viernes, 21 de diciembre de 2012

El pegatinero


Vi su sombra pasar en el mismo instante que las puertas del tren se cerraban con su pitido ensordecedor de aviso. Fue una imagen fugaz. Un hálito repentino de ropa negra que se movía con agilidad felina por el andén. Era él. Estaba segura. Ya lo había visto una vez. El tren borró su rastro mientras me arrastraba hacia las bóvedas de raíles muertos y cables de alto voltaje. Me quedé de pie un buen rato del trayecto, pegada a la ventanilla con la efímera idea de poder ver su silueta una vez más en otra estación. Tomé asiento con un suspiro de derrota. Me dejé llevar a través de aquellas galerías oscuras y tenues luces de emergencia esporádicas que me distraían de su recuerdo. El recuerdo del pegatinero. Así le bauticé la vez que lo vi. Hace ya muchos años.
Apretaba la mano de mi padre con la cara pegada a su muslo, esperando el tren en la estación de Méndez Álvaro. Había mucha gente ese día, más de lo habitual, y aquellas personas se apretaban unas a otras con la convicción de que subirían las primeras al vagón. Mi padre aguardaba paciente, alejados de las vías sujetándome con firmeza para dar a entender que debía estarme quieta. Permanecí con mi cara pegada a su pantalón todo el tiempo que faltaba para la llegada del cercanías. Recuerdo que me mordía los labios, me ponía nerviosa toda esa gente arremolinándose junto al borde del andén como si estuvieran apunto de saltar abajo y comenzar a correr por el pedregal negro de los carriles de hierro. De repente, alguien rozó mi pelo. Algo así como una brisa despistada que se equivoca de dueño. Quité la cara del muslo de mi padre par ver quién me había tocado el pelo y vi pasar a una silueta vestida de negro. No pude saber si se trataba de un hombre o una mujer. Tenía la cabeza cubierta con un pañuelo negro. Se movía con una rapidez insólita para la cantidad de gente que había en la estación. Me fijé que a su paso daba un pequeño toque con sus manos enguantadas, también de negro, sobre las paredes, barandillas y vitrinas de anuncios enlatados. Me di cuenta de que conforme deslizaba sus guantes adhería una pegatina en cada cosa que tocaba. Hacía su labor con la eficacia de un astronauta en órbita como si flotara por el andén. Nadie le prestaba atención. Pasaba desapercibido como una sombra. Una sombra negra que se diluía por un desagüe de carne y rieles. Dejó de poner pegatinas y se paró en seco. Recuerdo que contuve la respiración, por algún motivo adiviné que había advertido que le había visto. Apreté más fuerte la mano de mi padre y pensé en pegar mi cara de nuevo a su pierna pero no podía dejar de mirarle. Cruzamos la mirada directa a las pupilas a pesar de los metros de distancia que nos separaban. Pude verle la cara. Me guiñó un ojo mientras se llevaba el dedo índice a la boca en señal para que le guardara el secreto. Sonreí como promesa. En ese momento, el tren irrumpió en la estación y nuestra conexión se perdió en cuanto el torbellino de gente comenzó a abrirse paso a codazos entre la multitud. Mi padre esperó con calma el instante justo para acercarse al tren y subir sin atropellos ni tirones. Una vez dentro, sonó el pitido de alarma de cierre de puertas, busqué entre los huecos de las ventanillas al hombre de las pegatinas por el andén. Ya no estaba. En su lugar, una ristra de dibujos cuadrados y diminutos adornaban la estación que ya se me perdía túnel adentro.
No pude evitarlo y rompí mi promesa al contarle a mi padre de la existencia del pegatinero. Él se rió y me movió el pelo de la frente. Yo me enfadé con él por no creerme y le amenacé con encontrarlo y demostrarle que esa sombra de ojos negros como canicas, era quien en verdad ponía las pegatinas de las estaciones. Mi padre me pasó el brazo por los hombros y me atrajo hacia sí para que estuviera más cómoda, me pegó la cara a su pecho y viajé con el tic tac de su corazón en las mejillas.
A partir de ese momento, me obsesioné deliberadamente con el pegatinero. Quería bajar por cada boca de metro que veía, por cada estación de cercanías y así encontrarme con él. Por ver cómo caminaba con aquella liviandad en los pies. Aquella dulzura con la que ponía las pegatinas. Ese pañuelo negro flotando sobre su cabeza. Bajaba y esperaba apretando, entonces, la mano de la tía Emilia. Miraba en cada esquina, en cada papelera, bajo los bancos de espera. Nada. Sabía de su ruta por el reguero de pegatinas que dejaba. Esos dibujos de caras sonrientes. Cuadrados y diminutos. Sabía que eran para mí. Siempre me recriminaba por llegar tarde y perder su rastro. Hasta que terminé por pensar que, tal vez, él estaba ahí y yo no podía verle al igual que el resto de transeúntes que viajaban ciegos y no se percataban de su presencia. Quizá fuera un castigo por haber roto mi promesa. Comprendí el verdadero motivo de mi desdicha y una profunda tristeza me embargó. Le había faltado a la palabra a un ser de lo más excepcional. De alguna manera, me sentía la cómplice de un gran secreto. Un suceso extraordinario que nadie podía ver y, ser la única de algo tan maravilloso, me hacía sentir especial. Una niña elegida que ahora se veía castigada por no haber contenido su lengua alegre. Dejé de bajar al metro. Cuando la tía Emilia me pedía que le acompañara en sus viajes por el cercanías, me negaba en rotundo poniendo escusas diferentes. Y así pasó el tiempo, dejando de lado al pegatinero y sus bonitas pegatinas. Mi sentimiento de culpa por traición dio paso a un olvido sin remedio que hizo que, incluso, perdiera mi sonrisa tímida y silenciosa cuando veía una de esas pegatinas cuadradas y diminutas sobre cualquier barandilla, pared o vitrina publicitaria. Hasta dejé de ver esas pegatinas que adornaban con disimulo cada andén de Madrid.
Por eso, fue como una inyección de adrenalina volverlo a ver en aquella estación. Misma indumentaria, su pañuelo negro ciñéndose sobre la frente. Pegatinas cuadradas y diminutas posadas con tal delicadeza y precisión que eran incapaces de despegarse por muchas manos que pasaran por encima después. Durante el resto de tiempo que duró mi viaje no pude más que pensar en él. Si ya me habría perdonado de mi falta grave. Quizá había sido un despiste y le había vuelto a ver por pura casualidad. Me mordí los labios. Deseé tener cerca el muslo de mi padre. El sonido de cierre de puertas me sacó bruscamente de mis cavilaciones. Reaccioné y me puse en pie muy cerca de la salida. Esperé a la siguiente estación y, aunque no era la mía, bajé. Corrí por los andenes en busca de pistas, en busca de pegatinas, lo que fuera con tal de encontrarle, mirarle a los ojos de nuevo y poder decirle que su secreto estaba a salvo conmigo. Subí y bajé escaleras. Inspeccioné cada banco, cada palmo de pared, cada cartel. Pensé que sería una estupidez buscarle en una sola estación. Era como encontrar una aguja en un pajar. Debía hacer un croquis que me ayudara a abarcar muchas zonas a la vez, un itinerario que me adelantara a sus movimientos. Necesitaba una estrategia que me venía grande y no sabía por dónde empezar. Me senté en un banco y cerré los ojos. Apoyé la cabeza en el respaldo de aluminio y dejé que las ideas vinieran a mí por sí solas. No sé cuánto tiempo estuve allí, pasaron varios trenes. No los conté. Pero sí sentía las miradas de la gente clavarse en mis párpados cerrados y compadecerse de mí cual borracha de tetra brik. Pero aún así, continué en mis trece y esperé a que se me iluminara la bombilla. Eso o un milagro. Los túneles se tragaron varios trenes más cuando, al fin, me decidí a levantarme del banco. Y ocurrió el anhelado milagro. Una pegatina nueva apareció en una barandilla de las escaleras de subida. Estaba segura que esa pegatina no había estado ahí antes. Lo había memorizado todo palmo a palmo en mi inspección desesperada. Enseguida vi otra pegatina. Y otra más. El pulso se me aceleró dentro de la caja torácica. Las pistas me condujeron a la calle. A una plaza llena de jóvenes comiendo pipas. Estuve tentada de preguntarles si habían visto a alguien de negro pasar por allí. Pero me acordé de mi promesa y busqué en silencio otra nueva pista, disimulando para no llamar la atención. Aunque no me sirvieron de mucho tantas precauciones porque, al poco de estar registrando la plaza, sentí una caricia en el pelo. Una brisa despistada que se posa en el hombro. Giré en redondo sobresaltada y no recuerdo si grité presa de la excitación. Lo que sí recuerdo es que vi el retal de una sombra doblar una esquina. Y ahí sí levanté la voz, diciendo “espera” con el alma escapándose por mi aliento. Los jóvenes que comían pipas me miraron para luego hacer comentarios entre ellos y dar unas risotadas después. No hice caso, eché a correr como una posesa hacia dónde se había ido el rastro de sombra. Doblé la esquina y corrí sin ninguna convicción, sin admitir que le había vuelto a perder. El flato me crujía las costillas y tuve que parar muy a mi pesar. Jadeé con la boca bien abierta, tomando el aire a bocados y por cada ventilación un nuevo pinchazo me sacudía por dentro, me puse la mano derecha bajo el pecho para evitar partirme en dos. Con la otra mano, me apoyé en la reja de una ventana. Esperé a recuperar un ritmo cardíaco normal y poder seguir con mi búsqueda. Entonces, fue cuando me percaté de que bajo mi mano izquierda, la que tenía puesta en la reja de la ventana, había una pegatina. Diminuta y cuadrada, con una cara sonriente guiñando un ojo. Cerré los ojos y reprimí una soberana carcajada. Estaba jugando conmigo. Cómo no lo había pensado antes. Quería que me ganara su perdón. Oí pasos correr despavoridos en alguna dirección inexacta. Las calles estaban desiertas. Caí en la cuenta de que no sabía dónde estaba ni qué hora era. Pero lo único que me importaba en aquel instante era encontrar al pegatinero, costase lo que costase. Por intuición, dirigí mis pasos hacia donde había oído los suyos. Esa vez, caminé en lugar de correr sin ningún sentido y exponerme a perder mis costillas en el intento. Revisaba cada zona donde imaginaba que podía haber una pegatina. A veces la encontraba y otras no. Pero las veces que sí, me daban una nueva pista y ánimos para seguir caminado. Se hizo la noche. Adiviné que estaba caminando en círculos por aquel barrio tan desconocido e inhóspito para mí. Me senté en el suelo a llorar literalmente. Cuando ya sequé los tanques y descubrí que con eso no había conseguido nada, me levanté y decidí volver a casa. Había perdido todo un día en buscar a alguien que se estaba riendo de mí. No tardé mucho en encontrar la boca de metro que me devolviera a casa. Tampoco había mucha gente dentro de los túneles. Algún perdido como yo con ojos rojos y cara de cansancio extremo. Me negué a seguir buscando pegatinas nuevas, entré en el vagón con la cabeza gacha deseando que hubiera algún asiento libre que no tuve problemas en conseguir ya que dentro estaba igual de desierto que fuera en los andenes. Apoyé la cabeza sobre los ventanales y dejé que el traqueteo y las luces me envolvieran en un estado de embriaguez casi etílico.
Me auto convencí de la idiotez del caso. De que todo era producto de mi perturbada imaginación. Pensé en mi padre y en cómo me abrazaba cuando le conté que había visto indios hacer la danza de la lluvia en el salón días antes de que muriera mi madre. Luego el pegatinero. Deseé que mi padre me apoyara en su pecho y me acariciara el pelo. Tener los latidos de sus corazón en mis mejillas.
Giré un par de veces las llaves en la cerradura y entré en casa. Me quité los zapatos y los dejé tirados por algún rincón de la consola de la entrada. Fui directa al baño para preparar la ducha. Necesitaba agua caliente que me escaldara la piel como escarmiento por mi aventura estúpida. Dejé el grifo abierto y me dirigí al dormitorio para buscar el albornoz. Me quedé petrificada en el umbral con el interruptor de la luz en la mano sin pulsar. La ventana estaba abierta de par en par y la cortina ondeaba a sus anchas, mecida por la brisa nocturna. A través de la penumbra, hice un rápido inventario de la habitación. Todo estaba en orden a simple vista. No recordaba que hubiera dejado la ventana abierta. Me encogí de hombros y encendí la luz. Cogí el albornoz y, entonces, fue cuando me di cuenta de que había algo sobre mi mesilla de noche. Me acerqué y descubrí que se trataba de una pegatina. Diminuta y cuadrada con una cara sonriente y un ojo guiñado. La acaricié con sumo cuidado aún a sabiendas de que no se despegaría de ahí por mucho que la tocara. Miré hacia la ventana y vi las cortinas volar en una brisa más violenta. Sonreí con mi olvidada sonrisa tímida y silenciosa todavía tocando la pegatina. Pensé en mi padre y deseé que estuviera ahí para enseñársela.

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