viernes, 14 de octubre de 2011

La mantita de lana

Mi hermanita era tan pequeña cuando nació que, según madre, cabía en la palma de la mano. No tenía fuerzas ni para llorar. Emitía unos gruñidos que apenas se escuchaban si estabas en otro cuarto. La noche en la que la trajeron a casa, hacía mucho frío. Lo recuerdo muy bien porque esa noche a mi hermano Fran y a mí nos quitaron el hornillo de la habitación. Mi hermano era tres años mayor que yo y dormíamos juntos en unas viejas literas. Fran tenía el tamaño de un oso polar y me llamaba su pequeña mosca porque siempre andaba pegado a él, al igual que las moscas cuando duermes la siesta en verano. Eso decía él. Le escuchaba castañear los dientes, bajito para que no le oyera. Desde mi cama, yo hacia lo mismo.  Me aferraba a mi mantita de lana. Y me la apretaba al cuello, pero no era suficiente. Continuaba temblando como un trozo de gelatina en mitad de un terremoto. Aquella mantita de lana, ya se me estaba quedando pequeña. Me la tejió mi abuela a los pocos meses de nacer. Tanto la enrollaba en mi cuello que los pies se me quedaban al aire. Y qué frio en los dedos. Apenas los sentía.
— ¿Fran?
— ¿Qué pasa, Mosquita? Duérmete.
—No puedo. Tengo frío.
—Pues habrá que acostumbrarse. Esa niña horrible nos quitó el hornillo.
— ¿Puedo dormir contigo?
— ¿Te refieres a meterte en mi cama?
—Sí.
—Desde luego, que eres una mosca cojonera.
—Pero, ¿puedo?
—Anda, ven.
Y agradecimos tener algo a lo que abrazarse con ese frío. Mi hermano no solo tenía el tamaño de un oso polar sino que también abrigaba como uno de ellos.
Esa no fue la única noche sin hornillo. Mi madre se lo llevó a su habitación muy cerquita de la cuna. Aunque no solo tuvimos que aguantar el frío sin el hornillo. Hubieron otros cambios importantes en nuestras vidas con la llegada del bebé. Nos cambiaron la leche fresca del lechero por los botes de leche condensada. Que según mi madre, cundían más y eran más baratos. Odiaba aquella leche tan dulzona. Me iba al colegio con el estómago pegado a la garganta y esa sensación me duraba toda la mañana hasta casi la hora de comer. A Fran le pasaba lo mismo. Un día me lo confesó. Mi madre ya no nos llevaba de paseo al parque de atracciones los domingos. Dábamos una vuelta por la avenida empujando el carrito. A la vuelta, un vaso de leche empalagosa y a dormir con la mantita de lana al cuello y los pies fríos.
—Estoy hasta las narices de ese bebé, Mosquita.
— ¿Qué podemos hacer?
—Buena pregunta. Así no pienso aguantar más.
— ¿Alguna idea, hermanito?
—Hay que deshacerse de ese bebé infernal.  
—No podemos.
—Habrá que poder.
—Estás loco.
— ¿Loco? Me da igual si no me ayudas. Ya me lo agradecerás algún día.
Y mi hermano se volvió otro. Sin comer ni dormir. Nada más pensando en el plan perfecto. Ya no venía los domingos a la avenida, se quedaba en casa hibernando como buen oso polar. Hasta que un día, se le brindó la oportunidad que tanto esperaba.  Una horrible fiebre lo mantuvo en cama más de una semana. Aquella extraña fiebre no bajaba. Mi madre, desesperada, tuvo que llevarle a urgencias. Y me pidió que cuidara de la pequeña. Entonces Fran, me guiñó un ojo antes de salir por la puerta.
No sabía qué hacer. Cogí mi mantita de lana y me senté muy cerca de la cuna, mirando cómo dormía con los puños apretados cerca de la boca. El hornillo estaba encendido. Se estaba muy calentito en el cuarto de mi madre. Y dejé mi mantita de lana sobre la cama. Recordé las palabras de mi hermano y ese guiño de ojos. ¿Qué podía hacer yo? La niña emitió uno de sus gruñidos, finísimos, con la delicadeza, dignos de una princesa. Me levanté  y me acerqué a los barrotes de la cuna. Me pregunté qué haría Fran en mi lugar. Metí la mano debajo del cuerpecito de mi hermana para saber si realmente cabía en mi palma. Era mucho más grande. No sé por qué mi madre diría aquello. Al tocarla, descubrí que era muy suave. Cuando notó mi mano, se despertó y me miró fijamente. Como si supiera quién era. Sentí miedo por si lloraba. Pero no lo hizo. Sonrió. Saqué mi mano de debajo de ella y cogí mi mantita de lana. Se la puse por encima. La cubrí bien dejándola solo al descubierto la nariz y los ojos. Después, me acerqué al hornillo y, con cuidado para no quemarme, me lo llevé a mi habitación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario