miércoles, 18 de noviembre de 2015

Ahora mismo

Ahora mismo podría estamparle la cara contra el cristal, escuchar el crujido de su nariz hundiéndose en el cráneo. Podría ahumar los cristales con su sangre. Podría, pero no lo hago. Me quedo quieto y sonrío sin enseñar los dientes. Podría sacar la pistola de debajo de mi americana y hacer que los sesos salpicaran la pared. Podría, pero no lo hago. Sorbo mi café y asiento mecánicamente al ritmo de su voz puntiaguda. Podría hacerle tantas cosas a esa loca que me relamo con sólo pensarlo. En cambio, acabo mi café y doy las gracias: “un placer, Meredith”. Salgo a la calle con el olor a sangre metido en la cabeza y me limpio los hombros de la americana por si acaso algo salpicó.
Al otro lado de la calle, me espera el Hojalata con el motor encendido, fumando la colilla de la noche anterior. Me saluda con un gruñido de camello al entrar.
Casi se me congelan los huevos esperando.
Canadá queda muy lejos, tío.
    ¿Lo has hecho?
Arranca. Tengo hambre.
      Nos movemos. El Hojalata mastica la colilla como un camello. Esta mañana tiene el humor torcido y no para de preguntar cosas estúpidas mientras gruñe y lanza gritos de camello dando golpes al volante. A mí me está poniendo nervioso y mi mano instintiva va al bolsillo de dentro de la americana. Me laten las sienes y el hambre me pellizca el estómago. Continuamos calle abajo con la escarcha derritiéndose en el parabrisas.
       Noto el peso de la pistola en el bolsillo de la americana cada vez con más aplomo conforme el Hojalata masca su colilla.
Tío, me pediste que me cargara a tu madre no que aguantara tus mugidos de camello por la mañana.
    ¿Lo hiciste?
Ve a comprobarlo.
No me toques los huevos.
Huevos… No estarían mal para desayunar.
    ¿Te haces el gracioso conmigo?
¿Me estás amenazando?
        El Hojalata está nervioso. El asunto de su madre le ha crispado los nervios. Pero está crispando los míos con su actitud de camello frenético. Ahora mismo podría sacar la pistola que tanto me pesa en la americana y hacerle unos cuántos agujeritos en su cara desencajada de camello. Podría aprovechar cualquier semáforo en rojo y montar el escándalo. Podría, pero no lo hago. Pienso en los huevos revueltos con un poco de café. A poder ser, café sin agua del fregadero como el de casa de Meredith. También podría partirle la cara a puñetazo limpio y dejarme los nudillos en sus cejas o podría hundirle la nariz en el puñetero volante. Podría, pero no lo hago. Pienso en la pobre Meredith con la cara aplastada contra el cristal y me da repelús. Me vuelvo a espolsar los hombros por encima de la americana.
        Paramos en un semáforo y me muerdo los labios.
Tío, da la vuelta. He olvidado algo.
    ¿Qué coño estás diciendo?
— ¿El frío te ha dejado sordo? Da la vuelta.
       El Hojalata pega un volantazo mientras gruñe con más insistencia que al principio.
Me cago en la puta y en la madre que me parió. No lo has hecho.
Deja de llorar, camello de los huevos.
Me estás jodiendo vivo.
      La vuelta ha sido más rápida. El Hojalata aparca en el mismo sitio de antes y deja el motor encendido.
Espero que sepas lo que haces.
Descuida, tío.
        No dudo. Saco la pistola de mi americana y pinto la ventanilla del conductor con el rojo de los sesos esparcidos. Ahora mismo solo pienso en unos huevos revueltos bien fritos. Salgo del coche limpiándome los hombros de la americana por si acaso algo salpicó y me dirijo al portal.
Disculpe, Meredith. Ahora que lo pienso, sí me gustaría comer algo.
      La buena señora me deja pasar y paso. Una vez dentro, me asalta el olor a sangre que había dejado antes junto al café aguado. Ella se va medio canturreando, medio hablando sola a la cocina contenta por tener algo que hacer en su patética existencia. Su voz puntiaguda se me clava en las sienes y me las froto haciendo círculos con los dedos. Ahora mismo podría destrozarle la cara con la culata de mi pistola, podría ahogarla en la bañera y fingir que fue un accidente. Podría hacer muchas cosas, tantas que tanteo mi pistola debajo de la americana. Podría, pero no lo hago. Me siento a la mesa con la servilleta atada al cuello y me relamo con el olor de los huevos mezclándose en la sartén.


jueves, 10 de septiembre de 2015

Días mudos

A los cuatros años di el primer susto a mi familia cuando anuncié que una lechuza blanca con pecas había venido volando y se había posado en la ventana del salón. Mi padre se tragó el cigarro encendido y yo fui a la cocina a por migas de pan para la lechuza. Mi madre ni siquiera se giró para mirarme aferrada al cucharón del puchero dando vueltas al guisado con la misma velocidad como si espesara chocolate caliente.
            La lechuza dejó una ramita de árbol a cambio de las migas de pan, abrió sus enormes alas blancas y pecosas y desapareció volando entre los edificios con la misma majestuosidad con la que había venido. Le enseñé la ramita a mamá y la guardé en mi cuarto pensando en mostrarle semejante tesoro al tío Carlos.
            Los sábados era el día del guisado en casa, a mi padre le sonreía el bigote con solo olerlo y las mellizas iban al centro a comprar sus trapitos como decía mi madre. Cuando las mellizas llegaban tarde había gritos y golpes con los cubiertos sobre la mesa. A mi padre se le agriaba el guisado o eso decía él. Aquel sábado en el que la lechuza vino a posarse a nuestra ventana, las mellizas llegaron más tarde que otros sábados, sin embargo, ese día no hubo gritos ni ruido metálico de cubiertos violentados. Silencio y miradas de soslayo a la ramita que me había empecinado en sacar de mi cuarto para que nos acompañara en el guisado como un miembro más de la familia descansando tumbada sobre la servilleta.
            A mi padre se le agrió igualmente el guisado cuando sonó el teléfono en mitad de la comida. Mamá descolgó:
Es el tío Carlos dijo se ha caído de un árbol mientras lo podaba. Está muy grave.
            Instintivamente, miré con oprobio a mi ramita y la partí en dos sobre la mesa. Esa tarde me quedé en casa bajo la vigilancia de las mellizas, mientras mis padres iban de carreras al hospital.
            Le conté a Clara, una de las mellizas, mi episodio con la lechuza y la ramita partida en dos en la mano.
Buena la has hecho, enano. Esa lechuza era del tío Carlos cuando era pequeño. La tenía en la casa de campo de los abuelos hasta que un cazador atolondrado le disparó a bocajarro porque la había confundido con una liebre. ¡Una liebre!
            Mis padres regresaron a casa muy abrazados y sorbiendo mocos. Tío Carlos había fallecido.
            El segundo susto vino a los seis años y medio. Tocaron al timbre y yo fui a abrir corriendo por el pasillo adelantando a mi madre. Para nuestra sorpresa, al otro lado de la puerta no había nadie.
Se habrán equivocado sentenció mamá.
            Mi madre volvió a los platos y yo al salón para hacer mis deberes. Al regresar, descubrí sentado en el sillón de papá a un hombre de pelo blanco con un palito de regaliz en la boca. Me saludó con la mano con total calma y naturalidad como si estuviera en su casa y su sillón. Me acerqué a él y le pregunté quién era, el hombre sonrió, me dio un beso en la frente y me alborotó el flequillo con la mano. Mi madre entró al salón:
¿Con quién hablas, hijo?
            Se lo dije y a mi madre se le cayeron los platos al suelo.
            Clara se rió de mí cuando mamá le contaba a mi padre el suceso entre hipidos y sorbos.
Buena la has hecho, enano. Ese hombre es el abuelo Martín, murió mucho antes de que tú nacieras.
            Esa misma noche llamó la tía Meli, hermana de mamá, para decirnos que la abuela Felisa había muerto después de cenar sentada en su sillón.
            A partir de ese día cambiaron muchas cosas en casa. Mis padres me miraban con la misma inquietud con la que se mira la cuenta atrás de un contador colocado en una bomba. Esperaban en vilo a que anunciara el siguiente susto y detonara en nuestra familia. Al tercer susto, la ansiedad de la espera se convirtió en miedo por saber quién sería el siguiente. Las miradas pasaron del estupor y el desconcierto al pavor más ridículo. Mi madre estaba al borde del colapso, a mi padre ya no le gustaba el guisado y yo decidí callarme para no dar más sustos. No volví a hablar. Clara venía a arroparme por las noches y se colaba un ratito en mi cama, era la única que conseguía sacarme susurros hasta que me quedaba dormido apoyado en su hombro.
            Fue divertida mi etapa de mutismo. Pronto aprendí a hacerme entender sin necesidad de abrir la boca, mi madre se apresuraba demasiado tan aterrada de acercarse a mí que me parecía patético y gracioso a la vez. No quise aprovecharme de la situación y convertirme en un niño caprichoso y pedigüeño. Los nervios crispados de mamá me preocupaban de verdad.
            Cuando el teléfono sonó para anunciar la muerte de la tía Meli, mi madre me miró interrogativa y yo me encogí de hombros, mientras mi abuela Felisa me acariciaba la nuca sentada junto a mí.
            Pasaron varios años sin sustos, yo permanecía callado y notaba cómo la felicidad se iba instalando en casa con la misma lenta eficacia que los brotes verdes surgen entre las cenizas de un bosque incendiado. Los sábados de guisados volvieron a tener su música de cubiertos sobre la mesa.
            Clara se casó y yo me sentí solo de verdad en casa, la otra melliza estaba demasiado ocupada encerrada en su cuarto con un montón de libros sobre el escritorio y únicamente salía a comer en familia los días del guisado para mirarme con la misma mirada de pánico que mi madre como si tuviera un hermano extraterrestre. Cuando Clara volvió de luna de miel, decidí irme a vivir solo, los estudios no eran lo mío y mi padre me consiguió un trabajo que me daba para vivir y alquilar una buhardilla de medio pelo en el centro.
            Me había acostumbrado tanto al mutismo y al silencio que en el trabajo creían que era mudo de verdad. Clara continuaba llamándome cada noche para que le susurrara como cuando éramos niños. Una de esas noches llamó más pronto que de costumbre:
Buena la has hecho, enano.
            Y la comunicación se cortó. Intenté llamar de nuevo, pero saltó el buzón de voz. Justo en ese instante tocaron a la puerta golpeando con los nudillos de un puño. Fui a abrir; al otro lado no había nadie. Asomé la cabeza a lo largo del descansillo buscando a alguien inútilmente y algo crujió bajo la suela de mi zapato: una ramita partida en dos.
            Cogí la primera chaqueta que encontré y salí disparado a casa de mi hermana. Toqué al timbre y nadie me abrió, recordé la llave de emergencia de detrás del buzón y entré en la casa. Clara estaba tirada en el suelo, había cristales y una escalera volcada. De su cabeza brotaba sangre. Corrí hacia ella y la cogí de la mano. Tosió con dificultad y todo su cuerpo se agitó en un calambre líquido.
Voy a pedir ayuda atiné a decirle.
            Ella me detuvo sujetando con más fuerza mi mano.
            Alargué el cuello con la intención de atisbar la calle desde la ventana con la falsa esperanza de que alguien pudiera vernos. Entonces, vi a la lechuza blanca y pecosa venir volando hasta posarse en esa ventana. Ahí fui yo quien apretó la mano de mi hermana. Con un gesto, ella me obligó a acercar mi oreja a su boca:

No te preocupes, susurró — el tío Carlos está aquí. 

Restart

Anoche necesité leerme, tuve que visitar mi desván desnudo, mirar adentro; sentir el frío del silencio de estos tres años y verificar que sigo latiendo, comprobar que todavía sigo teniendo ese toque, que no me he perdido, que no me he olvidado. Sigo intermitente en la penumbra. Pero sigo. Anoche necesité leerme, analizarme, escucharme, corregirme... Aprender a desnudarme otra vez en la penumbra y no tiritar en mitad de la intemperie. Anoche necesité leerme y cubrirme con mi propia escarcha. Descubro que mi diván no está tan desnudo como aparenta. Soy consciente de que la penumbra y el silencio son la verdadera intermitencia. Anoche mientras me leía apreté los labios hasta ponerlos blancos, hasta hacerme daño para sentir cómo se derrite la escarcha. Mi epicentro sigue incandescente, gritando al exterior con la furia de un seísmo, desestabilizando los cimientos de mi diván inerte y congelado por el tiempo.

Necesité leerme para romper ese silencio que me mantiene latiendo en el interior de mi diván. Necesité leerme porque las finas grietas de la escarcha empiezan a destilar el fuego de mi desnudez.