Y
justo en el momento en el que estoy en el umbral del agujero negro de
mi nicho, en los albores de una muerte que ya me rozó los talones,
es cuando me doy cuenta de que la huella que creí dejar en la vida
fue absurda. Insignificante. Pequeña. Nula. Y es ahí, mientras
escucho sollozos falsos de plañideras del siglo XXI, cuando descubro
lo tonto que fui. Confesaré un secreto. Es mentira que, una vez
llegados a este punto, ves tu vida pasar delante de ti como en una
proyección de cine en la que tú estás en la gran pantalla como
protagonista principal. Ni está San Pedro pasando lista con un
bolígrafo bic. Nada de eso. Estás tú solo. Ante nadie, ante la
nada. Ante la cruel situación que todos los castillos que creías
tener plantados con sus fosos y sus fuertes se diluyen como arena
entre tus dedos. Tu recuerdo lo arrastra el viento hasta mezclarse
con el monzón margarita. Y luego, oyes unas risas que se confunden
con los truenos. Así es, por duro que parezca. Descubres que tu
existencia ha sido un grano de arroz en la paella, un espejismo
travieso en el desierto. Lo admito, apreté el gatillo del cañón
que me apuntaba a mí. No pude hacer otra cosa cuando lo adiviné a
las once menos cuarto. No me mires con esa cara de cordera. Sabes que
no tenía elección. No me juzgues ni me reproches, esto no es la
carta de un suicida. Te recuerdo que ya morí. La pólvora ya
envenenó los retazos de mi sangre que salpica ahora tu cama. Está
tronando, ya viene. El monzón trae las lluvias hasta anegar tus
ideas. Te nubla los sentidos para que no averigües sus espejismos.
Pero los muy putos sí te ponen pistolas en las manos, para tener más
risas con las que rajar el cielo. Y todo eso lo vi tarde, justo en el
momento en el que mi cuerpo lo engullirá un agujero de hormigón
dormido. Entonces, me pregunto por qué apreté el gatillo si los
espejismos vinieron después. No sé qué hacia en tu cama con una
pistola en la mano. Ni sé de dónde la saqué. Pero ahí estábamos
a las once menos cuarto. Y ¿qué habrías hecho tú en mi lugar? Lo
sé, no me mires con esa cara de cordera. Tus sollozos se mezclan con
los truenos de esta eterna noche. Sé lo que habrías hecho a pesar
de saberte derretida como una chocolatina al sol. Sé que tú, a las
once menos cuarto, habrías esperado el espejismo de menos diez.
miércoles, 24 de octubre de 2012
La fábrica de textil
Teresa
abotonó la camisa sobre el maniquí y luego le ajustó la cintura
con unos alfileres. Los sacaba de uno en uno de la almohadilla
prendida en su muñeca. Doblaba con perfectos pliegues el tejido
suave y escurridizo del raso. Por el ventanal del escaparate entraba
un sol mañanero digno de un día de verano a pesar de estar en
noviembre. A Teresa no le interesaba demasiado aquel sol ni esa luz
dorada que la bañaba a través del reflejo del cristal. Estaba
centrada en la camisa y en dejarlo todo apunto para cuando llegara su
madre y abriera la tienda.
Un
chico se detuvo delante del escaparate. Teresa se sintió observada,
la mirada de aquel muchacho la atravesaba aunque se pusiera detrás
del maniquí. Se hizo la distraída y fingió continuar clavando
alfileres. El chico era guapo. Debía de admitirlo. Le hubiera
gustado que la tienda ya estuviera abierta para que así pudiera
entrar y ella compartiría un par de frases con él, aún siendo las
palabras establecidas de rigor. ¿Tiene la talla S? Es para mi novia,
cumple años. Teresa sonreiría como siempre, tragando la rabia en
ovillos de lana, y le mostraría la talla S y la M por si acaso, la
camisa con puños de encaje y la lisa para los ejecutivos. Él se
llevaría la de encaje, como siempre, y pediría el tique regalo para
posibles devoluciones. Pero Teresa era buena dependienta y sus
clientes nunca volvían con quejas o devoluciones, era capaz de
conocer a esas novias afortunadas aunque no las tuviera delante.
Siempre era lo mismo. Novias afortunadas, Teresa chasqueó la lengua
para sus adentros mientras continuaba con la mirada del chico puesta
en la nuca. Ella ya dejó de ser esa novia afortunada hacía mucho.
Tanto, que ni se acordaba de cuándo fue la última vez que le
regalaron flores o fueron a buscar una camisa de puños de encaje
para ella. Las fábricas de textil se habían olvidado su talla.
El
chico paseó a lo largo del escaparate sin perder de vista los
movimientos de Teresa, ella ya no sabía dónde poner más alfileres
en la camisa. Pero tampoco se atrevía a alejarse del tejido de raso,
quizá los puños de encaje no fueran para ella y debía centrarse en
otros tipos de tela que la aportaran cosas nuevas. Pensó que, tal
vez, si dejaba de tocar la camisa sería como abandonarla, estaría
violando la magia que desprendía ese chico al otro lado del
ventanal. Una extraña comunión que Teresa temió perder si se iba
del expositor. El muchacho caminó arriba y abajo recorriendo bien
cada detalle del cristal. Ella continuó acariciando la camisa
simulando plancharla y ajustarla al maniquí. Miró el reloj,
faltaban unos minutos para abrir la tienda. Su madre estaría al
caer. Se preguntó si el chico se quedaría hasta que abrieran y
luego entraría a preguntar por camisas, ojalá que por camisas lisas
de ejecutivo. Sintió cómo unas musarañas comenzaban a rumiarle en
lo más hondo del estómago. Reconoció que se puso nerviosa con la
mera idea de romper su stock del almacén. Entonces, una preciosa
joven de melena lisa que brillaba como la de los anuncios de
televisión bajo aquel sol de noviembre, se le acercó al muchacho y
le abrazó por la espalda. Él se giró sobresaltado pero feliz,
riendo a carcajadas. Teresa oyó a través del cristal cómo él
recriminaba con cariño la tardanza de la joven. Se dieron un beso de
tornillo delante del ventanal y Teresa ahogó sus musarañas con
ovillos de lana. La pareja se fue dando saltitos de tórtolos cogidos
de la mano. Teresa se quedó ahí plantada, traicionada, clavada al
expositor como si fuera ella el maniquí. Como siempre, era la misma
que se quedaba en los escaparates, bien colocadita y sin quejarse
mientras le pinchaban los alfileres. Los clientes entraban admirados
y atraídos por la belleza de su tejido. La tocaban, buena tela.
Tranquilo, no encoje al lavarla. Unos botones preciosos, sí son de
nácar. Tenemos de varias tallas, el pedido nos ha venido nuevo.
Genial, me lo pienso. Ya vendré. Y se iban. Como siempre. Cuando se
trataba de su camisa, los clientes no volvían. Ni tan siquiera a
quejarse o hacer devoluciones, pero qué iban a devolver, si no se
llevaban nada. Nada. Solo miraban el escaparate y se iban calle
abajo borrando todas sus pistas para no saber de ellos nunca más.
Teresa esperaba a que alguien se decidiera a comprar y tener una flor
de vez en cuando. Tampoco pedía mucho. Ella no necesitaría camisas
con puños de encaje. Le bastaba con ser de nuevo esa novia
afortunada. Capaz que se había pasado de moda, su tejido había
caducado. Pero ¿cómo? Acaso tiramos la camisa de la temporada
pasada. Las fábricas de textil se habían retirado y ya no hacían
camisas de saldo. Teresa no había tenido suerte ni en las rebajas.
Cerró los ojos y se dejó inundar por ese cálido sol de noviembre
que continuaba haciendo justicia a través del cristal. Respiró
hondo sacando una a una aquellas musarañas que se enredaban en lana.
Entre musarañas y ovillos, llegó su madre con estrepitosos buenos
días, llenando la tienda de ruido, ruido de fábrica. Teresa no
movió ni un músculo, un maniquí con rubor en las mejillas.
—Hija,
pero ¿qué haces ahí como un pasmarote?
Teresa
se giró y sonrió:
—Me
convertía en camisa.
martes, 23 de octubre de 2012
Algodón desmaquillante
Había
perdido el paraguas encasquillado en algún punto entre una fachada
de granito y un semáforo caprichoso. Tres varillas se doblaron y
otras dos se partieron en seco sin miramientos. Tiré el paraguas en
la primera papelera que vi y aceleré el paso bajo la fina lluvia que
caía con goterones espesos calando bien. Me detuve en un paso
peatonal y las gotas disolvían el rímel de mis ojos y resbalaba en
cascadas negras por las mejillas. Dos hombres que cruzaban en
sentido contrario al mío, me dedicaron una mirada con expresión
de susto, como si hubieran visto al mismísimo Jocker de Batman, que
más o menos, serían las pintas que debía tener con toda la pintura
emborronada por la cara. Algo me removió por dentro. Un pellizco
justo debajo del estómago me hizo carraspear. Entonces, ahí fue
cuando comprendí a mi amiga Nuria. Dejé que la lluvia me mojara a
gusto y extendí los brazos en cruz bajo aquella cortina de agua.
Notaba las gotas golpear en mi chaqueta, en mi pelo, en la frente, el
agua deslizándose por mi cuello. Notaba las miradas de asombro de
los que a mi lado se ponían para cruzar cuando el muñequito verde
lo indicara. No me importó que pensaran de mí que era una loca sin
paraguas. Solo pensaba en Nuria, en lo mal que me había portado con
ella y en la razón que tenía la condenada. El muñeco dio vía
libre a los peatones, pero yo continué quieta en el borde de la
acera con los brazos extendidos en cruz y la ropa y el pelo
empapados. Quería fundirme en la lluvia de la que tantos años me
había estado agazapando. No tenía ni idea que aquellos impactos
húmedos y fríos hicieran sentir tan bien, tan libre. Como pasear en
ropa interior por casa. Un gorila en la selva. Sonreí. Abrí más y
más la boca hasta convertirla en una carcajada. De nuevo, muñeco
verde y esa vez, sí, crucé. Tuve que hacerlo, aunque me habría
quedado toda una eternidad bajo aquella capa gélida de gotas
barrigonas.
Llegué
a casa chorreando, pero no me afané en ponerme ropa seca y cómoda o
liarme como una autómata con el secador. En lugar de todo ese
ritual, fui directa a buscar mi móvil al bolso y seleccioné el
número de Nuria en la agenda. Reconozco que me puse muy nerviosa.
Hacía tanto que no escuchaba la voz de mi amiga que el corazón me
subió a las sienes y retumbaba como una apisonadora. Tragué saliva
y crucé los dedos por que todavía mantuviera su mismo número. A
medida que el teléfono daba tono, yo viajaba hacia atrás en el
tiempo reviviendo el momento en el que nos peleamos, el día que la
conocí con su coleta y su chándal. Estaba sentada en el suelo,
organizando los libros de su taquilla. Le gustaba tararear canciones
a voz en grito. No se le daba mal, la verdad. Pero llenaba los
pasillos del instituto con sus gorgoritos. Los compañeros la miraban
y se reían entre ellos. Fue ella la que se acercó a mí cuando se
me cayó un cuaderno al suelo. Le di las gracias, se encogió de
hombros y se marchó retomando su canción en el mismo punto donde la
había dejado. No sé por qué la detuve y le pedí que viniera a la
cantina conmigo. Le dije que no me apetecía botarme la clase sola.
Ella sonrió y me dijo que llevaba una baraja en la mochila. A partir
de ese día, intentábamos cuadrar alguna clase para hacer timbas en
la cantina. Comenzamos a buscarnos para ir a fumar algún pitillo
polizón en los recreos. Hasta que un día me invitó a fumar de su
hierba y ya quedábamos para ir al cine los sábados y al parque los
domingos. Conocer a Nuria fue una bendición que aportó a mi vida
una luz nueva de rebeldía. Un camino diferente por el que hallarme
en aquellas edades tan complicadas. Una comprensión casi
inconsciente de saberme afortunada en comparación con la vida de
Nuria. Aunque eso no viene a colación ahora. Nuria es clase de
persona que resalta entre la sociedad como un abrigo rojo en una
película en blanco y negro. Despedía gratitud por cada poro de su
piel, nunca tenía palabras necias para nadie, siempre dispuesta a
ayudar a cualquier causa, la abogada defensora de las injusticias.
Tenía una hiperactividad contagiosa. Intuí su aura especial en el
instituto cuando me la cruzaba con sus cantares haciendo oídos
sordos de las burlas de los demás. Pero nunca llegué a sopesar la
magnitud de su gran personalidad hasta que Nuria entró en mi vida y
se hizo hueco muy, muy despacio. A mis padres no les gustaba Nuria,
pero eso me dio igual cuando decidimos compartir piso en la
universidad, irnos juntas de Erasmus e, incluso, cambiar de ciudad
en busca de futuro. No recuerdo vida sin ella si hago la vista atrás.
Atrás. Atrás me gustaría volver y remendar lo que pasó aquella
tarde. También llovía. Llovía como esta en la que tenía pegado el
móvil a la oreja dando tonos muertos. Nuria no respondió. Dejé el
teléfono tirado en algún rincón. Sentí frío y me acordé que
estaba mojada. Fui al baño y me miré al espejo. Observé mi cara
con el maquillaje esparcido como una acuarela infantil. Recordé las
miradas de aquellas personas en el paso de peatones y me dieron
nauseas. No tenía ganas de cenar. Me quedé apoyada en la ventana
viendo llover. Conté las gotas que se estrellaban contra el cristal.
A Nuria le gustaba hacerlo. Y después, apuntaba el número de gotas
con el dedo índice sobre el cristal empañándolo con vaho. Decía
que así se quedaba el dato guardado hasta la siguiente llovizna y
saber si la lluvia batía récords de gotas. Alguna vez batió alguno
y venía a contármelo con el entusiasmo de una niña con vestido
nuevo. Yo reía y le decía que estaba loca. Ella decía que prefería
pensar en esas cosas que en política. Política. Nunca le interesó
nada de la sociedad, al menos las cosas burocráticas y los
chanchullos de estatus. Así lo llamaba ella. Tenía su propio código
cívico basado en el respeto al prójimo y las simbiosis de la
intuición humana. A veces, pensaba que era demasiado fantástica con
sus pensamientos de chamana ibérica. Pero he de admitir, que su
visión de la vida, la llevó lejos y nunca le ocurrió nada malo, al
menos grave de lo que lamentarse. Mil quinientas dieciséis gotas.
Empañé el cristal con mi aliento y apunté la cifra con el dedo. El
teléfono continuó mudo en el mismo lugar donde lo había tirado.
Nuria continuaría enfadada conmigo. Me pareció lógico a fin de
cuentas. No debí decirle aquello. A ella no. Llovía. Llovía mucho.
Un día de esos para salir en canoa a la calle. Volvía a casa del
trabajo en coche peleando con la marea de conductores desquiciados
que se apelotonaban en cada cruce. Doblé una esquina y vi a lo lejos
caminar a Nuria bajo aquella catarata de agua sin paraguas. No
parecía molestarle tal detalle cuando descubrí que andaba cantando
a voz en grito refugiada en sus auriculares. Las calles se
convirtieron en pasillos de instituto. La gente la miraba como si
fuera un mono verde. Un coche pasó por otra intersección y aceleró
en un tremendo charco con la cruel intención de mojarla. Una nube de
agua se elevó del suelo y la envolvió como una crisálida. Nuria se
quedó muy quieta con la boca abierta. El coche se dio a la fuga. Y
yo también. Llegó a casa con la ropa chopada como si se hubiera
capuzado en una piscina con ella puesta.
—Menuda
cae.
Fue
todo lo que dijo.
Preparaba
algo de cena y salí a su encuentro al pasillo.
—Estás
empapada.
—Olvidé
el paraguas y me pilló de pronto.
Chasqueé
la lengua.
—Y
¿no será que te han mojado?
Le
solté con cierto retintín.
—¿Me
has visto esta tarde?
—Como
todo el pueblo, eres la única a la que se le ocurre andar cantando
por la calle.
—¿A
caso es algo malo?
—Esto
ya no es el instituto, Nuria.
Meneó
la cabeza en señal de desacuerdo, pero sé que se guardó sus
palabras. Y eso me voló la sangre. Fue a su cuarto a cambiarse de
ropa y yo corrí tras ella.
—¿No
tienes nada que decirme? Acaba de mojarte un coche deliberadamente y
¿te quedas tan tranquila?
—Hay
cosas peores que un conductor sin escrúpulos te cale.
—¡Ah!
¿Sí? ¿Como cuáles?
—Como
que una amiga te abandone.
Me
tocó la fibra. Un veneno comenzó a bombear en lo más hondo de mi
estómago.
—Si
no te ayudé fue porque... Porque, por primera vez, me avergoncé de
ti.
Nuria
torció el morro en cuanto escuchó esas balas de mi boca. Luego
sonrió con un bufido despectivo y me dio la espalda.
—Ya
no tenemos catorce años ni somos elfas del bosque para ir así por
la vida. Joder, Nuria, entiéndelo.
Me
justifiqué elevando la voz.
—¿Debo
entender que merecí que ese coche me empapara?
No
dije nada. Nuria movió las manos en un aspaviento de paz.
—Tranquila,
ya no te haré pasar más vergüenza ajena. Lo siento.
Y
no dijo nada más. Recogió sus cosas en una maleta y se fue. No se
alteró lo más mínimo pese a que yo no paraba de gritarle y
recriminarle por su estúpida decisión. Continuó doblando camisetas
y pantalones con suma calma, tarareando sus canciones e ignorándome
por completo. Le pedí perdón, le supliqué, le rogué que no se
fuera de casa. Nuria cerró su maleta y dio un portazo. Ya no supe
más de ella. El orgullo no me hizo reparar en su falta hasta esa
tarde en el paso de peatones.
El
teléfono comenzó a sonar en su lugar de escondite. Reaccioné a su
sonido como si hubieran activado el mecanismo de una bomba y
contestar fuera a detener el cataclismo. Salté sobre el sofá y me
abalancé al móvil como buena jugadora de rugby haciendo un
placaje. Pegué el aparato a la oreja y contesté sin mirar quién
llamaba.
—¿Nuria?
Hola, soy yo. Lo, lo siento... ¿Nuria? ¿Hola?
—¡Hija!
¿Qué pasa? ¿Por qué me llamas Nuria?
—¿Mamá?
La
bomba no estalló. Pero sí reventó dentro de mí una piñata de
desazón llena de caramelos de cactus. Respondí a mi madre con dos
monosílabos y me la quité de encima. No tenía ganas de hablar con
nadie que no se llamara Nuria.
Miré
el reloj. Había pasado mucho tiempo desde que había la llamado y
pensé que sería buena idea hacer un nuevo intento. Aguanté la
respiración mientras pulsaba la tecla verde con su nombre en la
pantalla del móvil. Comenzó a dar tonos y yo retorcí el borde del
pijama con el pulgar mientras pensaba qué le diría.
Los
tonos se ahogaron en la línea y me atendió un servicio contestador.
Quise
colgar pero una voz en off me detuvo. Esperé a la señal de
grabación, tomé aire y dije:
—Hola,
Nuria. Hoy la lluvia dejó mil quinientas dieciséis gotas en la
ventana.
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