domingo, 8 de julio de 2012

Chocolate

Silencio absoluto. Solo de vez en cuando la remota zambullida de una gota del grifo a la bañera. Bañera llena de agua tibia. Agua tibia transparente que moja un cuerpo desnudo. Un cuerpo que es el mío pero lo observa otra persona. Yo ya no estoy. Ese cuerpo cerró los ojos al sumergirse en el agua tibia y se esfumó asesorado por el silencio absoluto ignorando la gota de agua suicida del grifo. Y ahí está, con los pezones erectos y duros como si tuvieran frío de esa agua tibia que los cubre. Pero no es frío, son recuerdos. Los recuerdos de chocolate. Esos recuerdos que producen cosquilleo en la entrepierna y te hacen tragar saliva inconscientemente. Esos momentos de placer efímero que luego se vuelven en reacción contra tu persona. Que te hacen dudar de tu capacidad. De tu capacidad de señorita bien educada, no de la loba nocturna que devora a los hombres, los atrae y los seduce con su melena y su mirada de vampira. Esa lo hace muy bien, tiene su papel bien adquirido. No, los pezones siguen duros. Los ojos cerrados y la gota manteniendo el nivel del agua en la bañera. Pero ese cuerpo está tan excitado a medio camino entre el placer y la ira, que no dejarán que el agua se enfríe. Se relame saboreando el chocolate que todavía queda en sus labios. Recuerda la última onza y la anterior, y la anterior a la anterior… y así hasta completar toda una tableta entera. Todo un arsenal de experiencias furtivas y sin ninguna finalidad más que la del placer por el placer. O de esas otras onzas en las que te prometen estar rellenas de almendra y luego no son más que cáscaras vacías. Y así es como se acumulan sobeteos robados en toallas de piscina, dedos en la vagina buscando el punto de humedad. Morreos de discoteca. Penes que intentan meterse por el culo en baños ajenos. Chupaditas aquí, cunnilingus allá. Tipos que se meten en tu cama por aquello de la buena educación. Poco a poco se van probando todas las modalidades de chocolate, masticando todos los sabores. Pero por muchas variedades que haya, la historia siempre acaba igual, ganan las señoritas bien educadas de maneras refinadas y remilgos femeninos, será ese el chocolate que al fin y al cabo les gusta a los hombres tener en sus neveras. Compran el negro con alto porcentaje en cacao porque les excita el amargor que se queda en la boca cuando lo muerden y les da morbo mirarlo, estrujarlo y apretarlo contra su pelvis un rato. Pero luego, no es lo quieren comer habitualmente. Es el capricho eventual. La escapada de la rutina culinaria. Será que tanto sabor les empalaga, será que descubrir que además puede llevar almendras les asusta. Serán muchas cosas que ya cansan a ese cuerpo sumergido y no quiere saber nada más. Es la ira de sentirse incomprendida, la ira de sentirse sola, la ira de saberse engañada y dejarse engañar otras tantas, por el cuento de las buenas intenciones, por si acaso hay alguna almendra perdida dentro de la cáscara, pero la ira viene al saber que es algo inútil, como esperar una vaca morada de nacimiento, ésa es la ira que la excita, la que hace llevar su mano hasta abajo del ombligo y hace que se acaricie. Primero por fuera, limando los escasos vellos rizados y negros. La gota del grifo pone un ritmo latente y espeso. El silencio absoluto toma olor a chocolate. Chocolate negro al ochenta y nueve por cierto de cacao. Abre los ojos. Y ya tiene un dedo dentro. Los pezones atraviesan el agua como diques en el mar. Aparecen muchas manos, todas las manos de sus amantes durante los últimos cuatro años. La tocan, la acarician, la aprietan y la pellizcan. Todos quieren comer chocolate. Todos la desean. Porque tiene un regustillo amargo que los cautiva. Da igual si en casa tienen mujer e hijos. De momento, hay que comer de aquí. Y la chupan y la muerden, mientras esa mano conduce dentro de su vagina un baile perruno. El agua de la bañera se ha convertido en espeso chocolate a la taza. Se estremece y gime como una cordera en pleno parto. Las manos le abren las piernas y hacen fuerza para mantenerla espatarrada y que así el agujero se haga más grande. Nota como hay más dedos dentro además del de ella. Y ya casi relincha y ese cuerpo desnudo se convulsiona  y se retuerce de placer, para recordarle que esa será la última onza de la tableta. Grita el orgasmo. No se lo calla ni tapa su boca con la mano. Las tiene ocupadas sujetándose el clítoris para que no se le vaya por el desagüe. Se queda unos segundos inmóvil. Dentro de la bañera vacía. Los sonidos vuelven poco a poco a sus oídos y yo entro en mí de nuevo. Soy consciente de lo que me ha pasado y he aprendido la lección. Así que, salgo de la bañera y me miro al espejo desnuda. Ya no hay restos de chocolate. Busco a tientas una tijera en el cajón del baño. Porque las señoritas bien educadas no llevan melenas de loba.

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