lunes, 2 de abril de 2012

Café solo

Qué tremenda casualidad encontrarnos en el paseo marítimo de la misma ciudad dónde nos conocimos hace tanto. Tanto, que no sé ni echar las cuentas. Pero para ti no parece que hayan pasado los años. Estás tan guapa como siempre. Y tan morena. Joder. Hay que ver lo morenaza que te pones en verano. Se te tuesta la piel como una rama de canela. Así te conocí, ¿te acuerdas? Morena con aquel pantaloncito corto morado. Qué culo te hacía, madre mía. Y ahora, después de siglos sin saber de ti, me choco de morros con tus destellos de ébano. Ha sido verte y reactivar de nuevo el cosquilleo de la entrepierna que me daba cuando estaba contigo. Joder, si es que estás igual. ¿Un café? Para ponernos al día y hacer un resumen de nuestra existencia en todo este lapsus de tiempo. Y mi mente ya fantasea si acabaremos bailando la noche en la discoteca de turno. Y ya me relamo pensando en cómo terminaremos después. ¿Dónde? En esta heladería tan maja del paseo. Cerquita. Te das la vuelta y me dejas bien a la vista tu perfecto culo, redondito y sobresaliente. Duro como las piedras. Y me vuelvo a relamer. Te dejo caminar delante para deleitarme bien en el contoneo de tus caderas y reparar en lo duro que continua. Has vuelto a caer, y has creído que me rezongueo al andar porque me abrocho bien la correa del reloj. Como cuando nos vimos en la playa la primera tarde que pasamos juntos. Te encontré tumbada boca abajo en la toalla y me quedé flipado de ver ese culo tan redondo abultar la cantidad justa sobre la arena. Encima llevabas ese bikini brasileño. Ese tanga que parecía hilo dental. Azul. Lo recuerdo a la perfección. No te diste cuenta y ya te hice el primer escáner. Luego cuando llegamos al agua, fingí arreglarme de nuevo la correa de mi reloj acuático, solo lo hice para verte saltar las olas y ver ese culo agitarse a las embestidas del mar hasta llegar a la zona mansa de la playa. Me mojaba las muñecas despacio y luego la nuca. Te mentí diciéndote que me gustaba meterme poco a poco al agua. Pero tenía que ver aquel culo con aquel bikini brasileño. Hoy no llevas ese bikini pero el vestidito este ajustado, le hace la justicia necesaria. ¿Nos sentamos? ¿Qué te pido? ¿A quién buscas que te giras tanto? No será a tu novio, ¿no? Y me tengo que sentar de golpe cuando vienen dos niños sonrientes rebozados de arena con un cubo cada uno en la mano. Te llaman mami, no me lo puedo creer. Espero que estés separada o viuda por lo menos, si no me acabas de cortar la picha, guapa. Pero me controlo. Sonrío y te digo que son muy monos. Ah, claro. Pau y César qué ricos. Cinco y tres, qué bien. Heladitos de chocolate para los fieras que ya lucen mellas. Y cómo no, tu eterno té helado. Yo lo de siempre, cerveza.  Te miro ejercer de madre. Cómo les limpias el chocolate de las manos, de la boca, de la frente. Se han puesto perdidos. Te observo reñirles. Con autoridad y un cariño especial. Eso nunca te lo había visto. Claro que, admitamos que pasamos más tiempo desnudos que vestidos el tiempo que estuvimos juntos. Hay que reconocer que son unos niños estupendos y muy disciplinados. Ahí continúan tan sentaditos jugando con sus cubos de playa, esperando que la mami acabe su té helado con este desconocido que les ha pellizcado la nariz. Y sorbo cerveza por ahogar un suspiro y por taparme la boca y no decirme idiota. De repente, me he visto siendo el padre de estos chicos. Limpiándoles yo el chocolate de las manos, de la boca y de la frente. Y me está apeteciendo ser ese alguien que en su día me pediste que fuera y me fui corriendo. Corriendo sin saber a dónde, sin meta. Y la vida me trae de nuevo hasta el paseo marítimo donde tantos veranos he pasado y dónde mismo te conocí. Donde te perdí y dónde ahora me choco de morros contigo después de tanto. Tanto que se me nubla la vista si miro atrás. Ah, que vives aquí ahora. Qué bien. Ya sabes que este sitio me gusta mucho. Yo sigo en la capital, como siempre. Sin vender una escoba. Y no me atrevo preguntarte si eres viuda o algo así. Bueno, más que preguntarte, hago grandes esfuerzos en no suplicarte que lo seas. No puedo dejar de mirarte. Es que estás igual. Con ese aire de niña mala y sexy que a su vez no ha roto un plato en su vida. Y me cuentas que te va bien, que tu novela es un éxito. Grabarán una película. Guau, estás en la cúspide. Me cuentas de todo y no me dices si estás criando sola a tu prole. Me da mucho morbo verte tan morena. Es increíble lo que se te tuesta la piel con lo blancuzca que eres en invierno. ¿Cómo te gustaba llamarlo? Ah, sí. Color acelga. Muy bueno. Me hacía gracia. Los niños se levantan para meter una moneda en la máquina expendedora de pelotitas de goma. Y quiero aprovechar el hueco de intimidad para lanzarme a preguntarte. Abro la boca para hablar pero no me ha salido sonido alguno. Doy otro trago a mi cerveza. Los niños ya vuelven con sus pelotitas de goma botando y gritando como locos. Se sientan en el suelo a nuestro lado, muy obedientes para jugar con su tesoro nuevo y dejar de lado los cubos. Y tú me preguntas por mí. No me hagas esto. Sabes que no me gusta hablar de mí. Me gusta escucharte, que me cuentes tus aventuras diarias. Siempre me gustó de ti que consigues hacer de un hecho cotidiano, el motivo de existencia del día. Así que, no me pidas que hable de mí. Porque estoy haciendo grandes esfuerzos por no dispararte una tralla de palabras humillantes que te supliquen perdón y que volvamos a ser los que éramos antes. Esos folladores innatos. Qué polvos nos pegábamos. Madre mía. Insuperables. Reconócelo. ¿Los niños? Ya los entretendremos con más pelotitas de gomas, por eso no habría problema. No. No me pidas que hable. Que no respondo. El vestido ajustado te marca los tatuajes. Tus tatuajes. Ya se me olvidaban. Ese gato en la ingle… Me entran los sudores fríos y siento mi entrepierna latir por momentos. Te giras para observar a tus fieras con mellas  y me dejas ver el escote de tu espalda. Sabes que siempre te dije que me encantaba tu espalda. La curva de tu cintura. Perfecta. Por eso me corría tan deprisa cuando te follaba por detrás. Y a cuatro patas ya, sí que no podía ni contenerme. Usaba mi truco infalible de pensar en la alineación completa del Atleti. Recuerdo aquella noche en la que me quedé en tu casa. La última noche que pasé contigo. Era verano. Habíamos tenido ya nuestras diferencias, y ya sabías que a mí solo me motivaba el sexo. Pero aún así me dejaste entrar en tu casa de nuevo. Y te pusiste aquel pijama. Bueno, el culote blanco y lacitos. La habitación en penumbra y trajiste un hielo porque tenías calor. Ay, pillina. Calor. Lo derretí frotándotelo por la espalda. No recuerdo imagen más sexy. Todavía no tenías tu sexto tatuaje. Y no aguantamos más. Empezamos a acariciarnos, a masajearnos y luego a mordernos. Nos chupamos los dedos uno a uno. Y te quité el culote. Te desnudé a mi antojo. Y tú te dejaste aún sabiendo que sería la última vez, toda tú rezumabas deseo, y quisiste ser mala de nuevo. Luego volvió la chica buena que vive bajo la chica de fachada morbosa y me planchaste la camisa por la mañana. Y a partir de ahí, nuestro contacto se limitó a llamadas esporádicas y mensajes al móvil. Quedadas de tés rápidos hasta que te perdí la pista. Y aquí te tengo otra vez, tan morena, tan exquisita, con el culo duro a pesar de tener niños, con tu melena ondulada cayéndote perfecta por la curva de tu espalda. Y aquí estoy yo esperando como un bobo que me cuentes que estás disponible, que me hago padre de familia numerosa si hace falta con tal de que vuelvas a mi cama. Que lo nuestro era brutal, acéptalo. Ahora mismo te cogería y te tumbaba encima de la mesa. A la mierda con Pau y a la mierda con César. A la mierda la gente de la terraza. Y a la mierda con tu marido incógnito. Te rajaba el vestido y te espatarraba. No necesitaría pensar en ninguna alineación de ningún equipo. Te lamería cada poro de esa piel canela que tanto me pone. Enredaría con mis dedos esa mata de pelo que tanto me enferma que caiga por tu espalda. Te hiciste el sexto tatuaje y todavía no me lo he follado. Encima de esta mesa de heladería playera sería el momento y el lugar perfecto. Pero, ¿qué haces? Te levantas, ¿dónde vas? Ah, al baño. Vale cuidaré de los fieras. Sí, sí. Sé que son muy buenos. No te preocupes. Te alejas al baño y vuelvo a relamerme con tus andares y con ese culo tan prieto que te marca el vestido. Pau se me acerca. Y me mira unos segundos callado.
— ¿Quieres comerte a mami?
— ¿Qué?
— Mami solo se come a papá.
El ñaco sonríe y vuelve a sentarse en la acera con su hermano y la pelotita de goma. Yo me apresuro en saber reaccionar. Pero no se me ocurre nada brillante. Entonces, busco en mi cartera un billete de veinte y lo dejo en la mesa antes de largarme.

1 comentario:

  1. Muy bueno, un poco denso pero muy bueno, has captado el fluir de pensamientos rápidos e incoherentes de los enamorados.

    Un saludo

    ResponderEliminar