jueves, 1 de agosto de 2013

Apagón

Olía a azufre. El naranja del ocaso rebanaba con fuego el horizonte violeta. Y yo, deslizaba mi mano por el cactus de su barba. Teníamos los ojos cerrados y el pulso de su yugular me latía en el dedo índice.
Quería memorizar cada milímetro de su cara. Quemarme con el olor del azufre. Quería grabarlo todo al detalle para cuando llegara el apagón. Era inminente, sentía la presión de la amenaza apretando las costillas, taponando los oídos. Con el apagón ya no olería más a azufre y el cielo se convertiría en un azul cerúleo de lo más común. Sería otro más de tantos que ocurren. Otra separación marcada por kilómetros de distancia. Muchos. Demasiados. En otro continente quizá, quién sabe si con mar. Por aquí es algo habitual ese apagón. No avisa su llegada. No tiene ni fecha ni hora establecida. Ni siquiera un puerto donde atracar. No se necesita licencia para cruzar fronteras y mucho menos hay documentos oficiales firmados. Simplemente todo se vuelve negro y la yugular deja de tener pulso. El dedo índice se queda inerte sin ningún cactus con el que pincharse porque pasará a ser la lánguida piel de un bebé neo nato que llorará y crecerá a más de mil kilómetros de mí, quién sabe si con mar.
Y ahí estábamos con los ojos cerrados, aspirando los últimos retozos del azufre que quemaba la bóveda del cielo. Ahí estábamos memorizando huellas digitales esperando el apagón.
¿Ha pasado ya? me preguntó.
Me sigue pinchando tu barba.
No puedo prometer que me afeitaré.
No te pedí que lo hicieras.
¿Faltará mucho?
Le mandé a callar poniendo mis labios con los suyos. Su saliva tenía sabor a despedida y a mí se me congeló la yugular. No le dije nada para no asustarle. Supe que el apagón estaba próximo. Nos quedaba poco tiempo. Y no sabía qué decirle. Supuse que el silencio y mi mano acariciando su cara serían más que suficientes para memorar el momento previo al apagón. No era la primera vez. Otros vinieron. Distintas caras, con distinto pelo. Pero siempre eran él. Al final nos encontrábamos. Recorría los kilómetros a la redonda sin descanso, cada palmo de ciudades y aldeas, cada centímetro cúbico de cada trocito de mar. Todo, hasta dar con él. Daba igual los años que pudieran pasar. A veces éramos dos ancianitos que resoplábamos cansados en un par de mecedoras viejas y roídas en cualquier porche o residencia, hablábamos idiomas distintos y no nos entendíamos apenas, pero nos bastaba cogernos de la mano en silencio y saber que la búsqueda había terminado.
Después del apagón, el cielo vuelve a lucir su azul cerúleo bien brillante en lo alto de la bóveda y se borran las pistas. Encontrarle era una condena meticulosa tan entretenida y complicada como hallar agua en los desiertos.
¿Cómo podré reconocerte otra vez? le dije.
Me levantó la cara para obligarme a abrir los ojos. Encontré sus pupilas justo en el centro microscópico de las mías y me respondió muy serio:
Los cactus siempre pinchan por algún lado.

Entonces, todo se volvió negro. Sus pupilas se borraron de las mías. El pulso paró de latir. Dejó de oler a azufre y se borraron las señas. El contador de kilómetros se puso a cero otra vez y en alguna playa de algún continente remoto se escuchó el llanto de un bebé al nacer.