Teresa
abotonó la camisa sobre el maniquí y luego le ajustó la cintura
con unos alfileres. Los sacaba de uno en uno de la almohadilla
prendida en su muñeca. Doblaba con perfectos pliegues el tejido
suave y escurridizo del raso. Por el ventanal del escaparate entraba
un sol mañanero digno de un día de verano a pesar de estar en
noviembre. A Teresa no le interesaba demasiado aquel sol ni esa luz
dorada que la bañaba a través del reflejo del cristal. Estaba
centrada en la camisa y en dejarlo todo apunto para cuando llegara su
madre y abriera la tienda.
Un
chico se detuvo delante del escaparate. Teresa se sintió observada,
la mirada de aquel muchacho la atravesaba aunque se pusiera detrás
del maniquí. Se hizo la distraída y fingió continuar clavando
alfileres. El chico era guapo. Debía de admitirlo. Le hubiera
gustado que la tienda ya estuviera abierta para que así pudiera
entrar y ella compartiría un par de frases con él, aún siendo las
palabras establecidas de rigor. ¿Tiene la talla S? Es para mi novia,
cumple años. Teresa sonreiría como siempre, tragando la rabia en
ovillos de lana, y le mostraría la talla S y la M por si acaso, la
camisa con puños de encaje y la lisa para los ejecutivos. Él se
llevaría la de encaje, como siempre, y pediría el tique regalo para
posibles devoluciones. Pero Teresa era buena dependienta y sus
clientes nunca volvían con quejas o devoluciones, era capaz de
conocer a esas novias afortunadas aunque no las tuviera delante.
Siempre era lo mismo. Novias afortunadas, Teresa chasqueó la lengua
para sus adentros mientras continuaba con la mirada del chico puesta
en la nuca. Ella ya dejó de ser esa novia afortunada hacía mucho.
Tanto, que ni se acordaba de cuándo fue la última vez que le
regalaron flores o fueron a buscar una camisa de puños de encaje
para ella. Las fábricas de textil se habían olvidado su talla.
El
chico paseó a lo largo del escaparate sin perder de vista los
movimientos de Teresa, ella ya no sabía dónde poner más alfileres
en la camisa. Pero tampoco se atrevía a alejarse del tejido de raso,
quizá los puños de encaje no fueran para ella y debía centrarse en
otros tipos de tela que la aportaran cosas nuevas. Pensó que, tal
vez, si dejaba de tocar la camisa sería como abandonarla, estaría
violando la magia que desprendía ese chico al otro lado del
ventanal. Una extraña comunión que Teresa temió perder si se iba
del expositor. El muchacho caminó arriba y abajo recorriendo bien
cada detalle del cristal. Ella continuó acariciando la camisa
simulando plancharla y ajustarla al maniquí. Miró el reloj,
faltaban unos minutos para abrir la tienda. Su madre estaría al
caer. Se preguntó si el chico se quedaría hasta que abrieran y
luego entraría a preguntar por camisas, ojalá que por camisas lisas
de ejecutivo. Sintió cómo unas musarañas comenzaban a rumiarle en
lo más hondo del estómago. Reconoció que se puso nerviosa con la
mera idea de romper su stock del almacén. Entonces, una preciosa
joven de melena lisa que brillaba como la de los anuncios de
televisión bajo aquel sol de noviembre, se le acercó al muchacho y
le abrazó por la espalda. Él se giró sobresaltado pero feliz,
riendo a carcajadas. Teresa oyó a través del cristal cómo él
recriminaba con cariño la tardanza de la joven. Se dieron un beso de
tornillo delante del ventanal y Teresa ahogó sus musarañas con
ovillos de lana. La pareja se fue dando saltitos de tórtolos cogidos
de la mano. Teresa se quedó ahí plantada, traicionada, clavada al
expositor como si fuera ella el maniquí. Como siempre, era la misma
que se quedaba en los escaparates, bien colocadita y sin quejarse
mientras le pinchaban los alfileres. Los clientes entraban admirados
y atraídos por la belleza de su tejido. La tocaban, buena tela.
Tranquilo, no encoje al lavarla. Unos botones preciosos, sí son de
nácar. Tenemos de varias tallas, el pedido nos ha venido nuevo.
Genial, me lo pienso. Ya vendré. Y se iban. Como siempre. Cuando se
trataba de su camisa, los clientes no volvían. Ni tan siquiera a
quejarse o hacer devoluciones, pero qué iban a devolver, si no se
llevaban nada. Nada. Solo miraban el escaparate y se iban calle
abajo borrando todas sus pistas para no saber de ellos nunca más.
Teresa esperaba a que alguien se decidiera a comprar y tener una flor
de vez en cuando. Tampoco pedía mucho. Ella no necesitaría camisas
con puños de encaje. Le bastaba con ser de nuevo esa novia
afortunada. Capaz que se había pasado de moda, su tejido había
caducado. Pero ¿cómo? Acaso tiramos la camisa de la temporada
pasada. Las fábricas de textil se habían retirado y ya no hacían
camisas de saldo. Teresa no había tenido suerte ni en las rebajas.
Cerró los ojos y se dejó inundar por ese cálido sol de noviembre
que continuaba haciendo justicia a través del cristal. Respiró
hondo sacando una a una aquellas musarañas que se enredaban en lana.
Entre musarañas y ovillos, llegó su madre con estrepitosos buenos
días, llenando la tienda de ruido, ruido de fábrica. Teresa no
movió ni un músculo, un maniquí con rubor en las mejillas.
—Hija,
pero ¿qué haces ahí como un pasmarote?
Teresa
se giró y sonrió:
—Me
convertía en camisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario