viernes, 21 de diciembre de 2012

El pegatinero


Vi su sombra pasar en el mismo instante que las puertas del tren se cerraban con su pitido ensordecedor de aviso. Fue una imagen fugaz. Un hálito repentino de ropa negra que se movía con agilidad felina por el andén. Era él. Estaba segura. Ya lo había visto una vez. El tren borró su rastro mientras me arrastraba hacia las bóvedas de raíles muertos y cables de alto voltaje. Me quedé de pie un buen rato del trayecto, pegada a la ventanilla con la efímera idea de poder ver su silueta una vez más en otra estación. Tomé asiento con un suspiro de derrota. Me dejé llevar a través de aquellas galerías oscuras y tenues luces de emergencia esporádicas que me distraían de su recuerdo. El recuerdo del pegatinero. Así le bauticé la vez que lo vi. Hace ya muchos años.
Apretaba la mano de mi padre con la cara pegada a su muslo, esperando el tren en la estación de Méndez Álvaro. Había mucha gente ese día, más de lo habitual, y aquellas personas se apretaban unas a otras con la convicción de que subirían las primeras al vagón. Mi padre aguardaba paciente, alejados de las vías sujetándome con firmeza para dar a entender que debía estarme quieta. Permanecí con mi cara pegada a su pantalón todo el tiempo que faltaba para la llegada del cercanías. Recuerdo que me mordía los labios, me ponía nerviosa toda esa gente arremolinándose junto al borde del andén como si estuvieran apunto de saltar abajo y comenzar a correr por el pedregal negro de los carriles de hierro. De repente, alguien rozó mi pelo. Algo así como una brisa despistada que se equivoca de dueño. Quité la cara del muslo de mi padre par ver quién me había tocado el pelo y vi pasar a una silueta vestida de negro. No pude saber si se trataba de un hombre o una mujer. Tenía la cabeza cubierta con un pañuelo negro. Se movía con una rapidez insólita para la cantidad de gente que había en la estación. Me fijé que a su paso daba un pequeño toque con sus manos enguantadas, también de negro, sobre las paredes, barandillas y vitrinas de anuncios enlatados. Me di cuenta de que conforme deslizaba sus guantes adhería una pegatina en cada cosa que tocaba. Hacía su labor con la eficacia de un astronauta en órbita como si flotara por el andén. Nadie le prestaba atención. Pasaba desapercibido como una sombra. Una sombra negra que se diluía por un desagüe de carne y rieles. Dejó de poner pegatinas y se paró en seco. Recuerdo que contuve la respiración, por algún motivo adiviné que había advertido que le había visto. Apreté más fuerte la mano de mi padre y pensé en pegar mi cara de nuevo a su pierna pero no podía dejar de mirarle. Cruzamos la mirada directa a las pupilas a pesar de los metros de distancia que nos separaban. Pude verle la cara. Me guiñó un ojo mientras se llevaba el dedo índice a la boca en señal para que le guardara el secreto. Sonreí como promesa. En ese momento, el tren irrumpió en la estación y nuestra conexión se perdió en cuanto el torbellino de gente comenzó a abrirse paso a codazos entre la multitud. Mi padre esperó con calma el instante justo para acercarse al tren y subir sin atropellos ni tirones. Una vez dentro, sonó el pitido de alarma de cierre de puertas, busqué entre los huecos de las ventanillas al hombre de las pegatinas por el andén. Ya no estaba. En su lugar, una ristra de dibujos cuadrados y diminutos adornaban la estación que ya se me perdía túnel adentro.
No pude evitarlo y rompí mi promesa al contarle a mi padre de la existencia del pegatinero. Él se rió y me movió el pelo de la frente. Yo me enfadé con él por no creerme y le amenacé con encontrarlo y demostrarle que esa sombra de ojos negros como canicas, era quien en verdad ponía las pegatinas de las estaciones. Mi padre me pasó el brazo por los hombros y me atrajo hacia sí para que estuviera más cómoda, me pegó la cara a su pecho y viajé con el tic tac de su corazón en las mejillas.
A partir de ese momento, me obsesioné deliberadamente con el pegatinero. Quería bajar por cada boca de metro que veía, por cada estación de cercanías y así encontrarme con él. Por ver cómo caminaba con aquella liviandad en los pies. Aquella dulzura con la que ponía las pegatinas. Ese pañuelo negro flotando sobre su cabeza. Bajaba y esperaba apretando, entonces, la mano de la tía Emilia. Miraba en cada esquina, en cada papelera, bajo los bancos de espera. Nada. Sabía de su ruta por el reguero de pegatinas que dejaba. Esos dibujos de caras sonrientes. Cuadrados y diminutos. Sabía que eran para mí. Siempre me recriminaba por llegar tarde y perder su rastro. Hasta que terminé por pensar que, tal vez, él estaba ahí y yo no podía verle al igual que el resto de transeúntes que viajaban ciegos y no se percataban de su presencia. Quizá fuera un castigo por haber roto mi promesa. Comprendí el verdadero motivo de mi desdicha y una profunda tristeza me embargó. Le había faltado a la palabra a un ser de lo más excepcional. De alguna manera, me sentía la cómplice de un gran secreto. Un suceso extraordinario que nadie podía ver y, ser la única de algo tan maravilloso, me hacía sentir especial. Una niña elegida que ahora se veía castigada por no haber contenido su lengua alegre. Dejé de bajar al metro. Cuando la tía Emilia me pedía que le acompañara en sus viajes por el cercanías, me negaba en rotundo poniendo escusas diferentes. Y así pasó el tiempo, dejando de lado al pegatinero y sus bonitas pegatinas. Mi sentimiento de culpa por traición dio paso a un olvido sin remedio que hizo que, incluso, perdiera mi sonrisa tímida y silenciosa cuando veía una de esas pegatinas cuadradas y diminutas sobre cualquier barandilla, pared o vitrina publicitaria. Hasta dejé de ver esas pegatinas que adornaban con disimulo cada andén de Madrid.
Por eso, fue como una inyección de adrenalina volverlo a ver en aquella estación. Misma indumentaria, su pañuelo negro ciñéndose sobre la frente. Pegatinas cuadradas y diminutas posadas con tal delicadeza y precisión que eran incapaces de despegarse por muchas manos que pasaran por encima después. Durante el resto de tiempo que duró mi viaje no pude más que pensar en él. Si ya me habría perdonado de mi falta grave. Quizá había sido un despiste y le había vuelto a ver por pura casualidad. Me mordí los labios. Deseé tener cerca el muslo de mi padre. El sonido de cierre de puertas me sacó bruscamente de mis cavilaciones. Reaccioné y me puse en pie muy cerca de la salida. Esperé a la siguiente estación y, aunque no era la mía, bajé. Corrí por los andenes en busca de pistas, en busca de pegatinas, lo que fuera con tal de encontrarle, mirarle a los ojos de nuevo y poder decirle que su secreto estaba a salvo conmigo. Subí y bajé escaleras. Inspeccioné cada banco, cada palmo de pared, cada cartel. Pensé que sería una estupidez buscarle en una sola estación. Era como encontrar una aguja en un pajar. Debía hacer un croquis que me ayudara a abarcar muchas zonas a la vez, un itinerario que me adelantara a sus movimientos. Necesitaba una estrategia que me venía grande y no sabía por dónde empezar. Me senté en un banco y cerré los ojos. Apoyé la cabeza en el respaldo de aluminio y dejé que las ideas vinieran a mí por sí solas. No sé cuánto tiempo estuve allí, pasaron varios trenes. No los conté. Pero sí sentía las miradas de la gente clavarse en mis párpados cerrados y compadecerse de mí cual borracha de tetra brik. Pero aún así, continué en mis trece y esperé a que se me iluminara la bombilla. Eso o un milagro. Los túneles se tragaron varios trenes más cuando, al fin, me decidí a levantarme del banco. Y ocurrió el anhelado milagro. Una pegatina nueva apareció en una barandilla de las escaleras de subida. Estaba segura que esa pegatina no había estado ahí antes. Lo había memorizado todo palmo a palmo en mi inspección desesperada. Enseguida vi otra pegatina. Y otra más. El pulso se me aceleró dentro de la caja torácica. Las pistas me condujeron a la calle. A una plaza llena de jóvenes comiendo pipas. Estuve tentada de preguntarles si habían visto a alguien de negro pasar por allí. Pero me acordé de mi promesa y busqué en silencio otra nueva pista, disimulando para no llamar la atención. Aunque no me sirvieron de mucho tantas precauciones porque, al poco de estar registrando la plaza, sentí una caricia en el pelo. Una brisa despistada que se posa en el hombro. Giré en redondo sobresaltada y no recuerdo si grité presa de la excitación. Lo que sí recuerdo es que vi el retal de una sombra doblar una esquina. Y ahí sí levanté la voz, diciendo “espera” con el alma escapándose por mi aliento. Los jóvenes que comían pipas me miraron para luego hacer comentarios entre ellos y dar unas risotadas después. No hice caso, eché a correr como una posesa hacia dónde se había ido el rastro de sombra. Doblé la esquina y corrí sin ninguna convicción, sin admitir que le había vuelto a perder. El flato me crujía las costillas y tuve que parar muy a mi pesar. Jadeé con la boca bien abierta, tomando el aire a bocados y por cada ventilación un nuevo pinchazo me sacudía por dentro, me puse la mano derecha bajo el pecho para evitar partirme en dos. Con la otra mano, me apoyé en la reja de una ventana. Esperé a recuperar un ritmo cardíaco normal y poder seguir con mi búsqueda. Entonces, fue cuando me percaté de que bajo mi mano izquierda, la que tenía puesta en la reja de la ventana, había una pegatina. Diminuta y cuadrada, con una cara sonriente guiñando un ojo. Cerré los ojos y reprimí una soberana carcajada. Estaba jugando conmigo. Cómo no lo había pensado antes. Quería que me ganara su perdón. Oí pasos correr despavoridos en alguna dirección inexacta. Las calles estaban desiertas. Caí en la cuenta de que no sabía dónde estaba ni qué hora era. Pero lo único que me importaba en aquel instante era encontrar al pegatinero, costase lo que costase. Por intuición, dirigí mis pasos hacia donde había oído los suyos. Esa vez, caminé en lugar de correr sin ningún sentido y exponerme a perder mis costillas en el intento. Revisaba cada zona donde imaginaba que podía haber una pegatina. A veces la encontraba y otras no. Pero las veces que sí, me daban una nueva pista y ánimos para seguir caminado. Se hizo la noche. Adiviné que estaba caminando en círculos por aquel barrio tan desconocido e inhóspito para mí. Me senté en el suelo a llorar literalmente. Cuando ya sequé los tanques y descubrí que con eso no había conseguido nada, me levanté y decidí volver a casa. Había perdido todo un día en buscar a alguien que se estaba riendo de mí. No tardé mucho en encontrar la boca de metro que me devolviera a casa. Tampoco había mucha gente dentro de los túneles. Algún perdido como yo con ojos rojos y cara de cansancio extremo. Me negué a seguir buscando pegatinas nuevas, entré en el vagón con la cabeza gacha deseando que hubiera algún asiento libre que no tuve problemas en conseguir ya que dentro estaba igual de desierto que fuera en los andenes. Apoyé la cabeza sobre los ventanales y dejé que el traqueteo y las luces me envolvieran en un estado de embriaguez casi etílico.
Me auto convencí de la idiotez del caso. De que todo era producto de mi perturbada imaginación. Pensé en mi padre y en cómo me abrazaba cuando le conté que había visto indios hacer la danza de la lluvia en el salón días antes de que muriera mi madre. Luego el pegatinero. Deseé que mi padre me apoyara en su pecho y me acariciara el pelo. Tener los latidos de sus corazón en mis mejillas.
Giré un par de veces las llaves en la cerradura y entré en casa. Me quité los zapatos y los dejé tirados por algún rincón de la consola de la entrada. Fui directa al baño para preparar la ducha. Necesitaba agua caliente que me escaldara la piel como escarmiento por mi aventura estúpida. Dejé el grifo abierto y me dirigí al dormitorio para buscar el albornoz. Me quedé petrificada en el umbral con el interruptor de la luz en la mano sin pulsar. La ventana estaba abierta de par en par y la cortina ondeaba a sus anchas, mecida por la brisa nocturna. A través de la penumbra, hice un rápido inventario de la habitación. Todo estaba en orden a simple vista. No recordaba que hubiera dejado la ventana abierta. Me encogí de hombros y encendí la luz. Cogí el albornoz y, entonces, fue cuando me di cuenta de que había algo sobre mi mesilla de noche. Me acerqué y descubrí que se trataba de una pegatina. Diminuta y cuadrada con una cara sonriente y un ojo guiñado. La acaricié con sumo cuidado aún a sabiendas de que no se despegaría de ahí por mucho que la tocara. Miré hacia la ventana y vi las cortinas volar en una brisa más violenta. Sonreí con mi olvidada sonrisa tímida y silenciosa todavía tocando la pegatina. Pensé en mi padre y deseé que estuviera ahí para enseñársela.

martes, 4 de diciembre de 2012

Inquebrantable


La última bofetada sonó hueca y salpicó un poco más allá de la marca que mis narices habían manchado en la pared. Me tendió un pañuelo de su bolsillo lleno de mocos y me exigió que lo limpiara, pero no me dijo que me quitara la sangre de la boca que me resbalaba por las fosas nasales y brotaba de mis dientes. Le miré sin pestañear, agarré su maloliente pañuelo y froté la pared empapando la sangre como una esponja. Mi padre carraspeó y se ajustó el cinturón sobre la bragueta antes de dejarme sola. Lo limpié pero siempre quedó una sombra rosácea como prueba del delito. Que todavía me mira cuando voy a casa a cambiarle los pañales.
Los platos volaban cuando al huevo le faltaba sal o las patatas estaban demasiado hechas. Le gustaba la carne con un puntito de sangre en el filete porque decía que le recordaba a mis narices. Ahora le recuerdo yo las trayectorias de esos ovnis flotantes que se estrellaban contra los muebles u otras veces en mi espalda, una vez fue en el costado y dormí con una fractura en la costilla que me pinchaba al respirar. Es gracioso ver cómo en los filetes se va extinguiendo la sangre y las fosas nasales se quedan secas sin más líquido que soltar, ni mocos ni lágrimas ni glóbulos rojos. Le recuerdo todo eso callada, con el sonido sordo que hace al sorber el sopicaldo soso y sin colorante que le toca para comer y que muy pacientemente voy acercando a su boca. Me veo tentada a darle un pañuelo sucio para que se limpie los churretes de sopa. Pero en lugar de eso, extiendo una moderna servilleta de papel absorbente de verdad. Supongo que la tecnología quiso esperar a relucir para que yo tuviera una mancha rosácea a la que mirar cada vez que entraba en casa.
Aprendí a convivir con ello cuando me acostumbré al tamaño de mis muslos. Cuando ya dejó de pincharme el costado cada vez que respiraba. Cuando de mis dientes ya no brotaba más sangre. Pero que no se confunda porque voy a verle y le lavo el culo. No quiero que piense que todo aquello se olvidó. Porque he de confesar que todavía me recorre un escalofrío cuando la mancha en la pared me mira. Respiro hondo y surge el pinchazo en la costilla derecha. Me acerco a su cama para arroparle después de su sopa aguachirle y sus pañales secos, le pongo la sábana bien ajustada al cuello y le miro sin pestañear antes de cerrar la puerta.  

Moscas en la casa


Era extraño que hubieran moscas en esa época del año. Estaban muy pesadas dándose trompicones por los muebles. Atontadas rebotando en mi nuca mientras barría la cocina. Entonces, me acordé de mi amigo el de los caballos. Me contó una vez, que era muy molesto cambiar las herraduras de los caballos con las moscas enfadadas en esa época del año. Ahí fue cuando me enteré que las moscas mordían. Daban bocados, esa fue su expresión exacta. He de admitir que me impresionó tal afirmación, siempre creí que las moscas eran los carroñeros bobalicones de los insectos, sin más función que la de estropear la siesta en verano.
Terminé de barrer y dejé la escoba apoyada en algún azulejo. Solo quería sentarme y cerrar los ojos. El zumbido de las moscas y los golpecitos de sus colisiones me acompañó hasta el sofá. Estaban muy enfadadas, deduje. Pensé en los caballos y los imaginé con sus elegantes colas degradándolas al nivel de plumeros espanta moscas. Mi amigo me explicó que la mordedura de mosca es tan potente que hasta se hacen notar en la dura piel de los caballos, sus bocados son capaces de traspasar el pelaje y pinchar al animal, los pobres agitan sus tremendas colas y relinchan angustiados y él debe tener cuidado de no llevarse una coz cuando le martillea los clavos a las herraduras. Duro trabajo, deduje. Continué con los ojos cerrados y las moscas por mis brazos. Alguna atrevida se posaba en mi nariz. Entonces, pensé en mi amigo y cómo me tocaba la punta de la nariz con el dorso del dedo índice. Luego reía cuando yo me rascaba desesperada por las cosquillas.
Mi amigo desapareció un día de septiembre, llevándose consigo el fenomenal misterio del mundo equino y solo me dejó el sonido de las moscas enfadadas. Bonito regalo, deduje. Estando ahí sentada con los ojos cerrados, se me ocurrió que nadie me había vuelto a tocar la nariz con el dorso del dedo índice, doblándolo en forma de pirámide con sus falanges. Un dedo único, bruto y basto de callos de poner herraduras y sujetar los imperios de unos titanes tan distinguidos. Mi amigo era único en muchas cosas. Tenia habilidades un tanto peculiares como conducir con las rodillas y jugar al fútbol bailando salsa. Metía goles, estaba fichado en el equipo local. Nunca fui a verle jugar, se marchó antes de que sacara el abono. Será que, otra de sus cualidades, era imitar a los niños cuando juegan hasta la saciedad con sus juguetes nuevos, una jornada intensiva de arrumacos y afectos que luego se evaporan aburridos y cansados por el desencanto del fin de la novedad. Después, los dejan tirados en el cofre de los trastos y vuelven a su muñeco andrajoso de toda la vida. Exacta conclusión, deduje. Me froté las sienes intentando mitigar la punzada de migraña que me amenazaba el ojo derecho. Una mosca se golpeó contra la escoba y la oí caer en algún punto del suelo de la cocina. No me importó lo más mínimo. Mis ojos sellados por una cremallera de pestañas. El zumbido de las moscas. Se me posaban por la cara y me las espantaba deprisa antes de que pudieran morderme. Supongo que en lo de los bocados no me mintió, deduje. Mi amigo el de los caballos viajaba mucho de una cuadra a otra, con el maletero hasta los topes de diferentes herraduras, clavos y martillos. Ahí me enteré que los caballos usan número de pie como los humanos y que cada animal tolera un tipo de herraje como nosotros con el cuero o la piel de los zapatos. Curioso, deduje. Lo que mi amigo no me contó, pero yo fui capaz de deducir, fue que los caballos nunca dejan que otro cuidador les peine la crin. Prefieren llevar sus pelos enredados y hacer nidos de moscas antes de engañar al joker que los monta con efusivos relinchos de placer y planes de fútbol dominguero. Son seres leales y firmes que no utilizan los juguetes nuevos para luego dejarlos secar en la era. En su código de sentimientos no está la desfachatez del despecho de usuario.
Mi amigo el de los caballos me dijo que los equinos echan de menos y que lloran a sus muertos. Será verdad, no lo sé. Solo sabía que era muy extraño que hubieran moscas en esa época del año. Que ninguna me dio un bocado ni una sola vez y que en mi casa, ya no olía a caballo muerto. Abrí los ojos, me levanté y abrí las ventanas para que las moscas salieran. Fui a la cocina a recoger la escoba del suelo. Los zumbidos se centraron en el salón, en una desesperada lucha por salir a la calle. Bonita espera, deduje. 

Efectos secundarios


Después del fogonazo blanco, la barquichuela se queda encallada en el fondo de la laguna evaporada. Remuevo el cieno con una cuchara sopera y escucho el silencio. La luz blanca se llevó a los lobos junto con el agua. Ya no hay nada. La cuerda de la cintura se desintegró con el muelle. Ya no hay nadie esperándome. Silencio. Tengo miedo a salir del bote. El cieno está demasiado blando y corro el riesgo de hundirme. Ahora, soy yo la que he de esperar. La que ha de quedarse inerte en medio de un paraje que yo misma elegí. Esperaré a que el suelo se ponga duro y poder pisar. Qué tonta al creer que controlaba mi cuenta atrás. Qué ingenua al pensar que mi onda expansiva arrasaría cual masacre de guadañas. Llegué a imaginar que, tras la explosión, un manto negro de sombras se alzaría sobrevolando la ciudad como un águila real planea sobre los conejos y ese terrible manto, producto de mis espinas, sesgaría las calles guillotinando a cada cual que se cruzara por su camino. Pues eso, tonta rematada al no distinguir bien que lo que tenías entre las manos, en verdad, no era el extremo de la cuerda de mi cintura sino el detonador de la bomba. Me cegué tanto en mis heridas que no caí en la certeza de que tú eras el artificiero de mi destino. Le diste al botón. El tic-tac llegó a su clic y todo se volvió blanco. Silencio. Has conseguido que llegara al fondo de la laguna, tal y como yo quería, no sé si darte las gracias. Porque yo no quería secar la laguna ni matar a los lobos. Solo deseaba que las aguas negras amortiguaran la explosión. Ahora me has dejado aislada dentro de un espejo cenagoso a la espera de volver a endurecerme, porque los músculos se hicieron de plastilina después de la luz. El silencio ha borrado al sol y todo está taciturno en un gris verdoso que hace escuadra con el fango de mis pies.
Seguro que te estarás riendo. Te imagino sentado en tu sofá cambiando de canal, ya no ponen documentales sobre lobos albinos. Ahora se ven chacales mordisqueando costillas de camello muerto. Dunas de arena fina que el viento las dibuja y las mueve a su antojo. Eso no te aburre y ya no vas a buscarme. Qué tonta al creer que podrías salvarme de mi cuenta atrás. Qué ingenua al pensar que lo que esperabas en el borde del muelle era a mí. Mientras escuchaba el dulce tic-tac de mi espalda, llegué a imaginar que si me dejaba arrastrar hacia la orilla y permitía que me envolvieras en tus brazos, extinguirías esas espinas que sembraban mis vísceras que eran las encargadas de hacer la función de eslabones en las ruedas de engranaje del mecanismo de la bomba. Solo así, el manto de sombras guardaría la guadaña y no saldría a planear a vista de águila. Pero no, estúpida declarada, todo eso no pasó. Creí que los efectos secundarios de mi bomba atómica serían nefastos, nocivos para todo aquel que me tocara y resulta que ahora, una cuchara sopera me enseña la idiotez de mis pensamientos justificándose con la clausula número dos del contrato de la letra pequeña donde específica que soy la única hereditaria del dolor ajeno de corazón. Un cieno baboso me descubre una realidad de silencio y grises más dura de lo que yo podría soportar mofándose de una bomba atómica que se quedó a la altura de mina anti persona. Pienso en llorar y mi rabia y mi orgullo me acuchillan los ojos y me obligan mirar a la luz. El fogonazo blanco que todo calcinó. Esperaré a que el suelo se ponga duro y mi cuchara se doble cuando la incruste en el fango pestilente. Esperaré a que se quede clavada como una estaca y no pueda sacarla para dejar constancia de mi herida en alguna parte. Sé que en la tele algún día dejarán de emitir documentales, quizá en la laguna vuelva a proliferar el agua, pero para entonces, mis oídos estarán sordos de tanto escuchar el silencio, mis ojos ciegos después del fogonazo blanco. Mi corazón desnudo sin un manto de sombras que lo cubra y mis vísceras en carne viva. Irritaciones de un espejo mudo que se cansó de empañarse de vaho y devolver imágenes de leyendas urbanas. Esos son los verdaderos efectos secundarios de una explosión de bomba atómica: después de la luz, nos quedamos encallados en un silencio inerte que te hunde en un fango gris. Te deja una cuchara sopera como única arma de supervivencia y un prospecto de letra pequeña que no podrás leer por la ceguera.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Nociva


Ya está. Le di cuerda a la bomba atómica. Giré las manecillas que activan el mecanismo con la misma mano que limpio el vaho del espejo. Me miro. Mi imagen es borrosa, distorsionada. Solo queda esperar a que se acabe el tic-tac de ese reloj antiguo. Me ciño la toalla bajo la axila y observo cómo una manada de lobos merodean en las orillas de la laguna. Aguas negras que mantienen inerte una barquichuela conmigo dentro. Los lobos aúllan nerviosos removidos por los vapores con olor a gel que levantan las aguas negras de la laguna. Los lobos se muerden y se gruñen entre sí motivados por el hambre. Los lobos, simplemente, están asustados porque también oyen el tic-tac de la cuenta atrás.
No sé qué pasará cuando el reloj toque su clic final. No puedo adivinar hasta dónde llegará la onda expansiva. Solo sé, que me sujetas con una cuerda que tengo atada a la cintura. El único contacto con tierra firme. Permaneces de pie, al borde del muelle de madera carcomido, esperando. Desde donde estoy no sé si puedes oír al mecanismo moverse en sus engranajes de vísceras y bilis. Intenté gritar desde la barquichuela, pero los aullidos de los lobos maquillaron mi advertencia. Veo que la cuerda comienza a escurrirte de entre los dedos. Pero mantienes el tipo con dignidad y tiras hacia ti, luchando con el vaivén de las ondas del agua.
No me lleves hacia la orilla, no dejes que toque tierra firme. Suelta la cuerda. Deja que me pierda en el otro lado del espejo. Solo ahí, no te llegará la onda expansiva. Deja que muera con mis lobos que, a fin de cuentas, ellos fueron quiénes armaron mi bomba atómica. Yo solo le di cuerda. Solo quiero hundirme bajo la laguna y ser la artificiera de mi propio destino. No me pidas que te ame. Porque mis vísceras gastan toda su energía en mover la maquinaria. No me pidas que me quede. Porque a cada tic-tac que suena, mis músculos se contraen y adquieren la consistencia del mármol. No me pidas nada. Porque dejé mi conciencia en casa de la forjadora de almas, esa misma hechicera que te dio el cabo del extremo de la cuerda que me sujeta por la cintura al muelle de madera. Recuerda que le gusta jugar. Y mi bomba atada en la espalda no es más que otro juguete para divertirse en sus ratos de ocio. Ella soltó a los lobos. No quieras ser tú otro licántropo sin necesidad de luna llena. No lo desees, porque podría herirte. Quizá ya lo haya hecho. Lo siento. Desde el sofá, la televisión no te deja oír el tic-tac que me rumia, que me lleva a esa laguna cada vez que me miro al espejo.
Tengo frío. He de quitarme la toalla y ponerme ropa seca. Dejar que la cuerda siga balanceándose desde el muelle hasta el centro inerte de la laguna. Los lobos tendrán que esperar una noche más a que la bomba estalle. No sé cuánto tiempo falta. El vaho del baño ha disipado las tinieblas de la laguna. Te oigo cambiar de canal y yo me masajeo la crema hidratante.
Aburrido, vienes a verme al cuarto de baño. La televisión queda de fondo contando las maravillas de, curiosamente, un documental sobre lobos albinos. Sonrío por la mimetización de la casualidad, tu crees que la sonrisa es para ti. Me miras y me dices que me quieres. Y yo, solo puedo mirarte y oír un dulce tic-tac en la espalda.