domingo, 8 de julio de 2012

31 de junio

Rubén se levantó la mañana del 31 de junio con la insistente idea de ir a cazar ranas. Miró por la ventana y vio que el sol estaba alto y más brillante de lo normal. Perfecto, se dijo. Se puso su chaleco multiusos con sus cien bolsillos camuflados. Llenó noventa y nueve de ganzúas, navajas suizas, brújulas (más de una por si acaso), linternas (también más de una, que nunca se sabía), cantimplora de agua, cuerda e hilo de seda. Dejó un bolsillo libre de reserva, vete tú a saber. Preparó en una mochila las trampas para ranas que él mismo construía las tardes libres a base de restos pinzas de tender y bobinas de alambre. Llenó su neverita de agua fresca para meter a las ranas, se enroscó la gorra al ras de las cejas, esas cejas espesas y blancas, y allá que salió Rubén hacia el río, cerrando bien la cabaña para que no entrasen las zarigüeyas y robaran los tomates.
Llegó al remanso del río, el lugar preferido de las ranas. Descargó la neverita con el agua fresca, le gustaba tratar a las ranas como verdaderas princesas de río. Ellas lo merecían, ya que eran su única compañía en el croar de las noches. Quería tener una rana en su mesilla de noche, para escuchar más de cerca ese rechinar de branquias, así la compañía sería completa. Sabía que el mejor día para coger una rana de esas con croares de sirena eran los 31 de junio, había esperado mucho tiempo, entreteniéndose con la recolecta de tomates y vigilando de las zarigüeyas. Por eso, Rubén repartió con sumo cuidado sus trampas para ranas escondidas entre matojos y cantos rodados, entre la fina línea húmeda del charquito y la solana reseca. Se quitó la gorra y se rascó la frente,  el sudor que se le resbalaba le hacia cosquillas en sus cejas espesas de sombrilla blanca. El sol continuaba muy alto y brillante y no tenía intención de coger un ascensor para bajar al parking. Rubén se tumbó a la sombra de una roca lisa custodiada por un pino de piñones. Se tapó la cara con la gorra y  esperó. Así se cazaban las ranas. Con la máxima paciencia y el bien hacer de la esperanza que alguna picara en sus trampas caseras. Chasqueó la lengua al acordarse de no traer mosquitos para las trampas y que así fuera más fácil. Siempre se le olvidaba ese paso, cada 31 de junio. Bueno, se dijo. Quizá está vez haya más suerte. Y se quedó dormido con la cara dentro de la gorra. Las manos cruzadas sobre el vientre y los pies estirados sobre la roca lisa.
Despertó porque escuchó croar una rana muy cerca de su oído. Dio un brinco y la gorra le saltó de la cara. Efectivamente, ahí estaba, atrapada. Una linda ranita de ojos saltones. A Rubén le estalló una bomba en el pecho. Y respiró hondo tres veces antes de acercarse a la trampa. Ya anochecía. La rana se sabía que era una despistada de mamá. Rubén le soltó la pata con sumo cuidado y se la puso en la palma de la mano. La acarició con un dedo mientras la observaba de cerca. Tenía vetas azules y manchas negras, la princesa de río más bonita, sin duda. La rana soltó un gorgorito que no fue ni un croar ni nada, mientras Rubén la llevaba hasta la neverita de agua fresca. Pero a la que abrió la tapa de la nevera, se dio cuenta de que el agua ya no estaba fresca, el sol la había licuado a caldo de plástico y ahí la linda rana no tendría un buen viaje de vuelta a casa. Rubén se rascó la frente buscando una solución. Rubén notaba los latidos de la agitada respiración de la rana. Miró su reloj y vio que el 31 de junio había pasado. Abrió la palma de la mano y se quedó mirando un ratito más a la rana de vetas azulonas. Otro día vendré por ti, pensó Rubén. Dio un impulso con la mano y lanzó a la rana al río de nuevo.
—Puedes venir a mi ventana siempre que quieras.
Le dijo en voz alta a la rana. Ésta contestó con un par de gorgoritos dignos de una princesa.
Rubén recogió su gorra al pie de la roca lisa, cargó su nevera ya sin agua y volvió a casa por el camino de siempre, y se dio cuenta que no había usado nada de sus noventa y nueve bolsillos. Pensó en el posible método más efectivo de la construcción de nuevas trampas para ranas. Tendría tiempo hasta el siguiente 31 de junio.  
Llegó a su cabaña y descubrió a una zarigüeya arañando la madera de la puerta para entrar. Rubén sonrió. Dejó en el suelo sus artilugios caza ranas y entró en casa, cogió un tomate y se lo entregó a la zarigüeya.

1 comentario:

  1. Y a partir de aquí, mi querido Mika, es cuando empieza a correr el calendario!! ;)

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