martes, 29 de mayo de 2012

Un año desnudándonos

Y sí, durante doce meses mondos y lirondos con sus semanas, días y horas, me habéis hecho quitarme la ropa. Me habéis obligado a devanarme los sesos en busca de algo brillante con lo que deslumbraros y haceros estremecer, chillar, rascaros la frente que os den los sudores. Mi objetivo, haceros enfadar, reír, llorar y ¿por qué no? Excitaros también. Desnudarse no solo es desabrocharse el sujetador y dejarlo caer al suelo. Desnudarse es impregnarse con la persona que te quita la ropa. Dejarse llevar por el camino de las palabras encadenadas y dejar que sean la luz tenue de la intimidad de nuestra alma, que solo ella sabe de nuestros tabúes y es más fácil cuando alguien nos lo recuerda con historias que les han pasado a otros, así nos creemos más inocentes, así pensamos que no nos quitamos la camiseta ante el extraño. Pero dejadme que os diga que sí, todos lo hacemos, solo que yo lo disimulo con los algodones sucios de mi cajón. Los secciono y los mezclo con la precisión de mis cuchillas, os lo pongo bien alineaditos con el perfume de los sentimientos para que vosotros solitos os quitéis los pantalones. Me gusta hacerlo. Me gusta desnudarme ante la pantalla cada semana o cada mes. Y si me lo permitís, lo seguiré haciendo por todos los años que pueda. He de confesar que cada vez me es más difícil cumplir con mi objetivo. Pero me excita y me da picores de espalda. Me gusta que las ideas me bombardeen con la eficacia de una metralleta en ráfaga. Me recuerda que estoy aquí y que soy, en definitiva, un alma desnuda.
Gracias a toda mi gente por hacer que al striptease le quede siempre una prenda que quitar.

Cubo de Rubik

Llegas y te desmadejan el alma. Te remueven todo alterando el orden normal de tu cuerpo. Da igual si el riñón late en los pulmones o si al hígado le da por parpadear. No importa. Han mezclado tus colores, ya los verdes están con los rojos, el blanco con los azules y el naranja, bueno, el naranja anda picoteando de aquí para allá. Es un color extraño que busca el protagonismo y la popularidad entre los demás, y nunca sabrá, pobre mío, que siempre será la sombra del rojo, que el amarillo brilla más que él y tiñe tu páncreas en la frente. Sí, eso es lo que pasa cuando llegas. Que te desmenuzan. Te trituran y no sabes por dónde ha venido. Quieres juntar los colores, emparejar cada cual en su casilla y giras y giras la rueda y no consigues más que liarla más. Lo gracioso de esto es que no te rindes. Llegas y te dejas hacer. Sorteas las patadas y esquivas las rastreras que amputan tus pies en el aire. Te atas la cintura con una cuerda  que puedes usar para saltar a la comba. Y a mí todo eso me da igual. Llegué y me dejé mezclar. Te vi y mi naranja saltó de casilla. Te miro y el corazón baja a las rodillas buscando articulaciones. Pero él no tiene la fuerza suficiente y me hace caer de bruces ante la evidencia de que tu cubo se está recomponiendo, ya tienes unidos a todos los rojos y los verdes, solo los blancos se resisten. Y por qué yo quiero que me muerdas la boca y que me arranques un cacho de carne. Porque solo tú sabes mantener a raya mis naranjas y les haces comprender que es más bonito el rojo. Rojo como la sangre que debes derramar de mis labios. Solo tus besos me arden desde que me los das hasta llegar a casa. Me ducho y siguen haciendo cosquillas en mi frenillo. Llegué y vi cómo movías tus casillas y girabas la rueda. Me pediste ayuda, pero me dio miedo. No sabía mezclar los colores, sin saber, pobre de mí, que ya los tenía bien colocaditos cada uno por su lado, asesorados por el naranja. Y ahora es tarde. Mis pulmones no podrán bombear la sangre suficiente al bazo, mi cerebro ya no sabe hacer la digestión sin el amarillo. Los ojos me segregan bilis. Y tú respiras tan contento con tu tráquea bien puesta de su color perfecto. Llegas y te rindes. Llegas y no me insistes, ahora que ya sé jugar. Ahora que las reglas están claras. Ojalá pudiera descolocar tus naranjas con la misma profesionalidad que lo haces tú. Ojalá un día me pidas que te arranque un trozo de intestino o que me lleve una clavícula. Quizá lo haga cuando no te des cuenta. Me iré y me llevaré un suvenir tuyo para comprobar si seré capaz de recomponer mis colores en la soledad de las noches mientras acaricio tu pituitaria. En fin, solo quedará el ojalá. Porque ya me voy mañana, llegaré y te diré que buena suerte. Llegaré y te daré un abrazo tan cordial. Llegaré y te pegaré la última patada en la cara para ver si continúas con tus reflejos intactos. Por querer comprobar si hay un atisbo de esperanza de que me comas la boca. Mastícala bien por favor. Espero, aunque sea un poco, a ver conseguido desmadejaros el alma. Mover un milímetro el omoplato que está pegado a vuestro respaldo de la silla. Llego y os cuento todo esto. Llego y os aconsejo que dejéis al verde invadir al rojo. Es un presumido que se sabe mejor que el naranja. Y el naranja, pobre mío, solo busca el protagonismo de que le hagan un pelín de caso, porque él sí sabe cómo hacer que todos los colores se pongan en su casilla, solo él es el responsable de ponerte los latidos adecuados bajo el esternón.

Abducido

Me llevaron hacia la luz. No sé muy bien por donde vinieron. De repente, sentí un picotazo en la nuca y ya no pude moverme. Me cargaron en una camilla blanca y estrecha. Me transportaron por un túnel de plástico transparente y hermético. Me dejaron tumbado sobre una mesa metálica y fría. Se fueron. Y ahí me quedé un buen rato. No sabría decir cuánto. El picotazo me escocía. Me mareaba. Y ya no recuerdo más. Cuando abrí los ojos, cinco seres de bata blanca estaban a mi alrededor con guantes de látex tiznados de azul. Tardé en averiguar que se trataba de mi sangre. Llevaban unas conchas blancas en la cara que les tapaban la nariz y la boca. Gafas de plástico enormes les cubrían los ojos. No podía distinguirles. No les podría reconocer si me los volviera a encontrar. Tenían tijeras y cuchillos muy pequeños con los que estiraban y seccionaban vísceras. Tardé en averiguar que eran las mías. Ellos no se habían dado cuenta que tenía los ojos abiertos y veía todo lo que hacían. Hablaban. Pero no les entendía. Tenían la voz grave y oscura. Pronunciaban mucho la erre. Y aquellas conchas blancas les cambiaban las ondas de frecuencia. Deslicé mis ojos hacia abajo y a duras penas pude divisar mi tórax abierto en canal. Con el líquido azul chorreando en gruesas gotas. Tenía los brazos y los pies atados. No sentía dolor. Solo notaba el trajinar por mis entrañas con la libertad de esos animales peludos que hay por aquí. Me fijé que había dos tipos de esos seres curiosos. Olían diferente. Y a través de la bata blanca, a dos de ellos, se les adivinaba unos bultos redondos en la parte superior de su escuálido cuerpo. Otro picotazo en la nuca me dejó fuera de combate de nuevo. No sé por cuánto tiempo. Antes de cerrar los ojos vi cómo ellos se quitaban los guantes y dejaban ver sus cinco dedos pequeños y meticulosos. Alguno se quitó la concha de la cara. Error. Ya les reconocería en cualquier parte. Por muchas galaxias en las que quisieran esconderse. Noté el frío de la mesa metálica por toda mi dorsal. Cerré los ojos todavía con mi tórax abierto y chorreando gotas azules.
Abro los ojos. El picotazo todavía me pica en la nuca. Han cosido mi tórax. Y ya no tengo el líquido azul. Una bombilla se enciende en la palma de mi mano. Son los míos que me buscan. Querrán datos de mi expedición. Pero no puedo avisarles. No me puedo mover. Me noto vacío por dentro. La luz parpadea insistentemente. Lo siento. No sé las coordenadas de este planeta de agua y desiertos. Cómo decirles que me han atrapado una panda de bípedos con cinco dedos en las manos y los pies.

Incertidumbre

Z y V rompieron mientras cenaban delante de la tele. Fue una conversación tan tranquila como quien habla de la meteorología y luego pide que le pasen el pan y la sal, gracias. Z y V se levantaron en silencio aprovechando los anuncios y quitaron la mesa. Z fregaba y V secaba y guardaba. Iban con movimientos calculados de cinta transportadora y codo metálico. En silencio. De fondo, el runrún de la tele y el grifo del agua. Volvieron al salón y se esclafaron en el sofá con un soplido de cansancio. Z bajó el volumen de la tele, a pesar de que ya comenzaba el programa.
— ¿Ahora qué? —dijo.
—No sé.
Y V meneó la cabeza mientras se rascaba la barriga.
— ¿Me cortas el pelo?
V lo miró perpleja. Pero no dijo nada. Se levantó del sofá y preparó los utensilios de cortar el pelo. Z se sentó en una silla más alta delante de la tele para continuar viendo el programa mientras le aderezaban las puntas. V le puso la capa de plástico alrededor del cuello y le mojó el pelo. Se armó de sus tijeras y comenzó a cortar. De fondo, el presentador torturaba a preguntas al invitado de honor.
V se puso delante de Z tapándole la visión de la tele, mientras le pulía el flequillo, tan complicado con sus remolinos. Tenía las manos llenas de pelos y le picaban. Z se quejó un poco al no poder ver, pero enseguida cambió de opinión.
— ¿Siempre te pones así con tus clientes?
Y metió la mano por debajo del camisón de V, apretando los muslos.
—Tonto, ya sabes que no. Es solo contigo que tengo confianza. Así te arreglo el flequillo mejor.
V no se apartó. Ni tampoco hizo por quitar las manos de Z de ahí abajo. Encima, si se tocaba se manchaba de pelos. Aguantó y siguió cortando como si nada. Así de largo va bien, gracias.
—Sabes que me pone mucho el camisón que llevas.
—Ya, bueno…
— ¿Ahora ya no podemos follar?
—En teoría no.
—Jolín, pero estás muy buena.
Y apretó un poco más fuerte los muslos y los masajeó a lo largo y ancho subiendo por las nalgas y se quedó ahí amarrado un buen rato. Aprisionando a V.
—Estate quieto o no acabaré nunca.
—No me digas que no te apetece.
Z metió los dedos por entre las bragas y tanteó el terreno.
—Cabrona. Si estás empapada.
Z le bajó las bragas y comenzó a lamerle el coño. V dejó de cortar e intentó mantenerse serena con las tijeras y el peine en la mano. En la tele aplaudían sonoramente.
—Todavía no terminé—se quejó V sin voz.
—Si ya está perfecto —dijo Z subiendo la lengua por el ombligo.
V soltó las tijeras y se rascó los dedos para quitarse los pelos pegados. Z la tumbó encima de la mesa y le subió el camisón hasta el cuello. Se descorchó la bragueta, como el primer pum de una botella de cava y  por allí asomó una erección encarnizada, latiendo. Se la metió de una, como un salivazo de corsario. V se estremeció, todavía le picaban las manos por los pelos pegados. Intentaba rascarse, Z la inmovilizó con una mano, mientras que con la otra le amasaba las tetas. Sin perder el ritmo de las embestidas. V cerró los ojos y se dejó hacer excitada por la brutalidad inusual de Z. V buscó a tientas el borde del camisón que tenía alrededor del cuello para hacerse una improvisada mordaza y amortiguar los chillidos de gata que ya se le escapaban. En la tele dieron más anuncios, el presentador volvió con más preguntas estúpidas de respuesta fácil. Más anuncios. El programa terminó. Más aplausos. Z y V cayeron exhaustos en el suelo. Ya daba igual rebozarse con los pelos cortados. Se miraron y se echaron a reír a carcajadas. V se rascó la barriga.
—Y ¿ahora qué? —dijo Z.
—No sé. ¿Quieres que te depile las cejas?

jueves, 17 de mayo de 2012

Pieles

Armando y Amanda caminaban agarraditos de la mano. El sol de media tarde dorando el césped y abriendo capullos de rosas. Se sentaron en un banco para mirarse a los ojos. Continuaron con las manos pegadas un buen rato antes de hablar.
—Te quiero —dijo Amanda.
Armando sonrió y no supo por qué, pero sintió un pellizco en el pecho. Escuchó el rugido de arranque de una moto sierra y vio a un arlequín maquillado con sus rombos negros en los ojos, empuñarla bien alto para rebanarle los brazos. La sangre salpicó en la cara del arlequín punteando sus rombos. Armando apretó los párpados para hacer desaparecer al payaso lunático.
Amanda notó cómo los dedos de Armando se aferraban en sus manos en un gesto de auxilio.
— ¿Estás bien?
Armando asintió volviéndose a poner los brazos sobre el cuerpo.
—Apenas has hablado. Y estás muy pálido.
—Le doy vueltas a lo de mi marcha.
—Ya encontraremos solución.
—Es eso lo que me preocupa.
—No te entiendo —dijo Amanda frunciendo el ceño.
Y le soltó las manos.
Armando se puso en pie y le pidió a Amanda volver.
Caminaron en silencio con las manos al aire y los hombros paralelos.
Amanda se quedó en el portal de casa viendo cómo se alejaba  Armando, con la sensación de tener plomo en el estómago. Ella ya estaba curada de espanto ante las rabietas de periquito de Armando y los arrebatos de ternura de monjita misionera que le daban de un día para otro. Pero aquello era distinto, lo sabía bien. Y se metió en casa dando un suspiro cansado, intentando en vano que ese soplido lastimero se llevara el plomo de las tripas.
Armando hizo el camino de vuelta bajo el sol de la tarde que ya no abría capullos de rosas, solo pintaba de amarillo ocre las calles. Él veía caer ceniza por todos lados. Llovía ceniza. Al principio, pensó que eran copos de nieve. Pero descubrió lo de la ceniza cuando un copo le tiznó el brazo. Era una cortina espesa que caía flotando desde un cielo despejado de junio. Como si todos los vecinos hubieran decidido rajar sus almohadas de plumas y sacudirlas en nubes blancas desde sus ventanas. Llegó a casa y se espolsó el pelo para quitarse los copos de ceniza que tenía pegados por el flequillo. Se sentó en la cama desnudo, sabiendo que el arlequín le había quitado algo más que los brazos con la moto sierra. Se miró la piel. Había cambiado de color. Ya ni se acordaba de cuál había tenido durante años atrás, en su época de maripositas y nenúfares junto a su primera novia. Cuántos años. Después se fue marchitando como esas rosas del parque cuando el sol se va. Entendió que había conocido a ese payaso de rombos en los ojos mucho antes que esa tarde en el parque y que antes de la moto sierra usó un absorbe vísceras. No había notado el vacío completo hasta que Amanda se lo recordó cuando le había dicho el santo y seña del te quiero. Se miró un rato más la piel. Se palpaba, se pellizcaba. Hasta se clavaba las yemas de los dedos para dibujar circulitos blancos y los observaba desaparecer. El arlequín se sentó a su lado en la cama con ese cuello de merengue rígido y sus rombos negros en los ojos. Todavía tenían las pintas de sangre. El payaso lunático le dio unas palmaditas en el hombro a Armando y le entregó una linterna de luz azul. El arlequín se esfumó en cuanto Armando encendió la linterna. Desprendía una luz tenue y azulona, se alumbró la piel con ella. Empezó por los muslos y los brazos, pero luego se animó por el abdomen y los pies. Descubrió que, al paso de ese haz de luz curiosa, se dibujaban cicatrices y hematomas, incluso alguna herida en carne viva. Se dio cuenta que tenía varias capas de pieles y que cada una de ellas tenía un grabado diferente. Algo así como un árbol cuenta anillos en su tronco. Armando coleccionaba marcas de guerra. Dejó la linterna en la mesilla. A simple vista no veía ninguna de esas cicatrices. Miró a un lado, donde descansaban sus maletas vacías, y pensó en Amanda de nuevo. Se vistió y salió a la calle. Ya era de noche y todavía bailaban hebras de ceniza, suspendidas y brillantes como luciérnagas perdidas en el calor del verano. Los pies o quizá los pensamientos le llevaron a casa de Amanda. Ella abrió sin decir nada, se apoyó en el quicio de la puerta y esperó.
—Mis maletas están llenas de ceniza.
—Te estás poniendo azul. Pasa.
Armando entró, no hablaron más. Abrazó muy fuerte a Amanda que oyó crujir dos costillas bajo su camisón. Armando se lo remangó con torpeza de niño y la upó sobre su cintura para besarla mejor. La tumbó en la cama y él se puso encima. Se miraron un breve instante a los ojos y Amanda vio que las pupilas de Armando tenían la forma de dos rombos negros. Cuando Armando terminó, ella dio media vuelta y se quedó dormida. Desnuda, con la espalda curvada y las rodillas encogidas. Armando no pegó ojo. Se quedó mirando el techo y esperó a que amaneciera. Poco a poco, la habitación se iba llenando de una luz violácea que alumbraba de forma incandescente la piel blanca de Amanda. Armando se quedó mirándola un buen rato, oyéndola dormir, con ese rítmico respirar, el vaivén del sube y baja del pecho. Su piel no tenía capas ni anillos de árboles. Era una piel uniforme y suave, transparente, inmaculada de hematomas y cicatrices. Armando comprendió. Y se dijo que no le gustaría mancillar aquella pureza. Se levantó y se vistió despacito para no despertar a Amanda. Pero se despertó.
— ¿A dónde vas?
—Tengo que tirar una linterna.
—Te quiero.
Y Armando oyó el renqueo de una moto sierra aullar a lo lejos.