Aprendí
lo que era el vértigo sin necesidad de asomarme a ningún
acantilado. Es un pellizco en el estómago. Una sensación de vacío
bajo los pies. El amanecer pinta mejor sus tonos de vino rosado
cuando te miro y me deleito con tu nariz aplastada contra la
almohada. Tu respiración supera al piar de los pájaros matutinos
que se posan en el campanario de la iglesia. Proporciona la seguridad
de que será un gran día. Me chiva el secreto de que estarás
conmigo. Pero la desconfianza del que camina con los ojos vendados en
una pasarela sobre un barranco escarpado, me impide dormir hasta que
calienta el sol en la ventana y aplastar contigo la nariz en la
almohada. No hay mayor deporte de riesgo que amar. La adrenalina
bombea por mis venas y me pellizca en el estómago. Vértigo. Y es
cuando más deseo quedarme inerte en el borde del acantilado de tus
ojos para que me miren siempre y nunca más vivir la sensación de
náufrago en una balsa para regar tomates. Porque el mismo vértigo
da para el que vende su alma a cambio de humo. Te di todas mis brasas
y acaricio las tuyas con cañas de bambú. Prometo cuidarlas, pero
vértigo da cuando una madre deja a su criatura en manos de una
niñera novata. No quiero ser esa madre. Quiero aplastar mi nariz
contra la almohada tranquilamente y esperar que el vino rosado de la
mañana se convierta en tinto de luna nueva. Me gustaría pillarte
una vez mordiéndote el labio inferior mientras me espías al dormir.
Porque hayas sentido que tus pies pisaron en falso en el mismo
acantilado donde respiré tu aliento. Me gustaría que el estómago
te pellizcara al menos esta vez para que no tenga que explicarte qué
es el vértigo. Porque juntos somos el dopping que nos hace superar
los deportes extremos. Porque sé que somos flotadores en buques de
guerra. Asomarse a la barandilla del balcón del piso treinta y siete
es lo que tiene, que puedes ver mejor a los pájaros matutinos que se
posan en el campanario de la iglesia. Aprendí lo que era el vértigo
sin necesidad de levantarme de la cama. Es un pellizco en el estómago
que bombea mi adrenalina cuando te miro.
jueves, 21 de febrero de 2013
Soldaduras
Soñé
que saltaban mariquitas de mi pelo. Diminutas bolas rojas moteadas de
negro. Caramelos de fresa y mora con patitas. Botaban por el lavabo y
crujían bajo mis pies. Entonces supe que me iban a abrir el pecho en
canal. Esperarían a que despertara o a que las mariquitas emigraran
a otro país para aprender inglés. A partir de ese momento, mi
corazón padecería de dolor de muelas.
Y
así fue. Por la mañana las costillas estaban separadas por la
exacta mitad de mi esternón. En la mesa de noche un pos-it pegado
con un simple ciao. Y lo curioso de todo esto es que llevaba meses
sin verla. Retrasos del correo supongo. Me miré en el espejo y la
herida del pecho no tenía buena pinta. Me acordé del día en que
decidimos soldarnos el alma, como los cortes en las palmas de las
manos para los rituales de sangre. Hacía sol y en el césped de su
cama había migas de pan. Ese día se paró el tiempo y las
mariquitas empezaron a hacer sus maletas y a rellenar formularios
para la academia de idiomas. Tuve miedo de creerlas capaces y mucho
menos las creí tan indispensables sobre mi cabeza. Pero soñé que
se iban de mi pelo y fue al despertar cuando me sentí sola de
verdad. Desde que mi soldadura se rasgó, en mi cama ya no crece el
césped y las migas de pan se las comen las palomas. Fue en ese sueño
loco en el que vi llorar a mi amiga. Fue después de que las
mariquitas se colaran por el desagüe del lavabo cuando ella sacó el
puñal para abrirme en canal. No lo vi. Cerré los ojos para poder
despertar rápido, pero ya estaba el corazón en su boca y la sangre
en sus manos. En el quinto piso de la Torre Eiffel, a la exacta mitad
del Coliseo de Roma estaba el pos-it con el simple ciao. Comprendí
que ciao en italiano también es hola. Y volví a despertar con la
cicatriz soldada en el pecho, con un discreto latido en su interior y
un montón de mariquitas muertas por el suelo del baño.
Macedonia
No
sé por qué lo hago. No sé por qué me gusta tanto flirtear
contigo. Pero lo hago. Y mucho. Es que te miro, ahí sentadito en esa
banqueta que solo te sujeta una nalga. Y es que no puede ser, encima
te colocas debajo del tubo fluorescente para que te brille la calva.
Tus patillas pobladas de rizos espumosos luchan por sobresalir de las
gafas de pasta, que te dan ese aire de chico intelectual negando
rotundamente la idea de que te gusta machacártela observando mis
fotos. Me he colocado justo enfrente de ti, para que no pierdas
detalle. Sé que te gusta mirarme. Y a mí que me mires, todavía no
sé por qué. Me acomodo en el acolchado del sofá de nuestro rincón
favorito del bar. No hay mucha gente y todo está iluminado con el
brillo de tu calva. Te miro para asegurarme de que no me quitas el
ojo. Perfecto. Estás desabrochándome el pantalón o mordiéndome
una teta. Me lo dicen tus ojillos a través de las gafas de pasta. Me
encanta. Te relames y eso me hace sentir sexy. Me excita saberme la
musa perra de tus ensoñaciones lascivas. Sí. Deseada, como las tops
de las portadas de revista. Suspiro para refrigerarme. Mi novio me
toca con todo el respeto del mundo, me acaricia el pelo y me besa en
la frente. Pero de vez en cuando también me gusta que me den un
azotito en el culo.
Podríamos
actuar. Una leve señal de ceja y nos colamos en el baño juntos. Me
arrancas la ropa, me muerdes y me pellizcas. O un roce de labios con
mi lengua y te hago venir al rincón para que te acoples a mi lado
del sofá. La música ahogaría mis gemidos de gata y tú podrías
meterme mano a gusto. Pero no hacemos nada. Levantas una mano para
que la camarera te sirva otra cerveza y yo finjo mirar la carta de
cócteles. Te mantienes firme porque respetas la barrera natural del
macho contrincante. Esperas que sea yo la que dé el disparo de
salida. Pero no sé por qué, mis bujías no hacen chispa por muy
calientes que estén. No sé por qué, pero me meto la mano dentro de
la bragueta. Veo tus ojos salirse de las gafas y sé que me acaricias
el cuello y me lames el pezón derecho, es el que más te gusta.
Pienso que quizá podría acercarme y restregarme en tu nalga
sobrante. Chuparte el lóbulo de la oreja que te pone tan malo. Pero
no puedo sacar mi mano de la bragueta. No sé por qué. No dejes de
mirarme.
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