jueves, 21 de febrero de 2013

Vértigo


Aprendí lo que era el vértigo sin necesidad de asomarme a ningún acantilado. Es un pellizco en el estómago. Una sensación de vacío bajo los pies. El amanecer pinta mejor sus tonos de vino rosado cuando te miro y me deleito con tu nariz aplastada contra la almohada. Tu respiración supera al piar de los pájaros matutinos que se posan en el campanario de la iglesia. Proporciona la seguridad de que será un gran día. Me chiva el secreto de que estarás conmigo. Pero la desconfianza del que camina con los ojos vendados en una pasarela sobre un barranco escarpado, me impide dormir hasta que calienta el sol en la ventana y aplastar contigo la nariz en la almohada. No hay mayor deporte de riesgo que amar. La adrenalina bombea por mis venas y me pellizca en el estómago. Vértigo. Y es cuando más deseo quedarme inerte en el borde del acantilado de tus ojos para que me miren siempre y nunca más vivir la sensación de náufrago en una balsa para regar tomates. Porque el mismo vértigo da para el que vende su alma a cambio de humo. Te di todas mis brasas y acaricio las tuyas con cañas de bambú. Prometo cuidarlas, pero vértigo da cuando una madre deja a su criatura en manos de una niñera novata. No quiero ser esa madre. Quiero aplastar mi nariz contra la almohada tranquilamente y esperar que el vino rosado de la mañana se convierta en tinto de luna nueva. Me gustaría pillarte una vez mordiéndote el labio inferior mientras me espías al dormir. Porque hayas sentido que tus pies pisaron en falso en el mismo acantilado donde respiré tu aliento. Me gustaría que el estómago te pellizcara al menos esta vez para que no tenga que explicarte qué es el vértigo. Porque juntos somos el dopping que nos hace superar los deportes extremos. Porque sé que somos flotadores en buques de guerra. Asomarse a la barandilla del balcón del piso treinta y siete es lo que tiene, que puedes ver mejor a los pájaros matutinos que se posan en el campanario de la iglesia. Aprendí lo que era el vértigo sin necesidad de levantarme de la cama. Es un pellizco en el estómago que bombea mi adrenalina cuando te miro.

Soldaduras


Soñé que saltaban mariquitas de mi pelo. Diminutas bolas rojas moteadas de negro. Caramelos de fresa y mora con patitas. Botaban por el lavabo y crujían bajo mis pies. Entonces supe que me iban a abrir el pecho en canal. Esperarían a que despertara o a que las mariquitas emigraran a otro país para aprender inglés. A partir de ese momento, mi corazón padecería de dolor de muelas.
Y así fue. Por la mañana las costillas estaban separadas por la exacta mitad de mi esternón. En la mesa de noche un pos-it pegado con un simple ciao. Y lo curioso de todo esto es que llevaba meses sin verla. Retrasos del correo supongo. Me miré en el espejo y la herida del pecho no tenía buena pinta. Me acordé del día en que decidimos soldarnos el alma, como los cortes en las palmas de las manos para los rituales de sangre. Hacía sol y en el césped de su cama había migas de pan. Ese día se paró el tiempo y las mariquitas empezaron a hacer sus maletas y a rellenar formularios para la academia de idiomas. Tuve miedo de creerlas capaces y mucho menos las creí tan indispensables sobre mi cabeza. Pero soñé que se iban de mi pelo y fue al despertar cuando me sentí sola de verdad. Desde que mi soldadura se rasgó, en mi cama ya no crece el césped y las migas de pan se las comen las palomas. Fue en ese sueño loco en el que vi llorar a mi amiga. Fue después de que las mariquitas se colaran por el desagüe del lavabo cuando ella sacó el puñal para abrirme en canal. No lo vi. Cerré los ojos para poder despertar rápido, pero ya estaba el corazón en su boca y la sangre en sus manos. En el quinto piso de la Torre Eiffel, a la exacta mitad del Coliseo de Roma estaba el pos-it con el simple ciao. Comprendí que ciao en italiano también es hola. Y volví a despertar con la cicatriz soldada en el pecho, con un discreto latido en su interior y un montón de mariquitas muertas por el suelo del baño.

Macedonia


No sé por qué lo hago. No sé por qué me gusta tanto flirtear contigo. Pero lo hago. Y mucho. Es que te miro, ahí sentadito en esa banqueta que solo te sujeta una nalga. Y es que no puede ser, encima te colocas debajo del tubo fluorescente para que te brille la calva. Tus patillas pobladas de rizos espumosos luchan por sobresalir de las gafas de pasta, que te dan ese aire de chico intelectual negando rotundamente la idea de que te gusta machacártela observando mis fotos. Me he colocado justo enfrente de ti, para que no pierdas detalle. Sé que te gusta mirarme. Y a mí que me mires, todavía no sé por qué. Me acomodo en el acolchado del sofá de nuestro rincón favorito del bar. No hay mucha gente y todo está iluminado con el brillo de tu calva. Te miro para asegurarme de que no me quitas el ojo. Perfecto. Estás desabrochándome el pantalón o mordiéndome una teta. Me lo dicen tus ojillos a través de las gafas de pasta. Me encanta. Te relames y eso me hace sentir sexy. Me excita saberme la musa perra de tus ensoñaciones lascivas. Sí. Deseada, como las tops de las portadas de revista. Suspiro para refrigerarme. Mi novio me toca con todo el respeto del mundo, me acaricia el pelo y me besa en la frente. Pero de vez en cuando también me gusta que me den un azotito en el culo.
Podríamos actuar. Una leve señal de ceja y nos colamos en el baño juntos. Me arrancas la ropa, me muerdes y me pellizcas. O un roce de labios con mi lengua y te hago venir al rincón para que te acoples a mi lado del sofá. La música ahogaría mis gemidos de gata y tú podrías meterme mano a gusto. Pero no hacemos nada. Levantas una mano para que la camarera te sirva otra cerveza y yo finjo mirar la carta de cócteles. Te mantienes firme porque respetas la barrera natural del macho contrincante. Esperas que sea yo la que dé el disparo de salida. Pero no sé por qué, mis bujías no hacen chispa por muy calientes que estén. No sé por qué, pero me meto la mano dentro de la bragueta. Veo tus ojos salirse de las gafas y sé que me acaricias el cuello y me lames el pezón derecho, es el que más te gusta. Pienso que quizá podría acercarme y restregarme en tu nalga sobrante. Chuparte el lóbulo de la oreja que te pone tan malo. Pero no puedo sacar mi mano de la bragueta. No sé por qué. No dejes de mirarme.