y que volvamos a ser los que éramos antes. Esos folladores innatos. Qué polvos nos pegábamos. Madre mía. Insuperables. Reconócelo. ¿Los niños? Ya los entretendremos con más pelotitas de gomas, por eso no habría problema. No. No me pidas que hable. Que no respondo. El vestido ajustado te marca los tatuajes. Tus tatuajes. Ya se me olvidaban. Ese gato en la ingle… Me entran los sudores fríos y siento mi entrepierna latir por momentos. Te giras para observar a tus fieras con mellas  y me dejas ver el escote de tu espalda. Sabes que siempre te dije que me encantaba tu espalda. La curva de tu cintura. Perfecta. Por eso me corría tan deprisa cuando te follaba por detrás. Y a cuatro patas ya, sí que no podía ni contenerme. Usaba mi truco infalible de pensar en la alineación completa del Atleti. Recuerdo aquella noche en la que me quedé en tu casa. La última noche que pasé contigo. Era verano. Habíamos tenido ya nuestras diferencias, y ya sabías que a mí solo me motivaba el sexo. Pero aún así me dejaste entrar en tu casa de nuevo. Y te pusiste aquel pijama. Bueno, el culote blanco y lacitos. La habitación en penumbra y trajiste un hielo porque tenías calor. Ay, pillina. Calor. Lo derretí frotándotelo por la espalda. No recuerdo imagen más sexy. Todavía no tenías tu sexto tatuaje. Y no aguantamos más. Empezamos a acariciarnos, a masajearnos y luego a mordernos. Nos chupamos los dedos uno a uno. Y te quité el culote. Te desnudé a mi antojo. Y tú te dejaste aún sabiendo que sería la última vez, toda tú rezumabas deseo, y quisiste ser mala de nuevo. Luego volvió la chica buena que vive bajo la chica de fachada morbosa y me planchaste la camisa por la mañana. Y a partir de ahí, nuestro contacto se limitó a llamadas esporádicas y mensajes al móvil. Quedadas de tés rápidos hasta que te perdí la pista. Y aquí te tengo otra vez, tan morena, tan exquisita, con el culo duro a pesar de tener niños, con tu melena ondulada cayéndote perfecta por la curva de tu espalda. Y aquí estoy yo esperando como un bobo que me cuentes que estás disponible, que me hago padre de familia numerosa si hace falta con tal de que vuelvas a mi cama. Que lo nuestro era brutal, acéptalo. Ahora mismo te cogería y te tumbaba encima de la mesa. A la mierda con Pau y a la mierda con César. A la mierda la gente de la terraza. Y a la mierda con tu marido incógnito. Te rajaba el vestido y te espatarraba. No necesitaría pensar en ninguna alineación de ningún equipo. Te lamería cada poro de esa piel canela que tanto me pone. Enredaría con mis dedos esa mata de pelo que tanto me enferma que caiga por tu espalda. Te hiciste el sexto tatuaje y todavía no me lo he follado. Encima de esta mesa de heladería playera sería el momento y el lugar perfecto. Pero, ¿qué haces? Te levantas, ¿dónde vas? Ah, al baño. Vale cuidaré de los fieras. Sí, sí. Sé que son muy buenos. No te preocupes. Te alejas al baño y vuelvo a relamerme con tus andares y con ese culo tan prieto que te marca el vestido. Pau se me acerca. Y me mira unos segundos callado.
— ¿Quieres comerte a mami?
— ¿Qué?
— Mami solo se come a papá.
El ñaco sonríe y vuelve a sentarse en la acera con su hermano y la pelotita de goma. Yo me apresuro en saber reaccionar. Pero no se me ocurre nada brillante. Entonces, busco en mi cartera un billete de veinte y lo dejo en la mesa antes de largarme.