lunes, 28 de noviembre de 2011

El desayuno de las golondrinas

Carla jugaba a peinar su muñeca. Sentadita en el portal moviendo sus coletas negras antes de ir al colegio. Se oyeron gemidos en el piso de arriba. Alguien fingía un orgasmo. Al poco, se escucharon trotes de bajar escaleras. Un chico apresurado metiéndose la camisa por dentro del pantalón se cruzó con Carla al salir del portal. Ella lo miró y se fijó en sus pelos de alrededor de la boca. El chico la saludó y se detuvo un segundo para tocarle la cara, se paró en el lunar que Carla tenía arriba del labio derecho. Lo acarició.
— Has crecido mucho, Carla.
Ella sonrió y se apartó de él. Cogió su muñeca y dio media vuelta escaleras arriba.
Tocó la puerta del segundo C. No esperó respuesta. Entró en casa. Encontró a su madre desnuda en la ventana, fumando. Con los labios muy rojos, manchando la boquilla del cigarro. Su madre se giró para mirarla.
—Hola, nena.
 Carla se acercó a su madre y la abrazó por el abdomen. Apoyó la cabeza sobre su ombligo.
— ¿Tienes hambre, nena? Hay que desayunar antes de ir al colegio.
La madre le acarició las coletas.
—Me gusta tu pintalabios, mami.
La madre sonrió y le tocó la cara.
—A ti te quedará mejor con ese lunar.
—Hoy me saludó Marcos.
—Ese cretino. ¿No tendrá bastante?
— ¿Puedo tomar cola-cao?
—Sí, nena. Vamos, se hace tarde.
         Nubes de humo azul salían  por la ventana del segundo C. Unos labios muy rojos adornados con un lunar arriba del labio derecho succionaban con ganas un cigarrillo. La boquilla manchada de rojo. Vestida solo con un batín de verano sin preocuparse en abrochar. La melena negra caía sin coletas sobre la espalda de satén gris. Era muy temprano, miraba desde la ventana cómo los niños iban al colegio agarrados de la mano de sus mamás. Carla dejó la colilla roja junto a la colección que había en el cenicero. Y fue hasta el cajón de su mesilla para comprobar el contenido de un sobre blanco. Lo abrió. Dinero, una foto de su madre, un billete de avión. Todo en orden. Lo volvió a meter dentro con sumo cuidado. Tocaron a la puerta. Tardó en abrir con la pausa de quien se pinta las uñas. No se preocupó en cubrirse. Al otro lado, llamaba un hombre de perilla espesa.
— ¿Qué hay, Carla? — Saludó el tipo.
— ¿Qué hay, Marcos?
Ella le dio la espalda dejando la puerta abierta. Él entró y cerró.
— ¿Tienes lo mío?
 —Como cada día uno, desde hace mil años.
 Carla cogió del cajón, donde guardaba el sobre blanco, un fajillo de billetes y se lo entregó en mano.
Él lo contó allí mismo.
—Faltan cincuenta euros.
—Cóbratelos de aquí.
Y se quitó el batín gris.
— ¡Joder, Carla! Sabes que así no me gusta.
— ¿Ahora follas con cariño?
—Solo digo que ya van muchos meses que falta dinero.
—Hasta ahora no te has quejado.
—Me gusta desayunar contigo.
—Pues desayuna. Puedo hacerme mis coletas si te hace ilusión.
Carla se acercó a él y le acarició la bragueta.
— ¿Qué voy a hacer contigo?
—Echarme.
—No puedo.
Y le tocó el lunar del labio derecho.
—No puedo — repitió.
— Entonces, no te quejes.
—Has crecido mucho, Carla.
Se fue. Y se oyó el repiqueteo de las escaleras al bajar. Carla se lo imaginó ajustándose la camisa en el pantalón. Cogió su batín gris y se cubrió con él de nuevo. Fue a la cocina y se preparó un cola-cao.
Llamaban a la puerta insistentemente. Nadie contestaba en el segundo C. Los niños hacía rato que ya estaban en sus aulas. Desesperado, Marcos abrió la puerta con su juego de llaves. En el alféizar de la ventana todavía humeaba el resto de una colilla roja. El piso vacío. El cajón estaba abierto. Se acercó a él y encontró una nota con un fajillo de billetes. La nota decía: Como cada día uno, desde hace mil años. Contó el dinero. Faltaban cincuenta euros.

martes, 22 de noviembre de 2011

Despertar

Desperté porque susurraban mi nombre. Abrí los ojos. Todavía era de noche. Por mi habitación reinaba una penumbra gris. Un dedo invisible dibujó mi nombre en el vaho del cristal de la ventana. Resbalaba muy despacio, pero sin dudar. Volví a oír mi nombre y un gélido susurro me rozó el cuello. Se me levantaron los poros de la piel. Quité las agujas que sondaban mi brazo y salí de la cama. El suelo estaba frío. De mi brazo brotaron rosas de sangre que cayeron al suelo en forma de gotas pequeñas. Era el momento. El momento de saltar. Saltar, salir. Era lo mismo. Salir de esa habitación fría. Escapar de esas agujas largas y gruesas que me punzaban las venas. Ya no recordaba el tiempo que estaba ahí. Mucho. Tenía demasiadas marcas de agujas en mis brazos. Cuando buscaba en mi cajón vacío una cuchilla con la que suicidarme, no tenía marcas. Quería que las voces se callaran. Pero no lo entendían. Y pensaron que las agujas de mi brazo no llenarían mi cajón de cuchillas de afeitar. Dormir. Dormir. Las agujas dolían. Las agujas dormían. Más gotas de sangre al suelo. Ya había muchas gotas. Todas muy rojas, alumbraban el gris de mi habitación. Saltar. Salir. Era lo mismo. Despertar. El gélido aliento volvió a susurrar mi nombre muy cerca de mi oído. Casi pude olerle. El dedo invisible abrió de un solo movimiento el pestillo de la ventana. Saltar. Salir. La ventana se abrió y sentí la brisa fría de la noche. Me subí al alféizar de la ventana. También estaba frío. Las rosas de mi brazo ya eran hilos de sangre que se precipitaban hasta mi muñeca. Me sujeté con fuerza acuclillada en la ventana. Detrás de mí, alguien susurró mi nombre. Todavía era de noche, cuando desperté.

Hormigas en fila

Que no se atrevan a moverse las muy putas. Ahí están. Tan negras y diminutas, con sus patitas invadelotodo. Qué cosquillas las muy putas. No me gustan las cosquillas. Porque no son cosquillas, en realidad, clavan sus patitas negras y diminutas. Se suben por todas partes. Que no se muevan de su puñetero agujero. Aquí estoy, vigilando. De momento, siguen en su fila. Vigilo. No quiero cosquillas. Me dicen que no son ellas y que no me clavan sus patitas diminutas y asquerosas. Y me dan pastillas azules. Para que las muy putas no suban. Pero suben. Les importa tres carajos las pastillas azules. Las muy putas quieren clavarme sus patas por todo mi cuerpo. Pero que no toquen mis ojos. Mis ojos no. Son sagrados. Ya se subieron a otros ojos y los tuve que sacar con cucharas. Primero fueron mi perro y mi gato. Tenían cosquillas en los ojos. Otra noche fueron mi madre y mi hermana. Ahí tuve que usar una cuchara más grande. Míralas. Cómo se mueven las muy putas en su asqueroso agujero. Esa montañita de cáscaras de pipas. Que no se les ocurro subir. Aquí estoy. Ahí están ellas. Vigilo. Cosquillas no. Mis ojos no. Me han quitado las cucharas. Tengo que comer con los dedos, como si fuera una de esas putas en otro asqueroso agujero. Necesito cucharas. Tengo que ir por ellas. Las robaré de la cocina. Pero si voy, ya no vigilaré a las putas estas. Una se ha salido de su fila. Viene hacia mí. Joder, cosquillas no. Se sube por mi pantalón. No llevo cucharas. Otra puta sube por otro lado. Ya noto sus asquerosas patitas en mi carne. Han salido más de su fila. Todas vienen hacia mí. Todas. El agujero está vacío. Han soltado las cáscaras de pipas. Ya están por los brazos. Los ojos no. Los ojos no. Es cuando empiezo a chillar. Me tiro al suelo y pataleo. Me cubro los ojos con las manos. Las muy putas clavan bien sus patas. Qué cosquillas. Chillo más fuerte. Pataleo hasta quedarme descalzo. Entonces, alguien viene con una cuchara y lo veo todo azul.

lunes, 14 de noviembre de 2011

En segunda persona

Cine mudo
Está todo gris. Miro desde mi ventana y las calles se mueven en un gris mate que no oigo. Las bocas se abren en muecas mudas. Las risas no suenan. Ya sabes que no oigo tus gritos. No hay volumen. Miro desde mi ventana y todo está gris. Los coches pasan pero no retumban sus motores. Tus tacones repican en las escaleras y no sé si bajan o suben. Pero da igual. Porque desde mi ventana imagino lo que dirán esas bocas mudas y cómo sonarán esas risas censuradas. Alguna vez escuché el ruido de un motor de coche. Desde mi ventana gris, puedo hacer que todo lo que veo vaya más lento o más deprisa. Me divierte. Mientras, espero a que tus tacones lleguen arriba. Pero da igual. Está todo gris mate. Y no puedo oírlo. Cine mudo es lo que me queda.

Clara, sin luz
¿Y quién tiene la culpa de que resbalaras en la ducha? No fue culpa de nadie que te trituraras el nervio óptico con la grifería. No fue justo. Lo sé, Clara. Pero él no lo entendió. Se fue y te dejó sola. No fue justo. Lo sé, Clara. ¿Y qué vas a hacer ahora? Empezar. Tocar. Oler. Aprender. Lo sé, Clara. No es justo. Te iba bien. Habías conseguido tu ascenso. Tu hijo montaba en bici. Y él decía que te quería. Pero vas y te caes en la ducha. Y te machacas el nervio óptico. Él sí te culpa a ti. La culpa es tuya porque te despiden. La culpa es tuya porque tu círculo de amigos ya no os llama para cenar en alterne. Se quiere llevar la bici de tu hijo. Lo sé, Clara. No es justo. Vas y te caes y vas y le arruinas la vida. ¿Quién tiene la culpa de eso? Clara, sin luz.

Secretos
Me lo dices ahora que ya tengo la maleta hecha. Ahora me cuentas eso y no sé si creerte. Da igual. Me voy de todos modos. Nunca has creído en cuentos de enanitos que conceden deseos. Yo tampoco, la verdad. Pero es lo que hay. Te encontraste con uno y te dio la juventud eterna. Por eso vas de un lugar a otro como una tortuga con su caparazón. Para que nadie te conozca. Para que nadie sospeche. Para no colgarte de nadie. Es duro encariñarse. Y ahora me lo cuentas. Ahora que ya tengo mi maleta hecha. Tú me dices que no quieres seguir haciendo más equipajes. Te quedas. Es más, que te quedas conmigo. Por eso me lo cuentas. Pero no crees en los cuentos de enanitos que conceden deseos. Y yo tengo que seguir con mi viaje de tortuga.

Sin mácula
Lo recuerdo. Supe que eras especial en el momento que dejé mis labores para hacerte las trenzas. Recuerdo que solté tu pelo dorado y lo cepillé con los dedos. Entonces, miraste a un lado y sonreíste. ¿Por qué sonríes? Te pregunté. A la señora del sombrero blanco que está ahí sentada. Me dijiste. Terminé de anudarte las trenzas y miré hacia la mecedora que se movía sola.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Raro

Me levanté y descubrí en el espejo que me faltaba un ojo. Así, de repente. No me dolía. Metí el dedo índice en el hueco y hurgué la profundidad de aquel agujero negro que tenía en la cara. Me hacía gracia tener aquel vacío y rompí a reír como un loco delante del espejo. Pensé que, a lo mejor, me lo había dejado tirado por algún rincón de mi cuarto. O, quizá, ella me lo había quitado mientras dormía. A veces, hacía esas cosas. Una vez, me sacó tres muelas y me cortó una oreja. Las escondió por la casa y me hizo buscarlas en calzoncillos. Le gustaba hacer eso. No las encontré ese día. Ni volví a ver mis muelas y mi oreja. Y me acordé de ellas mientras hurgaba en mi agujero negro.
Regresé a mi habitación para buscar mi ojo. O preguntarle a ella dónde lo había puesto. Habíamos follado, pero no me acordaba. Su silueta estaba todavía marcada en el colchón. No estaba en casa. Lo sabía. Al igual que sabía de la misma manera insólita que habíamos follado aunque no me acordara. Tenía una buena sensación en la entrepierna. Me gustó ese cosquilleo y me dio ánimos para buscar mi ojo. Comencé a mirar debajo de la cama. Solo había enormes pelusas que me saludaron al verme. Algunas jugaban a los bolos con las más pequeñas. Les pregunté por mi ojo pero no sabían. Revolví el armario. Saqué toda la ropa, la puse sobre la cama. Rebusqué como buscan las marujas las gangas en los mercadillos. La metí hecha un barullo de nuevo dentro. Creo que se quedaron algunos jerséis por el suelo. Fui hasta la cocina. Seguro que ella me lo habría escondido antes de irse. Dentro del microondas solo había salsa de tomate morada. Las alacenas estaban llenas de calcetines sucios y chocolatinas derretidas. Pero ni rastro de mi ojo. Me rendí. Adiviné que no lo encontraría en casa. Como sabía que había follado con ella. Me rasqué la bragueta. Se me ocurrió que, tal vez, lo continuara llevando ella encima para seguir jugando un poco. A lo mejor, lo había metido junto con las muelas y la oreja en una bolsa del Carrefour. Le gustaba hacer eso.
Decidí ir a su casa y preguntarle por mi ojo. Al salir, me topé con un tanguita rojo que podría compararse con un hilo dental. Estaba colgado del pomo de la puerta. No sé por qué lo cogí y lo guardé en mi bolsillo. Recuerdo que me encontré de sopetón en la calle. No bajé ninguno de los noventa y cuatro escalones de mi quinto piso sin ascensor. Me intrigó bastante, la verdad. No le di mucha importancia en cuanto me fijé que las aceras eran latas de refrescos usadas. Superpuestas unas con otras. Me lié a patadas con ellas y estuve entretenido hasta la boca del metro. Encontré a unos chavales jugando al fútbol con las latas, me uní a ellos dando latazos a lo bestia. Los chavales llevaban zapatos de tacón pero corrían como auténticos profesionales.
— ¡Eh! Tío, te falta un ojo.
Me dijo uno de los chavales.
—Lo voy buscando. ¿No lo habréis visto por aquí?
—No tío, lo siento.
Y dio un chute con su tacón a una lata que rompió el cristal de una ventana. De la que salió una vieja con más de cuarenta gatos a darnos garrotazos. La vieja loca ignoró a los chavales con tacón y comenzó a seguirme con el garrote en alto. Corrí. Corrí como un galgo con tal de que aquella loca no me partiera la crisma. Pero mis pies no se movían del sitio. Y yo me esforzaba por apartarme de la vieja que avanzaba hacia mí a cámara lenta agitando su bastón en el aire. Entonces, pisé dos latas y se convirtieron en patines. Y pude escapar de la vieja y sus cuarenta gatos. Llegué al metro por fin. Bajé las escaleras resbalando mis patines por la barandilla. Y en el descenso despeiné a una señora en la coronilla y le salté la boina a un abuelete con palillo en la boca.
Subí al primer vagón de metro que encontré sin reparar qué línea era ni hacia dónde iba ni nada. Subí y punto. Al poco de estar ahí, de pie, agarrado a una barra, me di cuenta que todos los pasajeros del vagón tenían un ojo colgado en el cinturón a modo de llavero. Intrigado, le pregunté a una chica que tenía cerca que por qué llevaba un ojo colgando. Me dijo que era de repuesto, por si perdía uno. Le pregunté por mi ojo, si lo había visto y eso. Ya no me hacía tanta gracia tener aquel vacío en mi cara. La chica debió molestarse con mi insistencia sobre ojos, porque se levantó de su asiento, me dijo no sé qué y se convirtió en humo. Se coló por debajo de la rendija y desapareció. Me fijé que los demás pasajeros del vagón me miraban y señalaban con el dedo el hueco de mi cara. Se reían diciendo que tenía cara de gilipollas. Les escuchaba. De repente, comencé a sentir calor, calor… Y que me salía humo literal de la oreja que me quedaba. Temí convertirme en humo yo también y bajé en cuanto el tren llegó a una estación. Bajé sin reparar si era la mía. Me fui y punto.
Ya en la calle, volví a liarme a patadas con las latas de las aceras. Le di un fuerte puntapié a una de la que salieron una infinidad de grillos. Comenzaron a subirme por las piernas. Me puse a darme manotazos como un desquiciado para quitarme aquellos bichos negros y con patas. Pero eran demasiados y no daba abasto. Una familia de pelusas que pasaba por allí, se ofreció a ayudarme. Al cabo de un rato, de manotazos frenéticos y saltos compulsivos, conseguí quitarme los grillos de  encima. Agradecido a la familia de pelusas, le di la dirección de mi casa para que hicieran migas con las que tenía debajo de mi cama. Aceptaron encantadas.
Se hizo de noche muy rápido. Vi a un pintor subido a un andamio pintando la noche con una brocha gorda. Otro iba detrás con un aspersor poniendo purpurina en el cielo. Me apeteció soplar con el chisme aquel que zumbaba de lo lindo, pero me acordé de mi ojo y quise darme prisa en quitarme la cara de gilipollas. Doblé dos esquinas y llegué hasta un portal con una puerta de madera vieja pintada de verde lima. Continuaba escuchando a lo lejos el aspersor de purpurina. Cómo zumbaba. Pero me centré en  la puerta verde y en encontrar mi ojo. Agarré el enorme picaporte negro que había justo en medio. En cuanto puse mi mano, el picaporte se movió y le salieron patas de tarántula. Negras y peludas. Se retorcieron en mis dedos y apretaron hasta dejarme los dedos morados como la salsa de tomate del microondas. El dolor me quitaba la respiración. Aquella viuda negra no quería soltarse. Entonces, me acordé. Busqué en mi bolsillo el tanga rojo y lo usé a modo de tirachinas. Catapulté a la araña hasta dejarla pegada en la purpurina del cielo. Creo que el pintor se enfadó un poco, porque me pareció oírle refunfuñar por encima del zumbido del aspersor.
La puerta se abrió y entré. Subí escalones y no sé por qué los conté. Me resultó sospechoso que me dieran noventa y cuatro peldaños. Al llegar arriba, la sospecha se hizo palpable en cuanto descubrí que estaba de nuevo en casa. Entré. Me miré en el espejo del recibidor. Qué grima aquel agujero negro en mi cara. Llevaban razón, tenía cara de gilipollas. Encontré a la familia de pelusas jugando a los bolos con las demás. Ella estaba en la cocina comiendo una de esas chocolatinas derretidas. Llevaba puesto su hilo dental rojo. Me pregunté cómo había llegado hasta ahí. Pero no le dije nada, por miedo a que de su vello púbico saliera otra araña de esas. La saludé. Ella me miró con la boca manchada de chocolate.
—Te sienta bien la cara de gilipollas.
—Muy graciosa. No encuentro mi ojo.
—Apenas se nota.
—Eso lo dirás tú.
—Estoy cachonda.
Y la bragueta me apretó los pantalones. Se me olvidó el ojo y el agujero negro. La cogí en brazos y me la llevé al dormitorio. Las pelusas salieron y se fueron al comedor a seguir su partida. La tumbé encima de la cama y me acerqué a mi mesilla de noche para coger un condón. Y allí estaban, bien alineaditas, tres muelas y una oreja.