miércoles, 24 de octubre de 2012

La fábrica de textil


Teresa abotonó la camisa sobre el maniquí y luego le ajustó la cintura con unos alfileres. Los sacaba de uno en uno de la almohadilla prendida en su muñeca. Doblaba con perfectos pliegues el tejido suave y escurridizo del raso. Por el ventanal del escaparate entraba un sol mañanero digno de un día de verano a pesar de estar en noviembre. A Teresa no le interesaba demasiado aquel sol ni esa luz dorada que la bañaba a través del reflejo del cristal. Estaba centrada en la camisa y en dejarlo todo apunto para cuando llegara su madre y abriera la tienda.
Un chico se detuvo delante del escaparate. Teresa se sintió observada, la mirada de aquel muchacho la atravesaba aunque se pusiera detrás del maniquí. Se hizo la distraída y fingió continuar clavando alfileres. El chico era guapo. Debía de admitirlo. Le hubiera gustado que la tienda ya estuviera abierta para que así pudiera entrar y ella compartiría un par de frases con él, aún siendo las palabras establecidas de rigor. ¿Tiene la talla S? Es para mi novia, cumple años. Teresa sonreiría como siempre, tragando la rabia en ovillos de lana, y le mostraría la talla S y la M por si acaso, la camisa con puños de encaje y la lisa para los ejecutivos. Él se llevaría la de encaje, como siempre, y pediría el tique regalo para posibles devoluciones. Pero Teresa era buena dependienta y sus clientes nunca volvían con quejas o devoluciones, era capaz de conocer a esas novias afortunadas aunque no las tuviera delante. Siempre era lo mismo. Novias afortunadas, Teresa chasqueó la lengua para sus adentros mientras continuaba con la mirada del chico puesta en la nuca. Ella ya dejó de ser esa novia afortunada hacía mucho. Tanto, que ni se acordaba de cuándo fue la última vez que le regalaron flores o fueron a buscar una camisa de puños de encaje para ella. Las fábricas de textil se habían olvidado su talla.
El chico paseó a lo largo del escaparate sin perder de vista los movimientos de Teresa, ella ya no sabía dónde poner más alfileres en la camisa. Pero tampoco se atrevía a alejarse del tejido de raso, quizá los puños de encaje no fueran para ella y debía centrarse en otros tipos de tela que la aportaran cosas nuevas. Pensó que, tal vez, si dejaba de tocar la camisa sería como abandonarla, estaría violando la magia que desprendía ese chico al otro lado del ventanal. Una extraña comunión que Teresa temió perder si se iba del expositor. El muchacho caminó arriba y abajo recorriendo bien cada detalle del cristal. Ella continuó acariciando la camisa simulando plancharla y ajustarla al maniquí. Miró el reloj, faltaban unos minutos para abrir la tienda. Su madre estaría al caer. Se preguntó si el chico se quedaría hasta que abrieran y luego entraría a preguntar por camisas, ojalá que por camisas lisas de ejecutivo. Sintió cómo unas musarañas comenzaban a rumiarle en lo más hondo del estómago. Reconoció que se puso nerviosa con la mera idea de romper su stock del almacén. Entonces, una preciosa joven de melena lisa que brillaba como la de los anuncios de televisión bajo aquel sol de noviembre, se le acercó al muchacho y le abrazó por la espalda. Él se giró sobresaltado pero feliz, riendo a carcajadas. Teresa oyó a través del cristal cómo él recriminaba con cariño la tardanza de la joven. Se dieron un beso de tornillo delante del ventanal y Teresa ahogó sus musarañas con ovillos de lana. La pareja se fue dando saltitos de tórtolos cogidos de la mano. Teresa se quedó ahí plantada, traicionada, clavada al expositor como si fuera ella el maniquí. Como siempre, era la misma que se quedaba en los escaparates, bien colocadita y sin quejarse mientras le pinchaban los alfileres. Los clientes entraban admirados y atraídos por la belleza de su tejido. La tocaban, buena tela. Tranquilo, no encoje al lavarla. Unos botones preciosos, sí son de nácar. Tenemos de varias tallas, el pedido nos ha venido nuevo. Genial, me lo pienso. Ya vendré. Y se iban. Como siempre. Cuando se trataba de su camisa, los clientes no volvían. Ni tan siquiera a quejarse o hacer devoluciones, pero qué iban a devolver, si no se llevaban nada. Nada. Solo miraban el escaparate y se iban calle abajo borrando todas sus pistas para no saber de ellos nunca más. Teresa esperaba a que alguien se decidiera a comprar y tener una flor de vez en cuando. Tampoco pedía mucho. Ella no necesitaría camisas con puños de encaje. Le bastaba con ser de nuevo esa novia afortunada. Capaz que se había pasado de moda, su tejido había caducado. Pero ¿cómo? Acaso tiramos la camisa de la temporada pasada. Las fábricas de textil se habían retirado y ya no hacían camisas de saldo. Teresa no había tenido suerte ni en las rebajas. Cerró los ojos y se dejó inundar por ese cálido sol de noviembre que continuaba haciendo justicia a través del cristal. Respiró hondo sacando una a una aquellas musarañas que se enredaban en lana. Entre musarañas y ovillos, llegó su madre con estrepitosos buenos días, llenando la tienda de ruido, ruido de fábrica. Teresa no movió ni un músculo, un maniquí con rubor en las mejillas.
Hija, pero ¿qué haces ahí como un pasmarote?
Teresa se giró y sonrió:
Me convertía en camisa.

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