domingo, 30 de octubre de 2011

Días de lluvia

Rompió a llover justo cuando mi hermana llegó a casa. Sonó un único trueno que hizo juego con el portazo que dio. Los  cristales del salón temblaron. Se encerró en su cuarto sin decirme ni hola. Consulté el reloj. Era pronto. Pronto para que mi hermana estuviera ya en casa. Las veces que salía con Javier, no volvía hasta pasadas las doce. Supuse que habrían discutido. No quise hacer una barra de pan a partir de una miguita y la dejé estar en su clausura voluntaria. Decidí esperar al desayuno, siempre nos cruzábamos en la cocina y nos contábamos las batallas. Luego, beso con prisas y se iba a trabajar. Pero el desayuno llegó y no me crucé con nadie en la cocina. Mi hermana no salió de su cuarto. Le di vueltas a mis cereales mirando caer la lluvia desde la ventana. No había dejado de llover en toda la noche. Tampoco hubo beso con prisas y dudo que fuera a trabajar aquella mañana. Me preparé para ir a clase y, antes de salir, se me ocurrió dejarle una nota pegada en la nevera para que se animara.
Llegué empapado a casa. La lluvia se me hacía cuesta arriba. Imaginé que mi hermana ya habría arreglado las cuentas con Javier y se habría marchado. Pero no. La nota estaba intacta en la nevera y ella clausurada en su cuarto. Me acerqué a la puerta con la intención de llamar y preguntarle. No me atreví a tocar. No sabía qué decirle. Nunca se me dio bien eso de dar consejos. En lugar de llamar, pegué mi oreja a la puerta para comprobar si se escuchaba un mínimo de vida en el interior. La oí sonarse la nariz. Tragué saliva y me fui a la cama sin cenar.
No sé cuánto tiempo más estuvo la nota pegada en la nevera. La lluvia seguía golpeando los cristales de las ventanas como si fueran manguerazos. Las calles arrastraban ríos de agua sucia y yo estaba harto de llegar a casa empapado. Su habitación permanecía sellada.
Aquella tarde, llegué más pronto a casa de lo habitual. La nota de la nevera estaba arrugada en algún lugar de la encimera. La puerta del cuarto estaba abierta. Intrigado, me asomé al salón y encontré a mi hermana de pie junto a la ventana viendo llover. No se movía. Se me antojó una figura de cera. Me puse a su lado en silencio y la escuché respirar.
—Un par de días más en casa y echas raíces.
Se ocurrió decirle al rato.
Mi hermana continuó su mutis y con su respiración lenta.
—Lo digo porque si vas a seguir así, te saco a la calle para que te riegues.
Entonces, sonrió. Bueno, hizo un gesto con la boca intentándolo.
Le puse la mano en el hombro y ella se giró para mirarme. Tenía los ojos igual de empapados que mi chubasquero.
—Si quieres, puedo ir a partirle las piernas a Javier.
Volvió a sonreír. Esta vez, sí le salió y le vi los dientes.
—Gracias, no hará falta.
Miró de nuevo hacia la calle. Los ríos de agua sucia arrastraban una lata de refresco. Volvió a mirarme y, esta vez, tenía los ojos secos y con un brillo diferente.
—Me voy —dijo. —Creo que ya ha dejado de llover.
Dio media vuelta, me dio un beso con prisas, cogió su chaqueta y se fue. Y ahí me quedé, mirando los manguerazos de la ventana.





viernes, 14 de octubre de 2011

La mantita de lana

Mi hermanita era tan pequeña cuando nació que, según madre, cabía en la palma de la mano. No tenía fuerzas ni para llorar. Emitía unos gruñidos que apenas se escuchaban si estabas en otro cuarto. La noche en la que la trajeron a casa, hacía mucho frío. Lo recuerdo muy bien porque esa noche a mi hermano Fran y a mí nos quitaron el hornillo de la habitación. Mi hermano era tres años mayor que yo y dormíamos juntos en unas viejas literas. Fran tenía el tamaño de un oso polar y me llamaba su pequeña mosca porque siempre andaba pegado a él, al igual que las moscas cuando duermes la siesta en verano. Eso decía él. Le escuchaba castañear los dientes, bajito para que no le oyera. Desde mi cama, yo hacia lo mismo.  Me aferraba a mi mantita de lana. Y me la apretaba al cuello, pero no era suficiente. Continuaba temblando como un trozo de gelatina en mitad de un terremoto. Aquella mantita de lana, ya se me estaba quedando pequeña. Me la tejió mi abuela a los pocos meses de nacer. Tanto la enrollaba en mi cuello que los pies se me quedaban al aire. Y qué frio en los dedos. Apenas los sentía.
— ¿Fran?
— ¿Qué pasa, Mosquita? Duérmete.
—No puedo. Tengo frío.
—Pues habrá que acostumbrarse. Esa niña horrible nos quitó el hornillo.
— ¿Puedo dormir contigo?
— ¿Te refieres a meterte en mi cama?
—Sí.
—Desde luego, que eres una mosca cojonera.
—Pero, ¿puedo?
—Anda, ven.
Y agradecimos tener algo a lo que abrazarse con ese frío. Mi hermano no solo tenía el tamaño de un oso polar sino que también abrigaba como uno de ellos.
Esa no fue la única noche sin hornillo. Mi madre se lo llevó a su habitación muy cerquita de la cuna. Aunque no solo tuvimos que aguantar el frío sin el hornillo. Hubieron otros cambios importantes en nuestras vidas con la llegada del bebé. Nos cambiaron la leche fresca del lechero por los botes de leche condensada. Que según mi madre, cundían más y eran más baratos. Odiaba aquella leche tan dulzona. Me iba al colegio con el estómago pegado a la garganta y esa sensación me duraba toda la mañana hasta casi la hora de comer. A Fran le pasaba lo mismo. Un día me lo confesó. Mi madre ya no nos llevaba de paseo al parque de atracciones los domingos. Dábamos una vuelta por la avenida empujando el carrito. A la vuelta, un vaso de leche empalagosa y a dormir con la mantita de lana al cuello y los pies fríos.
—Estoy hasta las narices de ese bebé, Mosquita.
— ¿Qué podemos hacer?
—Buena pregunta. Así no pienso aguantar más.
— ¿Alguna idea, hermanito?
—Hay que deshacerse de ese bebé infernal.  
—No podemos.
—Habrá que poder.
—Estás loco.
— ¿Loco? Me da igual si no me ayudas. Ya me lo agradecerás algún día.
Y mi hermano se volvió otro. Sin comer ni dormir. Nada más pensando en el plan perfecto. Ya no venía los domingos a la avenida, se quedaba en casa hibernando como buen oso polar. Hasta que un día, se le brindó la oportunidad que tanto esperaba.  Una horrible fiebre lo mantuvo en cama más de una semana. Aquella extraña fiebre no bajaba. Mi madre, desesperada, tuvo que llevarle a urgencias. Y me pidió que cuidara de la pequeña. Entonces Fran, me guiñó un ojo antes de salir por la puerta.
No sabía qué hacer. Cogí mi mantita de lana y me senté muy cerca de la cuna, mirando cómo dormía con los puños apretados cerca de la boca. El hornillo estaba encendido. Se estaba muy calentito en el cuarto de mi madre. Y dejé mi mantita de lana sobre la cama. Recordé las palabras de mi hermano y ese guiño de ojos. ¿Qué podía hacer yo? La niña emitió uno de sus gruñidos, finísimos, con la delicadeza, dignos de una princesa. Me levanté  y me acerqué a los barrotes de la cuna. Me pregunté qué haría Fran en mi lugar. Metí la mano debajo del cuerpecito de mi hermana para saber si realmente cabía en mi palma. Era mucho más grande. No sé por qué mi madre diría aquello. Al tocarla, descubrí que era muy suave. Cuando notó mi mano, se despertó y me miró fijamente. Como si supiera quién era. Sentí miedo por si lloraba. Pero no lo hizo. Sonrió. Saqué mi mano de debajo de ella y cogí mi mantita de lana. Se la puse por encima. La cubrí bien dejándola solo al descubierto la nariz y los ojos. Después, me acerqué al hornillo y, con cuidado para no quemarme, me lo llevé a mi habitación.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Lo que encontré entre cuchillas y algodones

La luna se ha peinado el flequillo de lado. Supongo. Porque hoy no la vi. Ayer sí. Y lo llevaba engominado hacia atrás. Perfecto. Brillando en su sendero en el mar. Indicando el camino para que la mires y poder lucirse. Hoy estaba enfadada porque no he ido a verla. Y se peinó el flequillo de lado para hacer sombra en su sendero y así no poder seguirla. Lo sé. La luna es una engreída que sabe que es bella y hechiza cuando se la mira. Y le gusta. Y se engomina el flequillo. Ojalá, pudiera usar su misma gomina y brillar con su misma intensidad. Lucirme y hechizar con mi mirada. Pero hace tiempo que dejé de peinarme el flequillo. Al igual, que hace tiempo que perdí mi sendero en el mar y ando a la deriva.

Las mariposas son seres perfectos de alas simétricas. Tan delicadas que pueden morir si las tocas. Tan fuertes que son capaces de provocar huracanes con un solo movimiento de sus alas.
Y hoy, me siento mariposa.

viernes, 7 de octubre de 2011

Para ti

Me dio mucha rabia cuando me morí. En serio. No porque doliera ni nada de eso, como cree la mayoría de la gente. No se está tan mal muerto. No tienes hambre. No tienes sueño. Hasta puedes ir a cualquier parte. Cualquiera. Podría explicarte cómo caza el oso polar a la foca en el ártico. Describirte el color de las nubes en la cima del Everest. Contarte el número de pétalos que lleva en su corona la abeja reina. El calor que hace dentro de un huevo de águila… Todo eso está muy bien y tiene su punto. Pero, no te dicen que no puedes tocar nada. Absolutamente nada. Mis manos atraviesan todo aquello que quieren coger. Libros, flores, hamburguesas… esto último no por hambre, es que me hubiera gustado poder dar la tabarra a algún fanático de la comida basura. En realidad, es eso lo que me molesta de estar muerto. Me enteré de que mis manos eran incapaces de sostener una pluma cuando aquella tarde intenté tocarte. ¿Te acuerdas? Estabas sentada en el portal de tu casa. Con las rodillas pegadas al pecho. Llevabas puesta la camiseta azul que te regalé. Quise acariciarte el pelo. Sí, lo hice.  Estabas preciosa con aquellas lágrimas como melocotones empapándote la cara. Intenté coger una, pero se resbaló. Atravesó mi dedo. Cayó en el suelo, tan grande, que salpicó y te mojó los calcetines. Lo recuerdo.
No lo sabes. Muchas veces, me quedo a tu lado. Sobre todo cuando lees, porque me pasas las páginas. Me gusta olerte muy cerquita del cuello. Me he dado cuenta que solo soy capaz de percibir tu olor a violetas. Es así cómo me hueles. A violetas. Y me gusta. Tú no te das cuenta. Pero veo que te sigues poniendo la camiseta azul que te regalé. Te gusta dormir con ella y la aprietas contra la almohada. Todavía lloras melocotones que te mojan los calcetines. Lo sé. Eso también me da mucha rabia. No poder tocarte y decirte que estoy aquí. Contigo. Así, leerías con más ahínco y continuarías pasándome las páginas. Me conformaré con soplarte cerca de la nuca y ver cómo te rascas para mí.

miércoles, 5 de octubre de 2011

De rojo


¡Témplate, hermano! Hace una noche de perros. Y razón no le faltaba al fulano. Esa noche, sentía temblar hasta a mis piojos. El fulano me pasó un brik de vino después de chuparlo con su boca negra. Lo rechacé. Saqué del bolsillo de mi abrigo una botella de Jack Daniel’s. Prefiero templarme con éste, le dije. Al fulano le hicieron palmas las orejas al ver el brebaje marronuzo.
— ¿De dónde has sacado eso, so cabrón? — me dijo el fulano.
Alargó la mano intentando arrebatármela. Pero yo se la quité del alcance.
—Shhh… ¡Calla, hombre! Tenemos a los picos cerca.
Nos aferramos  a nuestras mantas con agujeros y pusimos nuestros carritos de la compra como parapeto del frío junto a los pilares de la iglesia. Los putos municipales no nos dejaban encender fuego. Joder, si tuvieran que aguantar ellos la intemperie como nosotros. Ellos van en sus coches patrulla y calefacción.
—Me darás un trago, ¿no?
—Que sí.
Y le pasé al Jack, mi hombre preferido.  Nos pusimos finos. Trago iba y trago venía hasta que dormimos a nuestros piojos y dejaron de temblar.
— ¿No la has visto hoy? — empezó el fulano.
—Ni hoy, ni hace días.
—Hermano, en realidad, no la ha visto nadie. Solo tú.
—Te digo que existe. Siempre lleva un pañuelo rojo.
El fulano se echó a reír.
—Con el cuerpazo que dices que tiene y tú, ¿solo te fijas en el pañuelito?
— ¡Cállate, idiota! Estás borracho.
—Habló el abstemio.
Nos quedamos en silencio un rato y culeamos la botella.
Al fulano le dio por reírse de mí a carcajadas. Los municipales podrían oírnos y llevarnos al retén. Que bien pensado, no me disgustaba la idea, estaríamos más calientes que a los pies de aquella iglesia. Y lo dejé estar, callado. Recordé a mi mujer del pañuelo rojo. Menuda mujer. Siempre vestida de negro. El pañuelo rojo flotando en su cuello. Entraba y salía de la iglesia a la misma hora. Andares de gata. Pelo negro. Ojos… no sé. Nunca la vi tan de cerca. Hacía días que no iba a la iglesia. A veces, me miraba y yo agachaba la cabeza y si aquella tarde el fulano no me acompañaba, me echaba una moneda en el vaso. Y se alejaba con sus andares de gata y su melena negra mezclándose con el pañuelo rojo.
—Te digo que estás enamorao de un fantasma, hermano.
Y se echaba a reír  de nuevo. Agarró al Jack y le dio un buen trago.
—Un fantasma, lo que yo te diga, hermano. Esa mujer, es un jodido espíritu que solo tú puedes ver…
—Existe. Echa monedas en mi vaso.
— ¡Bah! Cualquier viejecita desvalida con gato, también te la puede echar. Eso no es prueba suficiente.
—Te digo que es de carne y hueso, idiota.
—Uhhhh… Uhhhh…
Y el fulano empezó a aullar como si fuera un fantasma.
—Déjate al Jack. Te está sentando mal.
— ¿Le tienes miedo a los fantasmas?
Vi que quedarme más rato junto al fulano supondría problemas con los municipales y mucho menos me apetecía seguir escuchando sus tonterías. Así que, con las mismas cogí y me levanté del suelo. Agarré mi carro de la compra y me instalé en otro sitio.
—Hermano, ¿dónde vas?
El Jack Daniel`s también se vino conmigo y terminé el último trago.
Me quedé dormido en un banco de la plaza.
Unas pataditas me despertaron por la mañana. Abrí los ojos y era un municipal tocándome el hombro con una porra.
— ¡Eh! Oiga, sin faltar. Que ya me despierto solo.
— ¿Sabe usted quién es este hombre?
Y el municipal me sacó una foto del fulano.
—No —mentí. — ¿De qué se le acusa?
—Se le busca. Si le reconoce o cree haberle visto. Llámenos, por favor. Y despeje el banco.
—A sus órdenes.
El municipal volvió a su coche patrulla con calefacción. Me levanté del banco y fui a buscar al fulano a la iglesia. Le encontré rebuscando algo en su carro de la compra. Qué hay, hermano. Le saludé. Iba a avisarle de que los picos le buscaban. Pero me callé en cuanto vi que entre sus cosas del carrito de la compra, flotaba un pañuelo rojo.