jueves, 15 de marzo de 2012

Atunes con olor a mandarina

Di órdenes al cochero que detuviera a los caballos para bajar y escuchar mejor aquellos golpes. Tenía que saber de dónde procedía tal alboroto de cajas y gemidos. Gemidos de esfuerzo acompañados por un golpe seco y metálico. Bajé y comprendí enseguida. Estábamos junto a la lonja en plena hora de carga y descarga de atunes. Atunes enormes como peces espada. Me quedé un rato de pie junto a los caballos contemplando cómo decenas de personas con delantales y botas de goma trajinaba deprisa. El fuerte olor a pescado me dio una bofetada en las narices. Tan así, que tuve que taparme con mi pañuelo blanco y escupí notando las escamas dentro de la boca. Pero no me moví. No había visto trabajar duro de esa manera tan frenética. Sobre todo la de ella. Cargaba las cajas, repletas hasta el borde de aquellos tremendos bichos, de un lado a otro con una fuerza sobre humana. Rara para una mujer. Clavaba un gancho en una esquina de la caja y la levantaba con un fuerte gemido. Y la soltaba allá con otro estruendo de atunes. Pronto me di cuenta que ella era la causante de esos golpes que tanto me habían llamado la atención. Quería verla más de cerca. Esa mujer era fascinante. Apretando más fuerte mi pañuelo en la nariz le di orden al cochero de que esperara y me encaminé hacia la lonja. Era rubia y tenía el pelo agarrado en una coleta despeinada. Sus mejillas estaban muy rojas por el frío y el esfuerzo. Parecía que tenía dos manzanas en la cara. Pude verificar que tenía unos brazos como mulas. Me acerqué más y le sonreí. Ella bajó la mirada ruborizada y soltó otra caja por allá. Los atunes saltaron perezosos. Entonces lo vi. El gancho que usaba para agarrar las cajas en realidad era su gancho. Su garfio. Aquella mujer rubia de portentosos brazos carecía de mano. No pude evitar relamerme. La observé un par de cajas más y volví al coche de caballos. Una vez dentro del carruaje, guardé el pañuelo blanco en el bolsillo interior de mi chaqué y un dulce olor a mandarina me insultó de vuelta al palacete.
No pude dormir pensando en la mujer del garfio y su fuerza de bárbara para mover aquellas cajas. Tan cargadas de atunes. Atunes tremendos. Mi chaqué quedó con olor a pescado. No me atreví mandarlo a lavar. Era lo único que me quedaba para estar cerca de ella cuando no se descargan las cajas del puerto. Decidí fervientemente que quería poseer a aquella mujer, que me rodeara con aquellos brazos de mula y me arañara la espalda con su garfio.
Cada mañana madrugaba mucho para verla llegar a la lonja. Al principio, le pedía a mi cochero que me llevara, pero luego me cansé tener que pagarle tantas monedas extra y determiné por ir yo mismo a pie. Me escondía tras los muros del recinto y espiaba notando cómo se me ponía muy dura la entrepierna. Ya no me tapaba las narices. Me gustaba el olor de los atunes. Era más interesante que el de mandarinas de mi palacete que me seguía todas partes para borrarme el rastro de aquella mujer rubia con manzanas en la cara.
Un día la esperé hasta que terminó la última de sus cajas. Le había comprado flores. Y se las entregué invitándola a salir. Ella se ruborizó como la primera vez que la sonreí y rechazó la invitación. Guardó las flores. Las tiró después. La vi hacerlo mientras se alejaba de la lonja. Eso me enfureció mucho. Nadie me había faltado al respeto de ese modo. Con ese acto no se dio cuenta, pero me había retado hasta límites insospechados. Esa mujer sería mía. Fuera cual fuera el precio. Aquella noche, tampoco pude dormir. Pensando cuál sería mi siguiente paso. No me duché. Quería seguir oliendo a pescado.
Di monedas a dos de sus compañeros  para que nos dejaran solos entre las cajas. Ella echaba cubos de agua al suelo. Iba empapada de agua. Se había quitado el delantal y su vestido se pegaba al cuerpo a la perfección. Me relamí mientras me acercaba a ella por la espalda. Tiraba los cubos con la misma fuerza con la que cargaba esas cajas. La pillé por sorpresa. Lo primero que hice fue inmovilizar la mano del garfio dejándolo encallado en el orificio de una de las cajas con atunes. La empujé con fuerza contra las cajas le apreté la cara contra un atún para que no gritara. Le levanté las faldas del vestido y sobé sus piernas blanquísimas. Estaban mojadas y eran muy suaves. Resbalaban de la misma manera como si tuviera escamas. Le olí su pelo rubio. Le mordí las orejas. Tenía sabor a pescado. Toda ella era un gran atún de manzanas en la cara y garfio en la aleta. No gimió ni gritó como esperaba. Tampoco puso resistencia ni hizo aspavientos para soltar el garfio de su amarre. Le bajé las bragas y la embestí con fuerza por detrás. Una y otra vez. Los atunes saltaban perezosos a cada golpe de cadera mío. Ella resoplaba en silencio. Sabía que le hacía daño. Pero no paré. Nadie tiraba mis flores a la basura. Y mucho menos rechazaba una invitación mía. Así que la sacudí con mi verga hasta que descargué sobre ella. Le subí las bragas y le solté el garfio. No dijo nada. Solo me miró con una compasión que calcinaba el alma. Se bajó las faldas del vestido y se fue corriendo sin más, chapoteando el agua tirada en el suelo. La vi perderse entre las cajas. Me acordé de sus brazos de mula y su garfio que nunca arañaría mi espalda. Entonces, noté un dulce olor a mandarina. La lonja entera me olió a mandarinas. Un empalagoso olor que me borró el de los atunes para siempre.

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