miércoles, 24 de octubre de 2012

Espejismos


Y justo en el momento en el que estoy en el umbral del agujero negro de mi nicho, en los albores de una muerte que ya me rozó los talones, es cuando me doy cuenta de que la huella que creí dejar en la vida fue absurda. Insignificante. Pequeña. Nula. Y es ahí, mientras escucho sollozos falsos de plañideras del siglo XXI, cuando descubro lo tonto que fui. Confesaré un secreto. Es mentira que, una vez llegados a este punto, ves tu vida pasar delante de ti como en una proyección de cine en la que tú estás en la gran pantalla como protagonista principal. Ni está San Pedro pasando lista con un bolígrafo bic. Nada de eso. Estás tú solo. Ante nadie, ante la nada. Ante la cruel situación que todos los castillos que creías tener plantados con sus fosos y sus fuertes se diluyen como arena entre tus dedos. Tu recuerdo lo arrastra el viento hasta mezclarse con el monzón margarita. Y luego, oyes unas risas que se confunden con los truenos. Así es, por duro que parezca. Descubres que tu existencia ha sido un grano de arroz en la paella, un espejismo travieso en el desierto. Lo admito, apreté el gatillo del cañón que me apuntaba a mí. No pude hacer otra cosa cuando lo adiviné a las once menos cuarto. No me mires con esa cara de cordera. Sabes que no tenía elección. No me juzgues ni me reproches, esto no es la carta de un suicida. Te recuerdo que ya morí. La pólvora ya envenenó los retazos de mi sangre que salpica ahora tu cama. Está tronando, ya viene. El monzón trae las lluvias hasta anegar tus ideas. Te nubla los sentidos para que no averigües sus espejismos. Pero los muy putos sí te ponen pistolas en las manos, para tener más risas con las que rajar el cielo. Y todo eso lo vi tarde, justo en el momento en el que mi cuerpo lo engullirá un agujero de hormigón dormido. Entonces, me pregunto por qué apreté el gatillo si los espejismos vinieron después. No sé qué hacia en tu cama con una pistola en la mano. Ni sé de dónde la saqué. Pero ahí estábamos a las once menos cuarto. Y ¿qué habrías hecho tú en mi lugar? Lo sé, no me mires con esa cara de cordera. Tus sollozos se mezclan con los truenos de esta eterna noche. Sé lo que habrías hecho a pesar de saberte derretida como una chocolatina al sol. Sé que tú, a las once menos cuarto, habrías esperado el espejismo de menos diez. 

La fábrica de textil


Teresa abotonó la camisa sobre el maniquí y luego le ajustó la cintura con unos alfileres. Los sacaba de uno en uno de la almohadilla prendida en su muñeca. Doblaba con perfectos pliegues el tejido suave y escurridizo del raso. Por el ventanal del escaparate entraba un sol mañanero digno de un día de verano a pesar de estar en noviembre. A Teresa no le interesaba demasiado aquel sol ni esa luz dorada que la bañaba a través del reflejo del cristal. Estaba centrada en la camisa y en dejarlo todo apunto para cuando llegara su madre y abriera la tienda.
Un chico se detuvo delante del escaparate. Teresa se sintió observada, la mirada de aquel muchacho la atravesaba aunque se pusiera detrás del maniquí. Se hizo la distraída y fingió continuar clavando alfileres. El chico era guapo. Debía de admitirlo. Le hubiera gustado que la tienda ya estuviera abierta para que así pudiera entrar y ella compartiría un par de frases con él, aún siendo las palabras establecidas de rigor. ¿Tiene la talla S? Es para mi novia, cumple años. Teresa sonreiría como siempre, tragando la rabia en ovillos de lana, y le mostraría la talla S y la M por si acaso, la camisa con puños de encaje y la lisa para los ejecutivos. Él se llevaría la de encaje, como siempre, y pediría el tique regalo para posibles devoluciones. Pero Teresa era buena dependienta y sus clientes nunca volvían con quejas o devoluciones, era capaz de conocer a esas novias afortunadas aunque no las tuviera delante. Siempre era lo mismo. Novias afortunadas, Teresa chasqueó la lengua para sus adentros mientras continuaba con la mirada del chico puesta en la nuca. Ella ya dejó de ser esa novia afortunada hacía mucho. Tanto, que ni se acordaba de cuándo fue la última vez que le regalaron flores o fueron a buscar una camisa de puños de encaje para ella. Las fábricas de textil se habían olvidado su talla.
El chico paseó a lo largo del escaparate sin perder de vista los movimientos de Teresa, ella ya no sabía dónde poner más alfileres en la camisa. Pero tampoco se atrevía a alejarse del tejido de raso, quizá los puños de encaje no fueran para ella y debía centrarse en otros tipos de tela que la aportaran cosas nuevas. Pensó que, tal vez, si dejaba de tocar la camisa sería como abandonarla, estaría violando la magia que desprendía ese chico al otro lado del ventanal. Una extraña comunión que Teresa temió perder si se iba del expositor. El muchacho caminó arriba y abajo recorriendo bien cada detalle del cristal. Ella continuó acariciando la camisa simulando plancharla y ajustarla al maniquí. Miró el reloj, faltaban unos minutos para abrir la tienda. Su madre estaría al caer. Se preguntó si el chico se quedaría hasta que abrieran y luego entraría a preguntar por camisas, ojalá que por camisas lisas de ejecutivo. Sintió cómo unas musarañas comenzaban a rumiarle en lo más hondo del estómago. Reconoció que se puso nerviosa con la mera idea de romper su stock del almacén. Entonces, una preciosa joven de melena lisa que brillaba como la de los anuncios de televisión bajo aquel sol de noviembre, se le acercó al muchacho y le abrazó por la espalda. Él se giró sobresaltado pero feliz, riendo a carcajadas. Teresa oyó a través del cristal cómo él recriminaba con cariño la tardanza de la joven. Se dieron un beso de tornillo delante del ventanal y Teresa ahogó sus musarañas con ovillos de lana. La pareja se fue dando saltitos de tórtolos cogidos de la mano. Teresa se quedó ahí plantada, traicionada, clavada al expositor como si fuera ella el maniquí. Como siempre, era la misma que se quedaba en los escaparates, bien colocadita y sin quejarse mientras le pinchaban los alfileres. Los clientes entraban admirados y atraídos por la belleza de su tejido. La tocaban, buena tela. Tranquilo, no encoje al lavarla. Unos botones preciosos, sí son de nácar. Tenemos de varias tallas, el pedido nos ha venido nuevo. Genial, me lo pienso. Ya vendré. Y se iban. Como siempre. Cuando se trataba de su camisa, los clientes no volvían. Ni tan siquiera a quejarse o hacer devoluciones, pero qué iban a devolver, si no se llevaban nada. Nada. Solo miraban el escaparate y se iban calle abajo borrando todas sus pistas para no saber de ellos nunca más. Teresa esperaba a que alguien se decidiera a comprar y tener una flor de vez en cuando. Tampoco pedía mucho. Ella no necesitaría camisas con puños de encaje. Le bastaba con ser de nuevo esa novia afortunada. Capaz que se había pasado de moda, su tejido había caducado. Pero ¿cómo? Acaso tiramos la camisa de la temporada pasada. Las fábricas de textil se habían retirado y ya no hacían camisas de saldo. Teresa no había tenido suerte ni en las rebajas. Cerró los ojos y se dejó inundar por ese cálido sol de noviembre que continuaba haciendo justicia a través del cristal. Respiró hondo sacando una a una aquellas musarañas que se enredaban en lana. Entre musarañas y ovillos, llegó su madre con estrepitosos buenos días, llenando la tienda de ruido, ruido de fábrica. Teresa no movió ni un músculo, un maniquí con rubor en las mejillas.
Hija, pero ¿qué haces ahí como un pasmarote?
Teresa se giró y sonrió:
Me convertía en camisa.

martes, 23 de octubre de 2012

Algodón desmaquillante


Había perdido el paraguas encasquillado en algún punto entre una fachada de granito y un semáforo caprichoso. Tres varillas se doblaron y otras dos se partieron en seco sin miramientos. Tiré el paraguas en la primera papelera que vi y aceleré el paso bajo la fina lluvia que caía con goterones espesos calando bien. Me detuve en un paso peatonal y las gotas disolvían el rímel de mis ojos y resbalaba en cascadas negras por las mejillas. Dos hombres que cruzaban en sentido contrario al mío, me dedicaron una mirada con expresión de susto, como si hubieran visto al mismísimo Jocker de Batman, que más o menos, serían las pintas que debía tener con toda la pintura emborronada por la cara. Algo me removió por dentro. Un pellizco justo debajo del estómago me hizo carraspear. Entonces, ahí fue cuando comprendí a mi amiga Nuria. Dejé que la lluvia me mojara a gusto y extendí los brazos en cruz bajo aquella cortina de agua. Notaba las gotas golpear en mi chaqueta, en mi pelo, en la frente, el agua deslizándose por mi cuello. Notaba las miradas de asombro de los que a mi lado se ponían para cruzar cuando el muñequito verde lo indicara. No me importó que pensaran de mí que era una loca sin paraguas. Solo pensaba en Nuria, en lo mal que me había portado con ella y en la razón que tenía la condenada. El muñeco dio vía libre a los peatones, pero yo continué quieta en el borde de la acera con los brazos extendidos en cruz y la ropa y el pelo empapados. Quería fundirme en la lluvia de la que tantos años me había estado agazapando. No tenía ni idea que aquellos impactos húmedos y fríos hicieran sentir tan bien, tan libre. Como pasear en ropa interior por casa. Un gorila en la selva. Sonreí. Abrí más y más la boca hasta convertirla en una carcajada. De nuevo, muñeco verde y esa vez, sí, crucé. Tuve que hacerlo, aunque me habría quedado toda una eternidad bajo aquella capa gélida de gotas barrigonas.
Llegué a casa chorreando, pero no me afané en ponerme ropa seca y cómoda o liarme como una autómata con el secador. En lugar de todo ese ritual, fui directa a buscar mi móvil al bolso y seleccioné el número de Nuria en la agenda. Reconozco que me puse muy nerviosa. Hacía tanto que no escuchaba la voz de mi amiga que el corazón me subió a las sienes y retumbaba como una apisonadora. Tragué saliva y crucé los dedos por que todavía mantuviera su mismo número. A medida que el teléfono daba tono, yo viajaba hacia atrás en el tiempo reviviendo el momento en el que nos peleamos, el día que la conocí con su coleta y su chándal. Estaba sentada en el suelo, organizando los libros de su taquilla. Le gustaba tararear canciones a voz en grito. No se le daba mal, la verdad. Pero llenaba los pasillos del instituto con sus gorgoritos. Los compañeros la miraban y se reían entre ellos. Fue ella la que se acercó a mí cuando se me cayó un cuaderno al suelo. Le di las gracias, se encogió de hombros y se marchó retomando su canción en el mismo punto donde la había dejado. No sé por qué la detuve y le pedí que viniera a la cantina conmigo. Le dije que no me apetecía botarme la clase sola. Ella sonrió y me dijo que llevaba una baraja en la mochila. A partir de ese día, intentábamos cuadrar alguna clase para hacer timbas en la cantina. Comenzamos a buscarnos para ir a fumar algún pitillo polizón en los recreos. Hasta que un día me invitó a fumar de su hierba y ya quedábamos para ir al cine los sábados y al parque los domingos. Conocer a Nuria fue una bendición que aportó a mi vida una luz nueva de rebeldía. Un camino diferente por el que hallarme en aquellas edades tan complicadas. Una comprensión casi inconsciente de saberme afortunada en comparación con la vida de Nuria. Aunque eso no viene a colación ahora. Nuria es clase de persona que resalta entre la sociedad como un abrigo rojo en una película en blanco y negro. Despedía gratitud por cada poro de su piel, nunca tenía palabras necias para nadie, siempre dispuesta a ayudar a cualquier causa, la abogada defensora de las injusticias. Tenía una hiperactividad contagiosa. Intuí su aura especial en el instituto cuando me la cruzaba con sus cantares haciendo oídos sordos de las burlas de los demás. Pero nunca llegué a sopesar la magnitud de su gran personalidad hasta que Nuria entró en mi vida y se hizo hueco muy, muy despacio. A mis padres no les gustaba Nuria, pero eso me dio igual cuando decidimos compartir piso en la universidad, irnos juntas de Erasmus e, incluso, cambiar de ciudad en busca de futuro. No recuerdo vida sin ella si hago la vista atrás. Atrás. Atrás me gustaría volver y remendar lo que pasó aquella tarde. También llovía. Llovía como esta en la que tenía pegado el móvil a la oreja dando tonos muertos. Nuria no respondió. Dejé el teléfono tirado en algún rincón. Sentí frío y me acordé que estaba mojada. Fui al baño y me miré al espejo. Observé mi cara con el maquillaje esparcido como una acuarela infantil. Recordé las miradas de aquellas personas en el paso de peatones y me dieron nauseas. No tenía ganas de cenar. Me quedé apoyada en la ventana viendo llover. Conté las gotas que se estrellaban contra el cristal. A Nuria le gustaba hacerlo. Y después, apuntaba el número de gotas con el dedo índice sobre el cristal empañándolo con vaho. Decía que así se quedaba el dato guardado hasta la siguiente llovizna y saber si la lluvia batía récords de gotas. Alguna vez batió alguno y venía a contármelo con el entusiasmo de una niña con vestido nuevo. Yo reía y le decía que estaba loca. Ella decía que prefería pensar en esas cosas que en política. Política. Nunca le interesó nada de la sociedad, al menos las cosas burocráticas y los chanchullos de estatus. Así lo llamaba ella. Tenía su propio código cívico basado en el respeto al prójimo y las simbiosis de la intuición humana. A veces, pensaba que era demasiado fantástica con sus pensamientos de chamana ibérica. Pero he de admitir, que su visión de la vida, la llevó lejos y nunca le ocurrió nada malo, al menos grave de lo que lamentarse. Mil quinientas dieciséis gotas. Empañé el cristal con mi aliento y apunté la cifra con el dedo. El teléfono continuó mudo en el mismo lugar donde lo había tirado. Nuria continuaría enfadada conmigo. Me pareció lógico a fin de cuentas. No debí decirle aquello. A ella no. Llovía. Llovía mucho. Un día de esos para salir en canoa a la calle. Volvía a casa del trabajo en coche peleando con la marea de conductores desquiciados que se apelotonaban en cada cruce. Doblé una esquina y vi a lo lejos caminar a Nuria bajo aquella catarata de agua sin paraguas. No parecía molestarle tal detalle cuando descubrí que andaba cantando a voz en grito refugiada en sus auriculares. Las calles se convirtieron en pasillos de instituto. La gente la miraba como si fuera un mono verde. Un coche pasó por otra intersección y aceleró en un tremendo charco con la cruel intención de mojarla. Una nube de agua se elevó del suelo y la envolvió como una crisálida. Nuria se quedó muy quieta con la boca abierta. El coche se dio a la fuga. Y yo también. Llegó a casa con la ropa chopada como si se hubiera capuzado en una piscina con ella puesta.
Menuda cae.
Fue todo lo que dijo.
Preparaba algo de cena y salí a su encuentro al pasillo.
Estás empapada.
Olvidé el paraguas y me pilló de pronto.
Chasqueé la lengua.
Y ¿no será que te han mojado?
Le solté con cierto retintín.
¿Me has visto esta tarde?
Como todo el pueblo, eres la única a la que se le ocurre andar cantando por la calle.
¿A caso es algo malo?
Esto ya no es el instituto, Nuria.
Meneó la cabeza en señal de desacuerdo, pero sé que se guardó sus palabras. Y eso me voló la sangre. Fue a su cuarto a cambiarse de ropa y yo corrí tras ella.
¿No tienes nada que decirme? Acaba de mojarte un coche deliberadamente y ¿te quedas tan tranquila?
Hay cosas peores que un conductor sin escrúpulos te cale.
¡Ah! ¿Sí? ¿Como cuáles?
Como que una amiga te abandone.
Me tocó la fibra. Un veneno comenzó a bombear en lo más hondo de mi estómago.
Si no te ayudé fue porque... Porque, por primera vez, me avergoncé de ti.
Nuria torció el morro en cuanto escuchó esas balas de mi boca. Luego sonrió con un bufido despectivo y me dio la espalda.
Ya no tenemos catorce años ni somos elfas del bosque para ir así por la vida. Joder, Nuria, entiéndelo.
Me justifiqué elevando la voz.
¿Debo entender que merecí que ese coche me empapara?
No dije nada. Nuria movió las manos en un aspaviento de paz.
Tranquila, ya no te haré pasar más vergüenza ajena. Lo siento.
Y no dijo nada más. Recogió sus cosas en una maleta y se fue. No se alteró lo más mínimo pese a que yo no paraba de gritarle y recriminarle por su estúpida decisión. Continuó doblando camisetas y pantalones con suma calma, tarareando sus canciones e ignorándome por completo. Le pedí perdón, le supliqué, le rogué que no se fuera de casa. Nuria cerró su maleta y dio un portazo. Ya no supe más de ella. El orgullo no me hizo reparar en su falta hasta esa tarde en el paso de peatones.
El teléfono comenzó a sonar en su lugar de escondite. Reaccioné a su sonido como si hubieran activado el mecanismo de una bomba y contestar fuera a detener el cataclismo. Salté sobre el sofá y me abalancé al móvil como buena jugadora de rugby haciendo un placaje. Pegué el aparato a la oreja y contesté sin mirar quién llamaba.
¿Nuria? Hola, soy yo. Lo, lo siento... ¿Nuria? ¿Hola?
¡Hija! ¿Qué pasa? ¿Por qué me llamas Nuria?
¿Mamá?
La bomba no estalló. Pero sí reventó dentro de mí una piñata de desazón llena de caramelos de cactus. Respondí a mi madre con dos monosílabos y me la quité de encima. No tenía ganas de hablar con nadie que no se llamara Nuria.
Miré el reloj. Había pasado mucho tiempo desde que había la llamado y pensé que sería buena idea hacer un nuevo intento. Aguanté la respiración mientras pulsaba la tecla verde con su nombre en la pantalla del móvil. Comenzó a dar tonos y yo retorcí el borde del pijama con el pulgar mientras pensaba qué le diría.
Los tonos se ahogaron en la línea y me atendió un servicio contestador.
Quise colgar pero una voz en off me detuvo. Esperé a la señal de grabación, tomé aire y dije:
Hola, Nuria. Hoy la lluvia dejó mil quinientas dieciséis gotas en la ventana.