domingo, 8 de julio de 2012

Brisa

Llegó silbando al atardecer. Con el crepúsculo naranja y el sol a media cintura. Llegó pisando fuerte con sus botas entarquinadas de barro y sus pantalones manchados  de polvo blanco. Se dejó caer en la hamaca del porche de madera roída por la carcoma. Una nubecita de polsaguera le hizo estornudar dejando el silbido a la mitad. Puso los pies sobre la mesa de mármol rosado, dando un fuerte golpe con sus tremendas botas de montaña, saltaron trozos de barro sobre la piedra redonda. No le importó ponerlo todo perdido de polvo y barro. Ahora ya no. En otros tiempos habría tenido la voz puntiaguda de Rosa lanzando rebuznos de falsa cascarrabias. Pero ya no. Se quitó el sombrero de paja verde y buscó una ramita de trigo en la solapa. Se la metió en la boca y comenzó a mordisquear el rabo. Tiró el sombrero a un lado. Se puso las manos en la nuca y se estiró mucho más, cansado. Miró el techo lleno de cicatrices por la dichosa carcoma. Suspiró y comenzó a silbar de nuevo.
Estuvo un buen rato ensimismado, viendo cómo el naranja se volvía violeta. Y el sol se ponía la bata de estar por casa. En otros tiempos, en los de Rosa, habría tenido mucha hambre y habría exigido una suculenta cena. Que su Rosa habría cocinado de mil amores y le esperaría al volver con una trinchera de pavo. Ahora se conformaba con una galleta y un vaso de agua. Ni el té de las mañanas tenía aroma. Rosa lo preparaba muy bien. Cuántas cosas hacía Rosa. Y nunca se lo había dicho. Decidió no tomar la galleta esa noche. No se movería hasta bien entrado el manto de estrellas. Esa noche tenía pinta que el cielo se picaría en viruela y la quería observar sin perder detalle para luego contárselo a Rosa. Y sonrió al pensarlo. Cómo le gustaban a Rosa las noches de luna nueva. Decía que eran misteriosas y que los lobos aullaban más en esas noches, pese a lo que se suele decir. Tonterías, decía él. Es cierto, replicaba ella con su voz puntiaguda. Los lobos tienen miedo a la oscuridad, por eso aúllan más, es un aullido distinto, lastimero. Porque están invocando a la luna. Tonterías, volvía  a decir él. Y Rosa se marchaba a vigilar el horno y zurcir calcetines. Pero luego, esas noches se abrazaban en el porche, y ese porche no tenía cicatrices de carcoma, Rosa les ponía insecticida. Y veían juntos las estrellas y escuchaban a los lobos aullar. Él se apretaba al regazo de Rosa y fingía no tener miedo de los lobos. Ella reía en silencio y le decía que podía unirse en su ritual a la luna. Tonterías, se enfadaba él. Pero en su mente también aullaba y, solo a veces, silbaba en voz alta.
Hacía calor, y se desabrochó la camisa. También tenía polvo. Ese polvo blanco de bancal. El trigo estaba secando con rapidez ese año, y no daba abasto él solo. Pero se negaba a abandonar el barco, se negaba a pedir ayuda. Rosa podía con mucho más sola y nunca se fue y mucho menos le pidió ayuda a nadie ni tan siquiera a él. Hasta sacaba tiempo para mantener impoluto un pequeño jardín de petunias que ella misma construyó y que plantaba y regaba, trasplantaba y podaba con la misma pasión arrolladora con que lo hacía todo.  Continuó con las botas sobre la mesa. Y aspiró la brisa nocturna. Esa brisa que pronto se convertiría en el rocío de la noche y le obligaría a abotonarse la camisa de nuevo. Y decidió esperarla. Sin moverse del porche ni de la mesa de mármol. Ya ni siquiera le apetecía el vaso de agua. La brisa le trajo un suave olor al perfume de Rosa. Prometo limpiar la mesa, se dijo. Para tranquilizar la mirada inquisidora que sentía en la nuca. Echó de menos los rebuznos de voz penetrante y se los imaginó antes de que llegaran los aullidos de los lobos. Esa noche empezaron antes de hora con su ritual. Aullaron mucho. Buscó a tientas  del porche a oscuras el regazo de Rosa. Solo la brisa. Se armó de valor y escuchó erguido sobre la hamaca los aullidos y los fue contando para luego decirle el número exacto a Rosa. El cielo, efectivamente, plagado de estrellas, millones de lucecitas taladraban el firmamento y ponía nerviosos a los lobos e, incluso, a él.
Se abrochó la camisa. La brisa era más insistente, pero no comparable a la voz de Rosa, eso era insuperable. Se acordó que le había hecho una visita al jardín de las petunias de Rosa. Fue su promesa, mantenerlo florido en su ausencia. Se acordó que debía contarle que había encontrado un nuevo hormiguero junto a las flores amarillas. Eso y los doscientos veintisiete aullidos. Quitó los pies de la mesa de mármol, ya no veía si era rosado, la oscuridad era absoluta. Y se levantó de la hamaca. Continuaba sintiendo esa mirada punzante en su nuca y el perfume de Rosa era más inconfundible. Sí, la brisa olía a ella, de eso no había duda. Entró en casa y humedeció un trapo. Salió al porche y limpió el barro de la mesa. Ya está, deja de mirarme así. Le dijo a Rosa. Pero el perfume no se fue y él tuvo que rascarse la nuca. Por la mañana, espolsaré la hamaca. Dijo rendido. Entró en casa y se sirvió el vaso de agua. La brisa continuaba acariciándole la nuca. Eso le puso más nervioso que los aullidos de los lobos. Se rascaba la nuca y aspiraba fuerte el ambiente. ¿Qué quieres? Le preguntó en voz alta. No obtuvo respuesta. Y comenzó a silbar para calmarse. Llegó al dormitorio y se desvistió. Las botas lo último. Cuando las lanzó a un rincón del cuarto y vio que más trocitos de barro saltaban al suelo, un último lobo soltó un aullido desgarrador que partió el cielo estrellado en el ámbar del amanecer. Y él casi cayó al suelo destornillado de risa. Al ver sus botas con petunias pegadas en el barro de las suelas.

Chocolate

Silencio absoluto. Solo de vez en cuando la remota zambullida de una gota del grifo a la bañera. Bañera llena de agua tibia. Agua tibia transparente que moja un cuerpo desnudo. Un cuerpo que es el mío pero lo observa otra persona. Yo ya no estoy. Ese cuerpo cerró los ojos al sumergirse en el agua tibia y se esfumó asesorado por el silencio absoluto ignorando la gota de agua suicida del grifo. Y ahí está, con los pezones erectos y duros como si tuvieran frío de esa agua tibia que los cubre. Pero no es frío, son recuerdos. Los recuerdos de chocolate. Esos recuerdos que producen cosquilleo en la entrepierna y te hacen tragar saliva inconscientemente. Esos momentos de placer efímero que luego se vuelven en reacción contra tu persona. Que te hacen dudar de tu capacidad. De tu capacidad de señorita bien educada, no de la loba nocturna que devora a los hombres, los atrae y los seduce con su melena y su mirada de vampira. Esa lo hace muy bien, tiene su papel bien adquirido. No, los pezones siguen duros. Los ojos cerrados y la gota manteniendo el nivel del agua en la bañera. Pero ese cuerpo está tan excitado a medio camino entre el placer y la ira, que no dejarán que el agua se enfríe. Se relame saboreando el chocolate que todavía queda en sus labios. Recuerda la última onza y la anterior, y la anterior a la anterior… y así hasta completar toda una tableta entera. Todo un arsenal de experiencias furtivas y sin ninguna finalidad más que la del placer por el placer. O de esas otras onzas en las que te prometen estar rellenas de almendra y luego no son más que cáscaras vacías. Y así es como se acumulan sobeteos robados en toallas de piscina, dedos en la vagina buscando el punto de humedad. Morreos de discoteca. Penes que intentan meterse por el culo en baños ajenos. Chupaditas aquí, cunnilingus allá. Tipos que se meten en tu cama por aquello de la buena educación. Poco a poco se van probando todas las modalidades de chocolate, masticando todos los sabores. Pero por muchas variedades que haya, la historia siempre acaba igual, ganan las señoritas bien educadas de maneras refinadas y remilgos femeninos, será ese el chocolate que al fin y al cabo les gusta a los hombres tener en sus neveras. Compran el negro con alto porcentaje en cacao porque les excita el amargor que se queda en la boca cuando lo muerden y les da morbo mirarlo, estrujarlo y apretarlo contra su pelvis un rato. Pero luego, no es lo quieren comer habitualmente. Es el capricho eventual. La escapada de la rutina culinaria. Será que tanto sabor les empalaga, será que descubrir que además puede llevar almendras les asusta. Serán muchas cosas que ya cansan a ese cuerpo sumergido y no quiere saber nada más. Es la ira de sentirse incomprendida, la ira de sentirse sola, la ira de saberse engañada y dejarse engañar otras tantas, por el cuento de las buenas intenciones, por si acaso hay alguna almendra perdida dentro de la cáscara, pero la ira viene al saber que es algo inútil, como esperar una vaca morada de nacimiento, ésa es la ira que la excita, la que hace llevar su mano hasta abajo del ombligo y hace que se acaricie. Primero por fuera, limando los escasos vellos rizados y negros. La gota del grifo pone un ritmo latente y espeso. El silencio absoluto toma olor a chocolate. Chocolate negro al ochenta y nueve por cierto de cacao. Abre los ojos. Y ya tiene un dedo dentro. Los pezones atraviesan el agua como diques en el mar. Aparecen muchas manos, todas las manos de sus amantes durante los últimos cuatro años. La tocan, la acarician, la aprietan y la pellizcan. Todos quieren comer chocolate. Todos la desean. Porque tiene un regustillo amargo que los cautiva. Da igual si en casa tienen mujer e hijos. De momento, hay que comer de aquí. Y la chupan y la muerden, mientras esa mano conduce dentro de su vagina un baile perruno. El agua de la bañera se ha convertido en espeso chocolate a la taza. Se estremece y gime como una cordera en pleno parto. Las manos le abren las piernas y hacen fuerza para mantenerla espatarrada y que así el agujero se haga más grande. Nota como hay más dedos dentro además del de ella. Y ya casi relincha y ese cuerpo desnudo se convulsiona  y se retuerce de placer, para recordarle que esa será la última onza de la tableta. Grita el orgasmo. No se lo calla ni tapa su boca con la mano. Las tiene ocupadas sujetándose el clítoris para que no se le vaya por el desagüe. Se queda unos segundos inmóvil. Dentro de la bañera vacía. Los sonidos vuelven poco a poco a sus oídos y yo entro en mí de nuevo. Soy consciente de lo que me ha pasado y he aprendido la lección. Así que, salgo de la bañera y me miro al espejo desnuda. Ya no hay restos de chocolate. Busco a tientas una tijera en el cajón del baño. Porque las señoritas bien educadas no llevan melenas de loba.

Para llevar y alumbrar

Lucía guarda las palabras en una bolsa de asas. Las va metiendo con sumo cuidado para que le quepan muchas. Para luego llevárselas a casa y ordenarlas en versos y en cartas que nunca le contó a su amiga Milagros. Milagritos, su gran incondicional desde hace tanto, faltarían dedos para contar los años. Y que ahora la contabilización se quedará ahí, en un stand by eterno. Del que solo quedan los recuerdos metidos en otras bolsas de asas y las aventuras plasmadas en fotos de papel. Lucía ya tiene varias bolsas de palabras llenas, pero se resigna a armarse de valor y volcarlas sobre la mesa camilla caldeada por brasero de latón y ponerse a ordenarlas.
A la luz de una linterna fluorescente y ambientada por el rico olor de una shisha afrutada, esa noche, Lucía se pone manos a la obra. No sabe muy bien por dónde empezar ni lo que le contará a su Milagros del alma. Solo sabe que le pesan esas bolsas y que las asas cortan y amoratan sus dedos. Decide clasificarlas por orden alfabético. Pero hay demasiadas. Por fechas… pero no sabe cuál es la primera, los dedos de la manos no son tan precisos como a ella le gustaría en ese momento. Total, que se enfada y sus frases no forman más de cuatro cataratas distintas. Chorros de palabras de un spa de vapor que ya no masajean en la espalda. Una divina comedia entre la nostalgia y el fervor de lo nunca dicho. Y Lucia se enfada más.  Siente el quemazón en sus rodillas del brasero de debajo de la mantilla de flecos rojos. Esa mantilla que tantos tés y pastas, cervezas y patatitas sostuvo para ella y Milagros. El olor del humillo afrutado se hace más espeso. Y las palabras montañas de pelusas sobre la mesa. Lucía se ahoga y es cuando las recoge en un puñado de marañas y lo tira a la basura. Lo tira acusando a Milagros de su propia falta de tacto. De su poca paciencia para construir la cara oculta. Entonces, es ahí cuando me llama a mí, para que escriba sus pensamientos de distracción y de entretenimiento nocturno, para que le haga compañía junto al brasero y la mantilla de flecos rojos. Para que le cuente al mundo, su mundo, lo que ella no supo clasificar a partir de sus bolsas de asas. Y yo sonrío y le digo que sí, que me convertiré en la bombilla de la tenue luciérnaga casi extinguida, para alumbrar sus noches de humo espeso y llevar hasta la lápida de Milagros esas palabras invisibles. Que lo haré para ti Lucy. Para las dos.  

31 de junio

Rubén se levantó la mañana del 31 de junio con la insistente idea de ir a cazar ranas. Miró por la ventana y vio que el sol estaba alto y más brillante de lo normal. Perfecto, se dijo. Se puso su chaleco multiusos con sus cien bolsillos camuflados. Llenó noventa y nueve de ganzúas, navajas suizas, brújulas (más de una por si acaso), linternas (también más de una, que nunca se sabía), cantimplora de agua, cuerda e hilo de seda. Dejó un bolsillo libre de reserva, vete tú a saber. Preparó en una mochila las trampas para ranas que él mismo construía las tardes libres a base de restos pinzas de tender y bobinas de alambre. Llenó su neverita de agua fresca para meter a las ranas, se enroscó la gorra al ras de las cejas, esas cejas espesas y blancas, y allá que salió Rubén hacia el río, cerrando bien la cabaña para que no entrasen las zarigüeyas y robaran los tomates.
Llegó al remanso del río, el lugar preferido de las ranas. Descargó la neverita con el agua fresca, le gustaba tratar a las ranas como verdaderas princesas de río. Ellas lo merecían, ya que eran su única compañía en el croar de las noches. Quería tener una rana en su mesilla de noche, para escuchar más de cerca ese rechinar de branquias, así la compañía sería completa. Sabía que el mejor día para coger una rana de esas con croares de sirena eran los 31 de junio, había esperado mucho tiempo, entreteniéndose con la recolecta de tomates y vigilando de las zarigüeyas. Por eso, Rubén repartió con sumo cuidado sus trampas para ranas escondidas entre matojos y cantos rodados, entre la fina línea húmeda del charquito y la solana reseca. Se quitó la gorra y se rascó la frente,  el sudor que se le resbalaba le hacia cosquillas en sus cejas espesas de sombrilla blanca. El sol continuaba muy alto y brillante y no tenía intención de coger un ascensor para bajar al parking. Rubén se tumbó a la sombra de una roca lisa custodiada por un pino de piñones. Se tapó la cara con la gorra y  esperó. Así se cazaban las ranas. Con la máxima paciencia y el bien hacer de la esperanza que alguna picara en sus trampas caseras. Chasqueó la lengua al acordarse de no traer mosquitos para las trampas y que así fuera más fácil. Siempre se le olvidaba ese paso, cada 31 de junio. Bueno, se dijo. Quizá está vez haya más suerte. Y se quedó dormido con la cara dentro de la gorra. Las manos cruzadas sobre el vientre y los pies estirados sobre la roca lisa.
Despertó porque escuchó croar una rana muy cerca de su oído. Dio un brinco y la gorra le saltó de la cara. Efectivamente, ahí estaba, atrapada. Una linda ranita de ojos saltones. A Rubén le estalló una bomba en el pecho. Y respiró hondo tres veces antes de acercarse a la trampa. Ya anochecía. La rana se sabía que era una despistada de mamá. Rubén le soltó la pata con sumo cuidado y se la puso en la palma de la mano. La acarició con un dedo mientras la observaba de cerca. Tenía vetas azules y manchas negras, la princesa de río más bonita, sin duda. La rana soltó un gorgorito que no fue ni un croar ni nada, mientras Rubén la llevaba hasta la neverita de agua fresca. Pero a la que abrió la tapa de la nevera, se dio cuenta de que el agua ya no estaba fresca, el sol la había licuado a caldo de plástico y ahí la linda rana no tendría un buen viaje de vuelta a casa. Rubén se rascó la frente buscando una solución. Rubén notaba los latidos de la agitada respiración de la rana. Miró su reloj y vio que el 31 de junio había pasado. Abrió la palma de la mano y se quedó mirando un ratito más a la rana de vetas azulonas. Otro día vendré por ti, pensó Rubén. Dio un impulso con la mano y lanzó a la rana al río de nuevo.
—Puedes venir a mi ventana siempre que quieras.
Le dijo en voz alta a la rana. Ésta contestó con un par de gorgoritos dignos de una princesa.
Rubén recogió su gorra al pie de la roca lisa, cargó su nevera ya sin agua y volvió a casa por el camino de siempre, y se dio cuenta que no había usado nada de sus noventa y nueve bolsillos. Pensó en el posible método más efectivo de la construcción de nuevas trampas para ranas. Tendría tiempo hasta el siguiente 31 de junio.  
Llegó a su cabaña y descubrió a una zarigüeya arañando la madera de la puerta para entrar. Rubén sonrió. Dejó en el suelo sus artilugios caza ranas y entró en casa, cogió un tomate y se lo entregó a la zarigüeya.