Las
crías de los gigantes quieren volar, mientras que las mariposas
vuelan con torniquetes en las alas. Miro por el ojo de buey y
recuerdo que me duele el dedo pequeño del pie derecho. Fue por
correr. Oigo tus gorgoritos al dormir, se me ocurre el ruido del
fuelle de la respiración asistida. Deberías dejar de fumar. Los
vecinos han roto sus almohadas y están nevando plumas. Echo de menos
las burbujas del aceite hirviendo, sobre todo esas blancas y
violentas que se ciernen alrededor del nugget de pollo. Empecé todo
esto siendo un nugget y me dejé engullir por la ebullición. Tengo
miedo cuando pienso en el mar en calma. Me da miedo mirar sola por el
ojo de buey y no ver más que gaviotas varadas en alquitrán. Las
llegué a observar detenidamente sentada sobre el borde de la acera.
Eso fue antes de correr. Mucho antes de mi dedo pequeño del pie
derecho. Hay que ver cómo duermes y lo fuerte que respiras, pero no
seré yo quien te espante el cigarro de la boca. Se ven las plumas
caer, flotar inertes con un suave balanceo en su encarnizada lucha
contra la gravedad y parece que haga más frío del que realmente
marca en los termómetros.
Los
duendes que viven dentro de los anillos de los árboles visten botas
de fieltro porque si usan terciopelo les pica en los talones. Debería
robarles un par un día de estos a ver si consigo quitarme estos
pinchazos del dedo del pie. Es que mira que corrí ese día. Huía y
no sabía ni de qué. Me pillaste porque paré un segundo para que me
estallara el flato en las costillas, descubriste mi punto débil y
tiraste del hilo con el cascabel para que subiera al barco. Tengo
miedo de llegar a la isla del tesoro y saber que la aventura puede
acabar. Tengo miedo que la brújula nos oriente mal en el mapa. Ya
anoté una vez unas coordenadas y no me llevaron a otro lugar más
que a navegar en círculos. Tardé en darme cuenta de que los timones
y las cubiertas de parqué resinado no estaban hechas para mí. Por
eso me senté en la acera y me quedé contemplando la inopia de
plumas de gaviota. Esta vez, las plumas son diferentes y flotan mucho
antes de estornudar. Quiero pensar que es buena señal. Esto me
recuerda a los cuentos de piratas con patas de palo y loros
raquíticos con piquitos de piñón. Solo que tu no tenías loro ni
cojeabas, solo usabas parches en los ojos, qué lástima que no
fueran de nicotina. Así tus pulmones no se convertirían en nuggets
de pollo cada vez que te vas a dormir. Me hizo gracia darme cuenta
que usábamos la misma marca de parches. Creo que por eso me quedé
muy quieta en el camarote mientras me hacías mirar la luna por el
ojo de buey y me dabas un masaje en el dedo del pie. Pero sigue
pinchando. Es que corrí mucho. Has conseguido extinguir el volcán
de mi pecho, que durante años estuvo escupiendo lava y gases nobles.
Se está bien cuando la gasolina flota sobre las aguas tranquilas.
Hacía tiempo que los perros no ladraban canciones por las calles y
hasta me apetece curar las vendas de las mariposas.
Las
rocas son esponjas que se solidifican con el paso del tiempo. Los
anfibios peces que se quedaron a mitad del camino al querer fugarse a
tierra firme y nosotros somos dos gotas de ketchup fuera del plato.
Tengo miedo a ponerte de lado para que puedas respirar mejor, no
quiero despertarte. Porque siento que si lo hago, se romperá el
hechizo que la princesa le hizo al pirata y descubrirá que en
realidad, fue ella quien ató el cascabel al hilo y quien rajó las
almohadas de los vecinos. Los papeles se han invertido y ahora soy yo
la que bulle sobre ti, devorándote con violencia. Es una
centrifugación tan potente que no me doy cuenta de que no solo muevo
tus cimientos, también me arrastro contigo al abismo de las flores
de tallo largo clavadas en césped de plastilina. El manto de plumas
que densa el ambiente no me deja ver cuánto falta para llegar a la
isla. Pero tampoco quiero saberlo. Dejo de mirar por el ojo de buey,
me dan igual las gaviotas y lo que tarden en besar el suelo las
plumas de oca. Me tumbo a tu lado en silencio con el pie derecho
colgando fuera de la cama, me apoyo sobre tu pecho y oigo los
gorgoritos de tus pulmones. Me duele pero seguiré comprándote
tabaco. No se me dan bien las reformas de hogar. Cierro los ojos y
dejo que la brújula haga su propio rumbo y esperaré. Tengo miedo a
llegar a puerto y descubrir que hay un volcán en erupción en esa
isla, que los gigantes andan enfadados porque sus crías se cayeron
de los nidos y que los duendes me reclamen sus botas. Pero me habrá
quedado tu abrazo en el barco y los atardeceres naranjas del invierno
entre los pinos. Lo único que, quizá, si me dé mucho miedo, será
bajar del barco y olvidar sobre el mástil mis parches para los ojos.
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