martes, 5 de julio de 2011

Primero A

Y qué mona y qué tierna era la parejita del primero A. Y qué contentos y enamorados por las mañanas en el desayuno. Llenaban la cocina de nenúfares y mariposas con sus besitos por el cuello y las guerras de cosquillas. Y qué asco cuando él le daba de beber a ella de su boca a la suya. “¿Quieres más, cariño?” Y ella reía como una hiena mojigata. “Ji,ji,ji…” Hasta se tapaba la boca ruborizada. Cada mañana, me llegaba impoluto a la ventana de mi cocina el cortejo amoroso de la parejita mona del primero A. Nos separaba el pequeño hueco del patio interior.
La primera en encender la cafetera era yo. Despeinada, con legañas todavía pegadas. Me sacaba las bragas del culo y ponía leche a calentar en el microondas. Entonces, llegaban ellos. Con sus besos y arrumacos. Sus risitas de cuento de hadas del bosque. Bien peinaditos y aseados como los anuncios de cereales. Me daban ganas de vomitar. Me acerqué a la ventana para cerrarla y poder desayunar tranquila. El café no me pasaba con tanta hormona de la pasión flotando en el ambiente. Agarré la hoja de la ventana y los observé un instante antes de cerrar. “¿Quieres más, cariño?” Una nueva arcada me subió por la garganta. La parejita mona me vio mirarles y se quedaron muy quietos y abrazados a la espera de que hiciera algo. Puse cara de asco y cerré con un golpe.
—Y ¿a ésta qué le pasa? — Oí que preguntaba ella.
—¡Bah! Estará celosa.
Y más risitas de hiena mojigata.
Definitivamente, me sentó mal el desayuno. Cerré los puños con tal ímpetu que no me di cuenta hasta llegar el trabajo que continuaba con ellos apretados y con las uñas clavadas en las palmas.
Cafetera. Restregón de ojos con legañas. Bragas en su sitio. Leche en el microondas. Y esperé a que las risas de la hiena mojigata me sacaran de mi letargo matutino.
—¡Vete a la mierda, cabrón! — Escuché.
Y oí ruido de cristales contra el suelo. Incrédula me acerqué a la ventana sin ninguna intención de querer cerrarla. Ella tenía la cara colorada de sofoco y el pelo mojado de congoja. Él intentó abrazarla.
—¡Déjame en paz!
Y le soltó un bofetón que resonó por todo el patio interior. Dio media vuelta y pegó un portazo. Escuché sus pasos al trote bajar por las escaleras.
No me di cuenta, pero había estado como un pasmarote pegada a la ventana de la cocina viendo todo el panorama de la parejita mona del primero A. Él se quedó mirándome con los labios apretados como si quisiera contener un grito.
—Y ¿a ésta qué le pasa? — Pregunté.
Él cerró la ventana dando un fuerte golpe como respuesta.
Cafetera. Ojos con legañas. Bragas con la costura dentro del culo. Leche dando vueltas en el microondas. En la cocina del primero A, solo se escucha el tintineo de una cucharilla golpeando en una taza. Miro por la ventana, él está sentado frente a la encimera en una banqueta de esas como los anuncios de muebles de diseño. No aparta la vista del interior de su taza que no deja de remover y remover. Cierro la ventana con decisión y doy un sorbo a mi café. Salgo al rellano y toco el timbre del primero A. Él aparece despeinado y con la cara sin lavar.
—¿Qué pasa? — Me saluda.
No dudo. Acerco mi boca a la suya y le estampo un beso para pasarle el trago de café.
— ¿Quieres más, cariño?

El interruptor

Mamá había salido y a Elena le tocaba cuidar de su hermana pequeña. Lo hacía desde el salón con la oreja pegada al móvil. Mientras, Maribel se pintaba la cara con la puntería de una escopeta de feria. El lavabo era una piscina de pintalabios y polvos compactos. Maribel estaba a sus anchas, subida a un taburete frente al espejo del baño. Carmín rojo, sombra de ojos azules… Elena continuaba adherida al aparato sin prestar atención a lo que su hermana estaba liando en el baño. Maribel se cansó de pintarse y decidió que los tacones de mamá irían ideales con su maquillaje. Fue hasta el dormitorio, revolvió el armario y encontró los zapatos rojos de mamá, los más altos y bonitos. Iban perfectos con los labios. Se los puso y fue taconeando hasta su cuarto para poner música y bailar con los tacones. Elena colgó el teléfono y  lo tiró a un lado del sofá. Entonces, fue cuando escuchó la música y el escándalo que tenía armado su hermana. La encontró zapateando con frenesí, repicando bien en el suelo los taconazos kilométricos de mamá. Y a Elena se la llevaron los demonios.
— ¿Se puede saber qué estás haciendo, mocosa?
Maribel dejó de zapatear en seco y se quedó mirándola fijamente muy rígida. Elena apagó la música de cuajo.
— ¿Te has visto esa cara? ¿Qué te has hecho?
—Nada.
— ¿Nada? Cuando mamá vea lo que has hecho con sus pinturas, ya verás la que te va a caer, tonta.
—Bueno, a ti también te reñirá. Estabas hablando por el móvil.
—Serás estúpida. Vas a recoger todo lo que has liado en el baño antes de que venga mamá.
—No quiero.
—Pues le diré que has cogido sus zapatos preferidos.
Maribel soltó un soplido, se quitó los zapatos de tacón y fue al baño.
—Déjalo todo como estaba.
—Que siiiiiiií.
Elena dejó hacer a su hermana y volvió al sofá mirando de reojo al móvil.
Maribel acabó de recoger el estropicio del baño y fue a buscar a su hermana. La encontró en el sofá abrazada a sus rodillas, llorando en silencio. Se sentó frente a ella.
— ¿Qué te pasa?
—Desaparece.
— ¿Estás enfadada?
—Que me dejes en paz.
— ¿Por qué lloras?
—No lloro.
—Pues sí. Que te veo. Ya lo recogí todo.
—Pero sigues sin lavarte esa cara de payaso que te has puesto.
— ¿Estás triste?
— ¿No te cansas? Vete a lavarte la cara, anda. Estás fea.
Pero Maribel no se fue. Se quedó mirándola y le acarició el pelo.
— ¿Estás triste por un chico?
— ¿Qué sabrás tú de chicos?
Maribel se encogió de hombros y añadió:
—Marta se ha casado hoy con Luis.
— ¿Marta la de tu clase?
—Sí. Alberto fue el cura. Se casaron en los columpios del patio.
—Interesante.
—Mamá cuando está triste es por un chico…
Entonces, Maribel comenzó a tocar a su hermana con el dedo índice como si estuviera pulsando teclas. En la nariz, en los mofletes, un ojo…
— ¿Qué haces?
—Busco el interruptor.
— ¿El qué?
—Mamá dice que todo el mundo tiene uno. Solo hay que encontrarlo. Y cuando lo tocas, esa persona sonríe.
Elena se quedó mirándola intrigada. Maribel continuaba pulsando con su dedo índice. El brazo, la mano, la barbilla… Cuando llegó al ombligo, Elena sonrió.
— ¡Lo encontré!
Elena abrazó a Maribel.
—Anda, vamos. Te ayudaré a lavarte la cara.

De dos a tres

De dos a tres, Rafael sacaba a pasear a Boris. En verdad, era Boris quien sacaba a pasear a Rafael. Bueno, para ser exactos, era Jacinta quien echaba a la calle a Boris y a Rafael para ordenar la concina a sus anchas después de comer.
— ¡Menos cinco, Rafa! No te duermas y saca a Boris a hacer sus cosas.
—Y ¿no se puede esperar un poquito? Hace un calor a estas horas…
— ¿Fregarás tú los pipís del querido Boris?
— ¡Hombre! Es tu querido Boris…
— ¡Va! Rafa, que son las dos. No me marees.
—Y ¿tengo que ponerle esa correa para pitbulls? No se va a escapar la rata ésa, no.
— ¡Rafa!
—Cojones de perro…
—Ya pasan de las dos.
—Vooooy…
El sol le picaba en la calva. Se la rascó. Arrastró la correa para pitbulls por todo el parque para perritos. La morriña de después de comer le subía por la nariz.
—Venga mea, hombre. Si con ese cuerpecejo de rata, tampoco tendrás mucho que soltar.
Dio un par de vueltas más. Se rascó la calva como seis veces más. Las gotas de sudor le resbalaban por la espalda. Miró el reloj de su muñeca. Dos y veinte. No aguantaba más. Soportar esa calima hasta las tres. Se le erizaba el vello con solo pensarlo. Dio un tirón de correa y decidió volver a casa antes de hora.
— ¿Se puede saber dónde narices te has ido? —Le saludó Jacinta a gritos nada más entrar por la puerta.
Rafael no llegó ni a soltar la correa.
—Esta sí que es buena. ¿Dónde voy a estar? Con tu Boris del alma.
— ¡Ah! ¿Sí? —Replicó soltando la bayeta de golpe sobre la encimera. —Entonces, ¿quién es el que ladra en el balcón?
A Rafael se le aflojaron las rodillas. Pero si… Tiró de la enorme correa y comprobó que al otro lado no había nadie. ¿Cómo había sido posible? Rafael se puso amarillo. Se le derritió la calva escuchando los ladridos desesperados de esa rata con orejas de murciélago. Jacinta guardó una soberana carcajada y dijo retomando la bayeta:
—No pasa nada, Rafa. Todavía hay tiempo hasta las tres…