lunes, 26 de diciembre de 2011

Marcas en el agua

Me parece mentira que esté a punto de hacer las maletas. Se me hace un nudo en la garganta, al pensar que dejo mis pequeños castillos de arena en la gran ciudad. Me da miedo saber a dónde me llevará este hilo que tira de mí y me hace vulnerable en mi nueva aventura. Me parece mentira que, seguramente, sea la última vez que te vea. Y en el fondo, por mucho que me duela, creo que será lo mejor que nos puede pasar. Nos despediremos con dos besos en la mejilla como buenos amigos con la falsa promesa de volvernos a ver. A partir de ese momento, comenzará mi vida. En la que respiraré otro oxígeno que no sea el tuyo. Intentaré sacarte de cada poro de mi piel. No me explico cómo has podido llegar hasta ese punto en mí. Es inhumano dejar que una persona se fusione con la necesidad de vivir de otra. Y es lo que he permitido contigo. Me importas demasiado. Contigo bajé la guardia. No me di cuenta de cuánto hasta que no sentí dolor físico al verte. El estómago me pellizca y se convierte en una nuez diminuta. Mis labios tiemblan en silencio pidiendo un beso a gritos. A veces un abrazo fuerte los calma. Pero solo a veces. Y cada vez se han ido distanciando más y más esos abrazos. Me parece mentira que te tuve un tiempo sobre mi pecho, ahí fue donde me perdí, y no vi que eras solo un espejismo. Una ilusión efímera que solo yo era capaz de ver y sentir. Pero ya está hecho. Me voy. Me parece mentira que todo esto vaya a reducirse en unas cuántas líneas baratas perdidas en algún blog de pacotilla. No puedo hacer otra cosa. Ya no. No soy masoquista. Aunque he de admitir que siempre latirás en mí cada vez que escuche a Rihanna. Me iré pronto. Está decidido. Me voy allá dónde me conociste. Donde empezó todo. Pero pasearé por otras playas a ver lo que me deja la marea. Y me parece mentira que me duela hacer las maletas. No veas cómo pican los ojos. Me siento como una roca que ha estado mucho tiempo en el fondo del mar. Una roca minada por el agua y la sal y, ahora de repente, despierta varada en mitad de un desierto de arena seca y solana. Pero las marcas del agua siguen estando grabadas en su cuerpo. Así quedará tu recuerdo en mí. Tengo demasiadas cicatrices por haber estado bajo tu mar. Me voy. Y me quedaré desnuda a la intemperie, esperando que alguna lagartija me dé cobijo con su escuálido cuerpo. A la espera en mi desierto de divisar agua y que no sean espejismos. Pero basta de melancolía. Me iré. Está hecho. Me parece mentira que sea lo mejor que nos puede pasar. Ya sé que tu corazón no es una roca. Pero espero poder hacerle alguna marca.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Y me da por pensar

No sé por qué, has venido a mi cabeza. Oí una canción. No sé cuál. Hay muchas que me recuerdan a ti. Cojo mi sombrero y lo agito entre las manos. Me he vestido para salir y todavía no sé a dónde. Y me da por pensar. De repente, me doy cuenta de lo silenciosa que está la casa. La llenabas con tus carcajadas, porque no tenías risa. Siempre cantando a voz en grito. No te hacía falta micrófono. Me gustaban tus canciones. Eso. Canciones. Oigo una canción y me da por pensar. Me coloco el sombrero. Todavía no sé a dónde voy pero salgo a la calle. Camino y me da por pensar que qué narices hago pasando frío. Pero sigo caminando. Y pienso en la primera vez que te besé. Te di un beso en el cuello. Tenías cosquillas y te hice cerrar los ojos. Si te movías, perdías y debías darme un beso. Sabía que jugaba con ventaja. Gané. Y me da por pensar en el sabor de tus labios. Eran suaves y rojos. Algo así como una mora silvestre.  Me encasqueto más el sombrero en la cabeza para que el viento no lo vuele. Camino. Doblo una esquina. Nunca te lo dije, pero siempre envidié tu energía. Desbordabas vitalidad por cada poro de tu piel. Te comparaba con la fatalidad de una estampida de elefantes. Y me da por pensar que me agotaste mucho antes de tenerte. Si es que alguna vez te tuve. El viento que sopla levanta las hojas secas de la acera y, yo, me sujeto el sombrero. Tengo frío. Pagaría lo que fuera por volver a estar abrazado a ti en la cama, como aquellos domingos de perreo. Nos acariciábamos para erizarnos la piel. Perdíamos la cuenta del tiempo bajo las sábanas. La parte que más me gustaba tocarte era la espalda. Me gustaba tu espalda. Y me da por pensar. Pensar en qué momento dejé que te la llevaras. Mira que fui tonto. Cuántas veces me la ofreciste. Sin hablar, con tus gestos, tus acciones. Como la sorpresa que me preparaste por mi cumpleaños. Como el beso descuidado que me dabas en la mejilla. Pero no la cogí. Y me da por pensar que no lo hice porque me irritabas. Me molestaba que fueras como eras, con respuestas, con chispa. Y me da por pensar que, en el fondo, me dan miedo los elefantes. Tu alma salvaje y sexy. Nunca fui gran domador. He llegado hasta una puerta de forja negra que se abre en cuanto me pongo delante. Me quito el sombrero y lo agito entre las manos. Entro. Y me da por pensar, lo que me gustaría volverte oír cantar. A voz en grito. Sin micrófonos. Bailándome. Para mí. Como cuando te conocí. Eso. Canciones. Camino con el sombrero dando vueltas en los dedos. Camino por los senderos de baldosines blancos y césped amarillo. No sé por qué pero me has venido a la cabeza. Y me da por salir a buscarte. Ya sé dónde. Me siento frente a tu lápida y pienso  en tu canción favorita. Hay muchas. No sé cuál cantarte. Y me da por pensar.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Azúcar glas

La llama del mechero calentó el metal de la cuchara. Esperó a que el líquido transparente hirviera un poco y, luego, acercó la aguja. Succionó la cantidad exacta de un solo movimiento. Se palpó en busca de una vena sin picar. Encontró un hueco en el brazo derecho. Se apretó la goma y vio cómo se hinchaba la vena. Clavó la aguja con precisión, bombeó y el líquido transparente entró dentro. Iba rápido. Esa mierda era buena. Se quitó la goma y se tiró en el sofá a disfrutar del colocón. Entonces, llegó ella. Cargada de bolsas de compra y con el bebé en brazos, recién sacado de la guardería. Fue directa a la cocina y dejó las bolsas sobre la encimera. Saludó un hola general. Nadie contestó. Dejó al bebé en la cuna que se quedó haciendo palmas y haciendo pedorretas con la boca. Le vio tirado en el sofá, a oscuras, ni siquiera se preocupó de recoger el material.
—Me lo prometiste, so cabrón.
El grito resonó por toda la casa. El bebé dejó de hacer pedorretas y palmitas. Ella de un repelón agarró el material y se lo estampó en la cara. Él abrió los ojos, el colocón no lo dejaba moverse. Sonrió como un bobo.
—Te has picado en nuestra propia casa…
—Nena, me dolía…
— ¿Te dolía? Te voy a decir lo que me duele a mí.
Ella lo levantó del sofá de un empujón. Lo condujo hasta el dormitorio y le señaló la cuna.
—Eso duele más, jodido cabrón.
—Lo siento, nena… No volverá a pasar. Te juro que era el último.
—Ya. Como el mes pasado, y el anterior… Se acabó. ¿No tenías bastante con esnifar la puta coca de tu primo?
Ella abrió el armario y comenzó a sacar ropa a borbotones. La cogió toda de un puñado y, sin dudar, la tiró por la ventana.
—Te vas a la puñetera calle.
Él se tambaleaba detrás de ella. Esa mierda era muy buena, joder. El bebé empezó a llorar.
—Nena, no me puedes hacer esto.
—Tú sí que no me puedes hacer esto a mí. Lárgate.
Intentó besarla. Pero ella se apartó y él tuvo que hacer grandes esfuerzos por no caer de bruces al suelo.
—Vete. Vete, por favor.
—Nena, no te enfades…
Y la buscó para abrazarla.
—Que te largues, joder.
Ella le apartó con todas sus ganas. Le empujó. Él cayó de espaldas sobre la cómoda y arrastró consigo una figura de porcelana. El estropicio fue tremendo. El bebé rompió a llorar más fuerte.
Finalmente, ella abrió la puerta y lo sacó de casa de un puñado. Cerró de golpe y no quiso escuchar los puñetazos y las patadas de desesperación al otro lado. Corrió a consolar a su bebé.
El bebé aprendió a decir papá demasiadas veces. Y ella cargó con las bolsas de la compra durante mucho tiempo, por eso, cuando sonó el timbre, fue a abrir la puerta. El bebé en brazos. Le encontró al otro lado. Peinado y afeitado. Sonrisa de galán bien ensayada. El bebé dijo papá muy claro. Ella se quedó mirándole sin decir nada desde el umbral. Él buscó de su bolsillo interior de la chaqueta una bolsita con polvo blanco. La agitó como si fuera un sonajero mientras se la enseñaba a ella.
— ¿Qué dices, nena? ¿Nos endulzamos la vida?
Ella suspiró y le dejó pasar.

lunes, 28 de noviembre de 2011

El desayuno de las golondrinas

Carla jugaba a peinar su muñeca. Sentadita en el portal moviendo sus coletas negras antes de ir al colegio. Se oyeron gemidos en el piso de arriba. Alguien fingía un orgasmo. Al poco, se escucharon trotes de bajar escaleras. Un chico apresurado metiéndose la camisa por dentro del pantalón se cruzó con Carla al salir del portal. Ella lo miró y se fijó en sus pelos de alrededor de la boca. El chico la saludó y se detuvo un segundo para tocarle la cara, se paró en el lunar que Carla tenía arriba del labio derecho. Lo acarició.
— Has crecido mucho, Carla.
Ella sonrió y se apartó de él. Cogió su muñeca y dio media vuelta escaleras arriba.
Tocó la puerta del segundo C. No esperó respuesta. Entró en casa. Encontró a su madre desnuda en la ventana, fumando. Con los labios muy rojos, manchando la boquilla del cigarro. Su madre se giró para mirarla.
—Hola, nena.
 Carla se acercó a su madre y la abrazó por el abdomen. Apoyó la cabeza sobre su ombligo.
— ¿Tienes hambre, nena? Hay que desayunar antes de ir al colegio.
La madre le acarició las coletas.
—Me gusta tu pintalabios, mami.
La madre sonrió y le tocó la cara.
—A ti te quedará mejor con ese lunar.
—Hoy me saludó Marcos.
—Ese cretino. ¿No tendrá bastante?
— ¿Puedo tomar cola-cao?
—Sí, nena. Vamos, se hace tarde.
         Nubes de humo azul salían  por la ventana del segundo C. Unos labios muy rojos adornados con un lunar arriba del labio derecho succionaban con ganas un cigarrillo. La boquilla manchada de rojo. Vestida solo con un batín de verano sin preocuparse en abrochar. La melena negra caía sin coletas sobre la espalda de satén gris. Era muy temprano, miraba desde la ventana cómo los niños iban al colegio agarrados de la mano de sus mamás. Carla dejó la colilla roja junto a la colección que había en el cenicero. Y fue hasta el cajón de su mesilla para comprobar el contenido de un sobre blanco. Lo abrió. Dinero, una foto de su madre, un billete de avión. Todo en orden. Lo volvió a meter dentro con sumo cuidado. Tocaron a la puerta. Tardó en abrir con la pausa de quien se pinta las uñas. No se preocupó en cubrirse. Al otro lado, llamaba un hombre de perilla espesa.
— ¿Qué hay, Carla? — Saludó el tipo.
— ¿Qué hay, Marcos?
Ella le dio la espalda dejando la puerta abierta. Él entró y cerró.
— ¿Tienes lo mío?
 —Como cada día uno, desde hace mil años.
 Carla cogió del cajón, donde guardaba el sobre blanco, un fajillo de billetes y se lo entregó en mano.
Él lo contó allí mismo.
—Faltan cincuenta euros.
—Cóbratelos de aquí.
Y se quitó el batín gris.
— ¡Joder, Carla! Sabes que así no me gusta.
— ¿Ahora follas con cariño?
—Solo digo que ya van muchos meses que falta dinero.
—Hasta ahora no te has quejado.
—Me gusta desayunar contigo.
—Pues desayuna. Puedo hacerme mis coletas si te hace ilusión.
Carla se acercó a él y le acarició la bragueta.
— ¿Qué voy a hacer contigo?
—Echarme.
—No puedo.
Y le tocó el lunar del labio derecho.
—No puedo — repitió.
— Entonces, no te quejes.
—Has crecido mucho, Carla.
Se fue. Y se oyó el repiqueteo de las escaleras al bajar. Carla se lo imaginó ajustándose la camisa en el pantalón. Cogió su batín gris y se cubrió con él de nuevo. Fue a la cocina y se preparó un cola-cao.
Llamaban a la puerta insistentemente. Nadie contestaba en el segundo C. Los niños hacía rato que ya estaban en sus aulas. Desesperado, Marcos abrió la puerta con su juego de llaves. En el alféizar de la ventana todavía humeaba el resto de una colilla roja. El piso vacío. El cajón estaba abierto. Se acercó a él y encontró una nota con un fajillo de billetes. La nota decía: Como cada día uno, desde hace mil años. Contó el dinero. Faltaban cincuenta euros.

martes, 22 de noviembre de 2011

Despertar

Desperté porque susurraban mi nombre. Abrí los ojos. Todavía era de noche. Por mi habitación reinaba una penumbra gris. Un dedo invisible dibujó mi nombre en el vaho del cristal de la ventana. Resbalaba muy despacio, pero sin dudar. Volví a oír mi nombre y un gélido susurro me rozó el cuello. Se me levantaron los poros de la piel. Quité las agujas que sondaban mi brazo y salí de la cama. El suelo estaba frío. De mi brazo brotaron rosas de sangre que cayeron al suelo en forma de gotas pequeñas. Era el momento. El momento de saltar. Saltar, salir. Era lo mismo. Salir de esa habitación fría. Escapar de esas agujas largas y gruesas que me punzaban las venas. Ya no recordaba el tiempo que estaba ahí. Mucho. Tenía demasiadas marcas de agujas en mis brazos. Cuando buscaba en mi cajón vacío una cuchilla con la que suicidarme, no tenía marcas. Quería que las voces se callaran. Pero no lo entendían. Y pensaron que las agujas de mi brazo no llenarían mi cajón de cuchillas de afeitar. Dormir. Dormir. Las agujas dolían. Las agujas dormían. Más gotas de sangre al suelo. Ya había muchas gotas. Todas muy rojas, alumbraban el gris de mi habitación. Saltar. Salir. Era lo mismo. Despertar. El gélido aliento volvió a susurrar mi nombre muy cerca de mi oído. Casi pude olerle. El dedo invisible abrió de un solo movimiento el pestillo de la ventana. Saltar. Salir. La ventana se abrió y sentí la brisa fría de la noche. Me subí al alféizar de la ventana. También estaba frío. Las rosas de mi brazo ya eran hilos de sangre que se precipitaban hasta mi muñeca. Me sujeté con fuerza acuclillada en la ventana. Detrás de mí, alguien susurró mi nombre. Todavía era de noche, cuando desperté.

Hormigas en fila

Que no se atrevan a moverse las muy putas. Ahí están. Tan negras y diminutas, con sus patitas invadelotodo. Qué cosquillas las muy putas. No me gustan las cosquillas. Porque no son cosquillas, en realidad, clavan sus patitas negras y diminutas. Se suben por todas partes. Que no se muevan de su puñetero agujero. Aquí estoy, vigilando. De momento, siguen en su fila. Vigilo. No quiero cosquillas. Me dicen que no son ellas y que no me clavan sus patitas diminutas y asquerosas. Y me dan pastillas azules. Para que las muy putas no suban. Pero suben. Les importa tres carajos las pastillas azules. Las muy putas quieren clavarme sus patas por todo mi cuerpo. Pero que no toquen mis ojos. Mis ojos no. Son sagrados. Ya se subieron a otros ojos y los tuve que sacar con cucharas. Primero fueron mi perro y mi gato. Tenían cosquillas en los ojos. Otra noche fueron mi madre y mi hermana. Ahí tuve que usar una cuchara más grande. Míralas. Cómo se mueven las muy putas en su asqueroso agujero. Esa montañita de cáscaras de pipas. Que no se les ocurro subir. Aquí estoy. Ahí están ellas. Vigilo. Cosquillas no. Mis ojos no. Me han quitado las cucharas. Tengo que comer con los dedos, como si fuera una de esas putas en otro asqueroso agujero. Necesito cucharas. Tengo que ir por ellas. Las robaré de la cocina. Pero si voy, ya no vigilaré a las putas estas. Una se ha salido de su fila. Viene hacia mí. Joder, cosquillas no. Se sube por mi pantalón. No llevo cucharas. Otra puta sube por otro lado. Ya noto sus asquerosas patitas en mi carne. Han salido más de su fila. Todas vienen hacia mí. Todas. El agujero está vacío. Han soltado las cáscaras de pipas. Ya están por los brazos. Los ojos no. Los ojos no. Es cuando empiezo a chillar. Me tiro al suelo y pataleo. Me cubro los ojos con las manos. Las muy putas clavan bien sus patas. Qué cosquillas. Chillo más fuerte. Pataleo hasta quedarme descalzo. Entonces, alguien viene con una cuchara y lo veo todo azul.

lunes, 14 de noviembre de 2011

En segunda persona

Cine mudo
Está todo gris. Miro desde mi ventana y las calles se mueven en un gris mate que no oigo. Las bocas se abren en muecas mudas. Las risas no suenan. Ya sabes que no oigo tus gritos. No hay volumen. Miro desde mi ventana y todo está gris. Los coches pasan pero no retumban sus motores. Tus tacones repican en las escaleras y no sé si bajan o suben. Pero da igual. Porque desde mi ventana imagino lo que dirán esas bocas mudas y cómo sonarán esas risas censuradas. Alguna vez escuché el ruido de un motor de coche. Desde mi ventana gris, puedo hacer que todo lo que veo vaya más lento o más deprisa. Me divierte. Mientras, espero a que tus tacones lleguen arriba. Pero da igual. Está todo gris mate. Y no puedo oírlo. Cine mudo es lo que me queda.

Clara, sin luz
¿Y quién tiene la culpa de que resbalaras en la ducha? No fue culpa de nadie que te trituraras el nervio óptico con la grifería. No fue justo. Lo sé, Clara. Pero él no lo entendió. Se fue y te dejó sola. No fue justo. Lo sé, Clara. ¿Y qué vas a hacer ahora? Empezar. Tocar. Oler. Aprender. Lo sé, Clara. No es justo. Te iba bien. Habías conseguido tu ascenso. Tu hijo montaba en bici. Y él decía que te quería. Pero vas y te caes en la ducha. Y te machacas el nervio óptico. Él sí te culpa a ti. La culpa es tuya porque te despiden. La culpa es tuya porque tu círculo de amigos ya no os llama para cenar en alterne. Se quiere llevar la bici de tu hijo. Lo sé, Clara. No es justo. Vas y te caes y vas y le arruinas la vida. ¿Quién tiene la culpa de eso? Clara, sin luz.

Secretos
Me lo dices ahora que ya tengo la maleta hecha. Ahora me cuentas eso y no sé si creerte. Da igual. Me voy de todos modos. Nunca has creído en cuentos de enanitos que conceden deseos. Yo tampoco, la verdad. Pero es lo que hay. Te encontraste con uno y te dio la juventud eterna. Por eso vas de un lugar a otro como una tortuga con su caparazón. Para que nadie te conozca. Para que nadie sospeche. Para no colgarte de nadie. Es duro encariñarse. Y ahora me lo cuentas. Ahora que ya tengo mi maleta hecha. Tú me dices que no quieres seguir haciendo más equipajes. Te quedas. Es más, que te quedas conmigo. Por eso me lo cuentas. Pero no crees en los cuentos de enanitos que conceden deseos. Y yo tengo que seguir con mi viaje de tortuga.

Sin mácula
Lo recuerdo. Supe que eras especial en el momento que dejé mis labores para hacerte las trenzas. Recuerdo que solté tu pelo dorado y lo cepillé con los dedos. Entonces, miraste a un lado y sonreíste. ¿Por qué sonríes? Te pregunté. A la señora del sombrero blanco que está ahí sentada. Me dijiste. Terminé de anudarte las trenzas y miré hacia la mecedora que se movía sola.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Raro

Me levanté y descubrí en el espejo que me faltaba un ojo. Así, de repente. No me dolía. Metí el dedo índice en el hueco y hurgué la profundidad de aquel agujero negro que tenía en la cara. Me hacía gracia tener aquel vacío y rompí a reír como un loco delante del espejo. Pensé que, a lo mejor, me lo había dejado tirado por algún rincón de mi cuarto. O, quizá, ella me lo había quitado mientras dormía. A veces, hacía esas cosas. Una vez, me sacó tres muelas y me cortó una oreja. Las escondió por la casa y me hizo buscarlas en calzoncillos. Le gustaba hacer eso. No las encontré ese día. Ni volví a ver mis muelas y mi oreja. Y me acordé de ellas mientras hurgaba en mi agujero negro.
Regresé a mi habitación para buscar mi ojo. O preguntarle a ella dónde lo había puesto. Habíamos follado, pero no me acordaba. Su silueta estaba todavía marcada en el colchón. No estaba en casa. Lo sabía. Al igual que sabía de la misma manera insólita que habíamos follado aunque no me acordara. Tenía una buena sensación en la entrepierna. Me gustó ese cosquilleo y me dio ánimos para buscar mi ojo. Comencé a mirar debajo de la cama. Solo había enormes pelusas que me saludaron al verme. Algunas jugaban a los bolos con las más pequeñas. Les pregunté por mi ojo pero no sabían. Revolví el armario. Saqué toda la ropa, la puse sobre la cama. Rebusqué como buscan las marujas las gangas en los mercadillos. La metí hecha un barullo de nuevo dentro. Creo que se quedaron algunos jerséis por el suelo. Fui hasta la cocina. Seguro que ella me lo habría escondido antes de irse. Dentro del microondas solo había salsa de tomate morada. Las alacenas estaban llenas de calcetines sucios y chocolatinas derretidas. Pero ni rastro de mi ojo. Me rendí. Adiviné que no lo encontraría en casa. Como sabía que había follado con ella. Me rasqué la bragueta. Se me ocurrió que, tal vez, lo continuara llevando ella encima para seguir jugando un poco. A lo mejor, lo había metido junto con las muelas y la oreja en una bolsa del Carrefour. Le gustaba hacer eso.
Decidí ir a su casa y preguntarle por mi ojo. Al salir, me topé con un tanguita rojo que podría compararse con un hilo dental. Estaba colgado del pomo de la puerta. No sé por qué lo cogí y lo guardé en mi bolsillo. Recuerdo que me encontré de sopetón en la calle. No bajé ninguno de los noventa y cuatro escalones de mi quinto piso sin ascensor. Me intrigó bastante, la verdad. No le di mucha importancia en cuanto me fijé que las aceras eran latas de refrescos usadas. Superpuestas unas con otras. Me lié a patadas con ellas y estuve entretenido hasta la boca del metro. Encontré a unos chavales jugando al fútbol con las latas, me uní a ellos dando latazos a lo bestia. Los chavales llevaban zapatos de tacón pero corrían como auténticos profesionales.
— ¡Eh! Tío, te falta un ojo.
Me dijo uno de los chavales.
—Lo voy buscando. ¿No lo habréis visto por aquí?
—No tío, lo siento.
Y dio un chute con su tacón a una lata que rompió el cristal de una ventana. De la que salió una vieja con más de cuarenta gatos a darnos garrotazos. La vieja loca ignoró a los chavales con tacón y comenzó a seguirme con el garrote en alto. Corrí. Corrí como un galgo con tal de que aquella loca no me partiera la crisma. Pero mis pies no se movían del sitio. Y yo me esforzaba por apartarme de la vieja que avanzaba hacia mí a cámara lenta agitando su bastón en el aire. Entonces, pisé dos latas y se convirtieron en patines. Y pude escapar de la vieja y sus cuarenta gatos. Llegué al metro por fin. Bajé las escaleras resbalando mis patines por la barandilla. Y en el descenso despeiné a una señora en la coronilla y le salté la boina a un abuelete con palillo en la boca.
Subí al primer vagón de metro que encontré sin reparar qué línea era ni hacia dónde iba ni nada. Subí y punto. Al poco de estar ahí, de pie, agarrado a una barra, me di cuenta que todos los pasajeros del vagón tenían un ojo colgado en el cinturón a modo de llavero. Intrigado, le pregunté a una chica que tenía cerca que por qué llevaba un ojo colgando. Me dijo que era de repuesto, por si perdía uno. Le pregunté por mi ojo, si lo había visto y eso. Ya no me hacía tanta gracia tener aquel vacío en mi cara. La chica debió molestarse con mi insistencia sobre ojos, porque se levantó de su asiento, me dijo no sé qué y se convirtió en humo. Se coló por debajo de la rendija y desapareció. Me fijé que los demás pasajeros del vagón me miraban y señalaban con el dedo el hueco de mi cara. Se reían diciendo que tenía cara de gilipollas. Les escuchaba. De repente, comencé a sentir calor, calor… Y que me salía humo literal de la oreja que me quedaba. Temí convertirme en humo yo también y bajé en cuanto el tren llegó a una estación. Bajé sin reparar si era la mía. Me fui y punto.
Ya en la calle, volví a liarme a patadas con las latas de las aceras. Le di un fuerte puntapié a una de la que salieron una infinidad de grillos. Comenzaron a subirme por las piernas. Me puse a darme manotazos como un desquiciado para quitarme aquellos bichos negros y con patas. Pero eran demasiados y no daba abasto. Una familia de pelusas que pasaba por allí, se ofreció a ayudarme. Al cabo de un rato, de manotazos frenéticos y saltos compulsivos, conseguí quitarme los grillos de  encima. Agradecido a la familia de pelusas, le di la dirección de mi casa para que hicieran migas con las que tenía debajo de mi cama. Aceptaron encantadas.
Se hizo de noche muy rápido. Vi a un pintor subido a un andamio pintando la noche con una brocha gorda. Otro iba detrás con un aspersor poniendo purpurina en el cielo. Me apeteció soplar con el chisme aquel que zumbaba de lo lindo, pero me acordé de mi ojo y quise darme prisa en quitarme la cara de gilipollas. Doblé dos esquinas y llegué hasta un portal con una puerta de madera vieja pintada de verde lima. Continuaba escuchando a lo lejos el aspersor de purpurina. Cómo zumbaba. Pero me centré en  la puerta verde y en encontrar mi ojo. Agarré el enorme picaporte negro que había justo en medio. En cuanto puse mi mano, el picaporte se movió y le salieron patas de tarántula. Negras y peludas. Se retorcieron en mis dedos y apretaron hasta dejarme los dedos morados como la salsa de tomate del microondas. El dolor me quitaba la respiración. Aquella viuda negra no quería soltarse. Entonces, me acordé. Busqué en mi bolsillo el tanga rojo y lo usé a modo de tirachinas. Catapulté a la araña hasta dejarla pegada en la purpurina del cielo. Creo que el pintor se enfadó un poco, porque me pareció oírle refunfuñar por encima del zumbido del aspersor.
La puerta se abrió y entré. Subí escalones y no sé por qué los conté. Me resultó sospechoso que me dieran noventa y cuatro peldaños. Al llegar arriba, la sospecha se hizo palpable en cuanto descubrí que estaba de nuevo en casa. Entré. Me miré en el espejo del recibidor. Qué grima aquel agujero negro en mi cara. Llevaban razón, tenía cara de gilipollas. Encontré a la familia de pelusas jugando a los bolos con las demás. Ella estaba en la cocina comiendo una de esas chocolatinas derretidas. Llevaba puesto su hilo dental rojo. Me pregunté cómo había llegado hasta ahí. Pero no le dije nada, por miedo a que de su vello púbico saliera otra araña de esas. La saludé. Ella me miró con la boca manchada de chocolate.
—Te sienta bien la cara de gilipollas.
—Muy graciosa. No encuentro mi ojo.
—Apenas se nota.
—Eso lo dirás tú.
—Estoy cachonda.
Y la bragueta me apretó los pantalones. Se me olvidó el ojo y el agujero negro. La cogí en brazos y me la llevé al dormitorio. Las pelusas salieron y se fueron al comedor a seguir su partida. La tumbé encima de la cama y me acerqué a mi mesilla de noche para coger un condón. Y allí estaban, bien alineaditas, tres muelas y una oreja.


domingo, 30 de octubre de 2011

Días de lluvia

Rompió a llover justo cuando mi hermana llegó a casa. Sonó un único trueno que hizo juego con el portazo que dio. Los  cristales del salón temblaron. Se encerró en su cuarto sin decirme ni hola. Consulté el reloj. Era pronto. Pronto para que mi hermana estuviera ya en casa. Las veces que salía con Javier, no volvía hasta pasadas las doce. Supuse que habrían discutido. No quise hacer una barra de pan a partir de una miguita y la dejé estar en su clausura voluntaria. Decidí esperar al desayuno, siempre nos cruzábamos en la cocina y nos contábamos las batallas. Luego, beso con prisas y se iba a trabajar. Pero el desayuno llegó y no me crucé con nadie en la cocina. Mi hermana no salió de su cuarto. Le di vueltas a mis cereales mirando caer la lluvia desde la ventana. No había dejado de llover en toda la noche. Tampoco hubo beso con prisas y dudo que fuera a trabajar aquella mañana. Me preparé para ir a clase y, antes de salir, se me ocurrió dejarle una nota pegada en la nevera para que se animara.
Llegué empapado a casa. La lluvia se me hacía cuesta arriba. Imaginé que mi hermana ya habría arreglado las cuentas con Javier y se habría marchado. Pero no. La nota estaba intacta en la nevera y ella clausurada en su cuarto. Me acerqué a la puerta con la intención de llamar y preguntarle. No me atreví a tocar. No sabía qué decirle. Nunca se me dio bien eso de dar consejos. En lugar de llamar, pegué mi oreja a la puerta para comprobar si se escuchaba un mínimo de vida en el interior. La oí sonarse la nariz. Tragué saliva y me fui a la cama sin cenar.
No sé cuánto tiempo más estuvo la nota pegada en la nevera. La lluvia seguía golpeando los cristales de las ventanas como si fueran manguerazos. Las calles arrastraban ríos de agua sucia y yo estaba harto de llegar a casa empapado. Su habitación permanecía sellada.
Aquella tarde, llegué más pronto a casa de lo habitual. La nota de la nevera estaba arrugada en algún lugar de la encimera. La puerta del cuarto estaba abierta. Intrigado, me asomé al salón y encontré a mi hermana de pie junto a la ventana viendo llover. No se movía. Se me antojó una figura de cera. Me puse a su lado en silencio y la escuché respirar.
—Un par de días más en casa y echas raíces.
Se ocurrió decirle al rato.
Mi hermana continuó su mutis y con su respiración lenta.
—Lo digo porque si vas a seguir así, te saco a la calle para que te riegues.
Entonces, sonrió. Bueno, hizo un gesto con la boca intentándolo.
Le puse la mano en el hombro y ella se giró para mirarme. Tenía los ojos igual de empapados que mi chubasquero.
—Si quieres, puedo ir a partirle las piernas a Javier.
Volvió a sonreír. Esta vez, sí le salió y le vi los dientes.
—Gracias, no hará falta.
Miró de nuevo hacia la calle. Los ríos de agua sucia arrastraban una lata de refresco. Volvió a mirarme y, esta vez, tenía los ojos secos y con un brillo diferente.
—Me voy —dijo. —Creo que ya ha dejado de llover.
Dio media vuelta, me dio un beso con prisas, cogió su chaqueta y se fue. Y ahí me quedé, mirando los manguerazos de la ventana.





viernes, 14 de octubre de 2011

La mantita de lana

Mi hermanita era tan pequeña cuando nació que, según madre, cabía en la palma de la mano. No tenía fuerzas ni para llorar. Emitía unos gruñidos que apenas se escuchaban si estabas en otro cuarto. La noche en la que la trajeron a casa, hacía mucho frío. Lo recuerdo muy bien porque esa noche a mi hermano Fran y a mí nos quitaron el hornillo de la habitación. Mi hermano era tres años mayor que yo y dormíamos juntos en unas viejas literas. Fran tenía el tamaño de un oso polar y me llamaba su pequeña mosca porque siempre andaba pegado a él, al igual que las moscas cuando duermes la siesta en verano. Eso decía él. Le escuchaba castañear los dientes, bajito para que no le oyera. Desde mi cama, yo hacia lo mismo.  Me aferraba a mi mantita de lana. Y me la apretaba al cuello, pero no era suficiente. Continuaba temblando como un trozo de gelatina en mitad de un terremoto. Aquella mantita de lana, ya se me estaba quedando pequeña. Me la tejió mi abuela a los pocos meses de nacer. Tanto la enrollaba en mi cuello que los pies se me quedaban al aire. Y qué frio en los dedos. Apenas los sentía.
— ¿Fran?
— ¿Qué pasa, Mosquita? Duérmete.
—No puedo. Tengo frío.
—Pues habrá que acostumbrarse. Esa niña horrible nos quitó el hornillo.
— ¿Puedo dormir contigo?
— ¿Te refieres a meterte en mi cama?
—Sí.
—Desde luego, que eres una mosca cojonera.
—Pero, ¿puedo?
—Anda, ven.
Y agradecimos tener algo a lo que abrazarse con ese frío. Mi hermano no solo tenía el tamaño de un oso polar sino que también abrigaba como uno de ellos.
Esa no fue la única noche sin hornillo. Mi madre se lo llevó a su habitación muy cerquita de la cuna. Aunque no solo tuvimos que aguantar el frío sin el hornillo. Hubieron otros cambios importantes en nuestras vidas con la llegada del bebé. Nos cambiaron la leche fresca del lechero por los botes de leche condensada. Que según mi madre, cundían más y eran más baratos. Odiaba aquella leche tan dulzona. Me iba al colegio con el estómago pegado a la garganta y esa sensación me duraba toda la mañana hasta casi la hora de comer. A Fran le pasaba lo mismo. Un día me lo confesó. Mi madre ya no nos llevaba de paseo al parque de atracciones los domingos. Dábamos una vuelta por la avenida empujando el carrito. A la vuelta, un vaso de leche empalagosa y a dormir con la mantita de lana al cuello y los pies fríos.
—Estoy hasta las narices de ese bebé, Mosquita.
— ¿Qué podemos hacer?
—Buena pregunta. Así no pienso aguantar más.
— ¿Alguna idea, hermanito?
—Hay que deshacerse de ese bebé infernal.  
—No podemos.
—Habrá que poder.
—Estás loco.
— ¿Loco? Me da igual si no me ayudas. Ya me lo agradecerás algún día.
Y mi hermano se volvió otro. Sin comer ni dormir. Nada más pensando en el plan perfecto. Ya no venía los domingos a la avenida, se quedaba en casa hibernando como buen oso polar. Hasta que un día, se le brindó la oportunidad que tanto esperaba.  Una horrible fiebre lo mantuvo en cama más de una semana. Aquella extraña fiebre no bajaba. Mi madre, desesperada, tuvo que llevarle a urgencias. Y me pidió que cuidara de la pequeña. Entonces Fran, me guiñó un ojo antes de salir por la puerta.
No sabía qué hacer. Cogí mi mantita de lana y me senté muy cerca de la cuna, mirando cómo dormía con los puños apretados cerca de la boca. El hornillo estaba encendido. Se estaba muy calentito en el cuarto de mi madre. Y dejé mi mantita de lana sobre la cama. Recordé las palabras de mi hermano y ese guiño de ojos. ¿Qué podía hacer yo? La niña emitió uno de sus gruñidos, finísimos, con la delicadeza, dignos de una princesa. Me levanté  y me acerqué a los barrotes de la cuna. Me pregunté qué haría Fran en mi lugar. Metí la mano debajo del cuerpecito de mi hermana para saber si realmente cabía en mi palma. Era mucho más grande. No sé por qué mi madre diría aquello. Al tocarla, descubrí que era muy suave. Cuando notó mi mano, se despertó y me miró fijamente. Como si supiera quién era. Sentí miedo por si lloraba. Pero no lo hizo. Sonrió. Saqué mi mano de debajo de ella y cogí mi mantita de lana. Se la puse por encima. La cubrí bien dejándola solo al descubierto la nariz y los ojos. Después, me acerqué al hornillo y, con cuidado para no quemarme, me lo llevé a mi habitación.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Lo que encontré entre cuchillas y algodones

La luna se ha peinado el flequillo de lado. Supongo. Porque hoy no la vi. Ayer sí. Y lo llevaba engominado hacia atrás. Perfecto. Brillando en su sendero en el mar. Indicando el camino para que la mires y poder lucirse. Hoy estaba enfadada porque no he ido a verla. Y se peinó el flequillo de lado para hacer sombra en su sendero y así no poder seguirla. Lo sé. La luna es una engreída que sabe que es bella y hechiza cuando se la mira. Y le gusta. Y se engomina el flequillo. Ojalá, pudiera usar su misma gomina y brillar con su misma intensidad. Lucirme y hechizar con mi mirada. Pero hace tiempo que dejé de peinarme el flequillo. Al igual, que hace tiempo que perdí mi sendero en el mar y ando a la deriva.

Las mariposas son seres perfectos de alas simétricas. Tan delicadas que pueden morir si las tocas. Tan fuertes que son capaces de provocar huracanes con un solo movimiento de sus alas.
Y hoy, me siento mariposa.

viernes, 7 de octubre de 2011

Para ti

Me dio mucha rabia cuando me morí. En serio. No porque doliera ni nada de eso, como cree la mayoría de la gente. No se está tan mal muerto. No tienes hambre. No tienes sueño. Hasta puedes ir a cualquier parte. Cualquiera. Podría explicarte cómo caza el oso polar a la foca en el ártico. Describirte el color de las nubes en la cima del Everest. Contarte el número de pétalos que lleva en su corona la abeja reina. El calor que hace dentro de un huevo de águila… Todo eso está muy bien y tiene su punto. Pero, no te dicen que no puedes tocar nada. Absolutamente nada. Mis manos atraviesan todo aquello que quieren coger. Libros, flores, hamburguesas… esto último no por hambre, es que me hubiera gustado poder dar la tabarra a algún fanático de la comida basura. En realidad, es eso lo que me molesta de estar muerto. Me enteré de que mis manos eran incapaces de sostener una pluma cuando aquella tarde intenté tocarte. ¿Te acuerdas? Estabas sentada en el portal de tu casa. Con las rodillas pegadas al pecho. Llevabas puesta la camiseta azul que te regalé. Quise acariciarte el pelo. Sí, lo hice.  Estabas preciosa con aquellas lágrimas como melocotones empapándote la cara. Intenté coger una, pero se resbaló. Atravesó mi dedo. Cayó en el suelo, tan grande, que salpicó y te mojó los calcetines. Lo recuerdo.
No lo sabes. Muchas veces, me quedo a tu lado. Sobre todo cuando lees, porque me pasas las páginas. Me gusta olerte muy cerquita del cuello. Me he dado cuenta que solo soy capaz de percibir tu olor a violetas. Es así cómo me hueles. A violetas. Y me gusta. Tú no te das cuenta. Pero veo que te sigues poniendo la camiseta azul que te regalé. Te gusta dormir con ella y la aprietas contra la almohada. Todavía lloras melocotones que te mojan los calcetines. Lo sé. Eso también me da mucha rabia. No poder tocarte y decirte que estoy aquí. Contigo. Así, leerías con más ahínco y continuarías pasándome las páginas. Me conformaré con soplarte cerca de la nuca y ver cómo te rascas para mí.

miércoles, 5 de octubre de 2011

De rojo


¡Témplate, hermano! Hace una noche de perros. Y razón no le faltaba al fulano. Esa noche, sentía temblar hasta a mis piojos. El fulano me pasó un brik de vino después de chuparlo con su boca negra. Lo rechacé. Saqué del bolsillo de mi abrigo una botella de Jack Daniel’s. Prefiero templarme con éste, le dije. Al fulano le hicieron palmas las orejas al ver el brebaje marronuzo.
— ¿De dónde has sacado eso, so cabrón? — me dijo el fulano.
Alargó la mano intentando arrebatármela. Pero yo se la quité del alcance.
—Shhh… ¡Calla, hombre! Tenemos a los picos cerca.
Nos aferramos  a nuestras mantas con agujeros y pusimos nuestros carritos de la compra como parapeto del frío junto a los pilares de la iglesia. Los putos municipales no nos dejaban encender fuego. Joder, si tuvieran que aguantar ellos la intemperie como nosotros. Ellos van en sus coches patrulla y calefacción.
—Me darás un trago, ¿no?
—Que sí.
Y le pasé al Jack, mi hombre preferido.  Nos pusimos finos. Trago iba y trago venía hasta que dormimos a nuestros piojos y dejaron de temblar.
— ¿No la has visto hoy? — empezó el fulano.
—Ni hoy, ni hace días.
—Hermano, en realidad, no la ha visto nadie. Solo tú.
—Te digo que existe. Siempre lleva un pañuelo rojo.
El fulano se echó a reír.
—Con el cuerpazo que dices que tiene y tú, ¿solo te fijas en el pañuelito?
— ¡Cállate, idiota! Estás borracho.
—Habló el abstemio.
Nos quedamos en silencio un rato y culeamos la botella.
Al fulano le dio por reírse de mí a carcajadas. Los municipales podrían oírnos y llevarnos al retén. Que bien pensado, no me disgustaba la idea, estaríamos más calientes que a los pies de aquella iglesia. Y lo dejé estar, callado. Recordé a mi mujer del pañuelo rojo. Menuda mujer. Siempre vestida de negro. El pañuelo rojo flotando en su cuello. Entraba y salía de la iglesia a la misma hora. Andares de gata. Pelo negro. Ojos… no sé. Nunca la vi tan de cerca. Hacía días que no iba a la iglesia. A veces, me miraba y yo agachaba la cabeza y si aquella tarde el fulano no me acompañaba, me echaba una moneda en el vaso. Y se alejaba con sus andares de gata y su melena negra mezclándose con el pañuelo rojo.
—Te digo que estás enamorao de un fantasma, hermano.
Y se echaba a reír  de nuevo. Agarró al Jack y le dio un buen trago.
—Un fantasma, lo que yo te diga, hermano. Esa mujer, es un jodido espíritu que solo tú puedes ver…
—Existe. Echa monedas en mi vaso.
— ¡Bah! Cualquier viejecita desvalida con gato, también te la puede echar. Eso no es prueba suficiente.
—Te digo que es de carne y hueso, idiota.
—Uhhhh… Uhhhh…
Y el fulano empezó a aullar como si fuera un fantasma.
—Déjate al Jack. Te está sentando mal.
— ¿Le tienes miedo a los fantasmas?
Vi que quedarme más rato junto al fulano supondría problemas con los municipales y mucho menos me apetecía seguir escuchando sus tonterías. Así que, con las mismas cogí y me levanté del suelo. Agarré mi carro de la compra y me instalé en otro sitio.
—Hermano, ¿dónde vas?
El Jack Daniel`s también se vino conmigo y terminé el último trago.
Me quedé dormido en un banco de la plaza.
Unas pataditas me despertaron por la mañana. Abrí los ojos y era un municipal tocándome el hombro con una porra.
— ¡Eh! Oiga, sin faltar. Que ya me despierto solo.
— ¿Sabe usted quién es este hombre?
Y el municipal me sacó una foto del fulano.
—No —mentí. — ¿De qué se le acusa?
—Se le busca. Si le reconoce o cree haberle visto. Llámenos, por favor. Y despeje el banco.
—A sus órdenes.
El municipal volvió a su coche patrulla con calefacción. Me levanté del banco y fui a buscar al fulano a la iglesia. Le encontré rebuscando algo en su carro de la compra. Qué hay, hermano. Le saludé. Iba a avisarle de que los picos le buscaban. Pero me callé en cuanto vi que entre sus cosas del carrito de la compra, flotaba un pañuelo rojo.



domingo, 25 de septiembre de 2011

El cigarrito de después

Se levantan del suelo sacudiéndose los pantalones.
— ¡Joder! Vaya ostia…
— No he visto la puta curva.
—Solo a ti se te ocurre rebuscar en la guantera.
—Quería un cigarro…
—Podrías habérmelo pedido.
—Límpiate. Tienes sangre en la nariz.
Se restriega la nariz pero no se quita la sangre. Se quedan un rato en silencio, observando el coche arrugado en la cuneta.
—Oye, esos ¿no somos nosotros?
Dice señalando al coche. Se vuelve a rascar la nariz.
—Pues… —Se fija bien entornando los ojos — Si no somos, se parecen mucho.
—Tienes manchada la camiseta de sangre.
— ¡No me jodas! Es nueva…
Se miran. Se sacuden otra vez los pantalones. Entonces, llegan ambulancias y coches patrulla. Todos se apilan alrededor del coche arrugado de la cuneta.
— ¿Qué hace aquí toda esta peña?
No contesta. Se toca la camiseta.
Órdenes y carreras. Nadie les presta atención. Están pendientes de los cuerpos de dentro del coche. Alguien pide la ayuda de los bomberos. Están incrustados en el acordeón del fuselaje.
—Joder, vaya mierda. Mi camiseta nueva al carajo.
— ¿Qué hacemos? —  Se encoge de hombros.
— ¿No tendrás un cigarro?

domingo, 18 de septiembre de 2011

Ceniza en el pelo

Estoy escribiendo con el abrigo puesto. Todavía tengo las manos manchadas de sangre. Me tiembla tanto el pulso que no hago más que garabatos en el papel. ¡Dios! He atropellado a un niño esta tarde. No le vi. Ni siquiera vi pasar la puñetera pelota. Me distraje mirándome el flequillo en el retrovisor. Joder. Sentí un fuerte impacto. Frené de golpe. Me quedé paralizada dentro del coche con las manos agarrotadas al volante. La gente comenzó a formar un círculo curioso alrededor. Reaccioné. Bajé del coche y vi al niño tirado en el asfalto. Inmóvil. Cubierto de sangre. Me agaché a su lado y le tomé el pulso. No se lo encontré. Las ambulancias se lo llevaron. Fui con él y no solté su mano hasta que apareció su mamá. ¿Por qué narices tuve que mirarme en el espejo para tocarme el flequillo?
Cierro los ojos y veo a ese niño tirado en la carretera. Cubierto de sangre. Tengo el impacto metido en la sien. El frenazo chirría bajo mis uñas. La puñetera pelota deslizándose calle abajo. Estoy esperando que me llamen del hospital. Me irán informando sobre su estado. Pero, ya lo sé. Está sentado aquí conmigo. Me mira mientras escribo mis garabatos en el papel. Sus ojos están muy abiertos. Sin expresión. Solo me mira. Tan tranquilo. Tengo zumbidos en los oídos de tanto escuchar frenazos y huesos fracturándose bajo el coche. Se ha levantado. Lo siento respirar muy cerca de mi nuca.
Voy a preparar la bañera. Me cortaré las venas y me sumergiré dentro. Dejaré que el agua se torne roja. Tan roja que espese. Está decidido. En cuanto termine de escribir estas líneas, me encerraré con pestillo y dejaré al niño fuera. No quiero que me vea hacerlo. Suena el teléfono. En la pantalla del móvil dice que es del hospital. No pienso contestar. Voy a terminar de escribir. Unos deditos me han acariciado el pelo y me han colocado el flequillo. El teléfono sigue sonando. Se marcha. Me deja sola para que vaya al baño. En fin, ya voy.

martes, 13 de septiembre de 2011

Jaime

Jaime llegó a casa con el flequillo pegado a la frente, las manos frías y taquicardia en el pecho. Le recibió el ronroneo rutinario del frigorífico. Saludó un hola en general y nadie contestó. Jaime estaba solo. Se apoyó en la encimera de la cocina y sacó del bolsillo del pantalón una cajita azul de joyería. La puso sobre el frío mármol. Se apartó el flequillo de la frente y bebió agua. Respiró hondo y notó cómo sus latidos se normalizaban en el pecho.
—Sonia, ¿quieres casarte conmigo?
Cogió la cajita azul y se la puso delante como si fuera Sonia. Y volvió a repetir:
—Sonia, vida mía. ¿Quieres casarte conmigo?
Entonces, se oyó la cerradura de la puerta. Sonia había llegado. A Jaime se le volvieron a disparar los latidos del corazón y por poco se le cae la cajita azul al suelo.
—Hola — saludó Sonia.
— ¿Qué tal?
Y Jaime salió corriendo de la cocina para recibir a Sonia y darle un beso. Pero Sonia se encerró en el baño y le dio con la puerta en las narices. El ronroneo del frigorífico fue sustituido por el sonido amorfo de la silk-epil. Jaime se apartó sigiloso de la puerta caminando hacia atrás y las palmas abiertas como si la policía le hubiera dicho alto.
—Habrá que esperar — susurró en voz alta.
Fue a la cocina y recuperó su cajita azul. La guardó de nuevo en el bolsillo del pantalón. Se quedó en el salón sentado a oscuras. Las  manos frías y el pecho apunto de estallar.
El sonido de la silk-epil terminó. Y a Jaime se le volvió a pegar el flequillo en la frente. Sonia salió del baño y se metió en el cuarto. Jaime la siguió.
— ¿Qué haces?
—Jaime, hijo… ¿Tú qué crees? Ponerme crema.
—Yo también me alegro de verte.
Sonia soltó una carcajada.
— ¿Serás melodramático?
— ¿Podemos hablar? Me gustaría decirte algo.
Y apretó la cajita azul en el bolsillo.
— ¿Tiene que ser ahora? Me tengo que ir.
— ¿Y eso? ¿A dónde?
— ¡Oh! Vienen a buscarme.
—Y ¿esa camiseta?
—Me la regaló Carlos.
— ¿Qué Carlos?
—Hijo, tu amigo Carlos.
—Entiendo.
— ¿Es muy importante eso que me tienes que decir?
—Bueno… — Dejó de apretar la cajita en el bolsillo. — Creo que podría esperar a esta noche.
Sonia soltó otra carcajada.
—Vale, pero no me esperes despierto… ¿Mejor mañana? ¿Desayuno?
—Eh…
Sonó un claxon en la calle.
— ¡Ah! Es para mí… Tengo que irme. Mañana hablamos, ¿vale?
Y Jaime notó el breve roce de los labios de Sonia en su mejilla. Y escuchó el portazo de la puerta. El ronroneo del frigorífico volvió a escucharse por toda la casa.
Jaime se asomó a la ventana y vio a Sonia vestida con la camiseta de su amigo Carlos. Se subió a un coche rojo. Como el de su amigo Carlos. Jaime se apartó de la ventana y fue a la cocina. Cogió un post it del cajón y escribió: “Aquí te dejo el desayuno”. Sacó la cajita azul del bolsillo del pantalón y la puso sobre la encimera. Luego pegó la nota al lado. Jaime fue al dormitorio y cogió cuatro cosas en una mochila. Salió a la calle con el flequillo despejado de la frente y las manos sosteniendo con fuerza la mochila a temperatura ambiente. Caminaba a paso ligero por la acera, pero seguía escuchando el ronroneo del frigorífico.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Sueños raros

Una noche soñé que me veía dormir al lado de mi mujer. Algo así, como una imagen de película americana. Ella está de espaldas con el cuerpo a medio cubrir por la sábana. Él está boca arriba fumando un cigarrillo escuchándola dormir a ella, mientras un ventilador mueve sus aspas pesadamente colgado en el techo. Así estaba yo en mi sueño. Tumbado boca arriba echando humo, observando el hipnótico destello de las aspas al girar. Mi mujer a mi lado con la respiración suave, notaba cómo subía y baja su espalda tapada a la mitad por la sábana. Apagaba el cigarro en el cenicero de mi mesilla. Se quedó todavía con un hilillo de humo azul. Entonces, me acercaba a ella y la giraba con delicadeza para no despertarla y la tumbaba boca arriba. Me subía encima y me sentaba en su vientre. Colocaba mis manos de dedos cebollinos sobre su delgado cuello y comenzaba a apretar. Apretar. Notaba sus venas ponerse duras. Ella despertaba e intentaba defenderse pataleando y agarrando mis dedos cebollinos. Tosía y yo apretaba. Apretar. Todo se cubría de sangre. A borbotones. Espesa y oscura como sirope. Goteaba por el suelo. El colchón había empapado la sangre como una esponja roja de frambuesa. El ventilador seguía girando sus aspas en el techo. Quitaba las manos de su cuello y descubría con horror que me faltaban los dedos. Mis dedos cebollinos ya no estaban.
Desperté con un grito y una sensación de hormigueo en la cabeza. Me llevé las manos a la cara y me di cuenta que me estaba frotando los ojos con un par de muñones. Mis dedos cebollinos ya no estaban. Miré a mi lado de la cama y encontré a mi mujer de pie con un cuchillo en las manos que goteaba sirope al suelo.
— ¿Qué has hecho? —le grité.
Ella soltó el cuchillo y comenzó a llorar desgarrada.
—Soñé que me ahogabas —contestó.

Bisutería con espinas

Hannah estaba tumbada boca abajo en la cama con las rodillas flexionadas apuntando con los pies al techo. Los meneaba en un patalear suave y rítmico a la vez que pasaba hojas de la revista que miraba sin leer. Escuchaba a su marido golpear la cuchilla de afeitar sobre el lavabo. Hacía crujir las páginas de la revista. Hannah se aburría. Soltó un soplido, dejó la revista y se tumbó boca arriba.
— ¿Tienes algo pensado por mi cumpleaños? — Preguntó Hannah de repente.
Notó cómo elevó su tono de voz para hacerse oír sobre los golpes frenéticos de la cuchilla de afeitar.
Los golpes pararon por un instante. Hannah continuó tumbada boca arriba. Y vio asomarse a su marido a través de la puerta del cuarto de baño, con la cara llena de espuma de afeitar.
—Tendremos que posponerlo para otro fin de semana. Sabes que coincide con la cena del comité extranjero.
Hannah se quejó como una niña pequeña.
—Y ¿me vas a dejar sola?
Volvió a esconder la cabeza para seguir golpeando el lavabo con la cuchilla. Hannah se levantó de la cama y le siguió hasta quedarse apoyada en la puerta del baño. Su marido la miró mientras se pasaba la cuchilla por la nuez de la garganta.
—Si quieres, puedes venir conmigo.
— ¿Me vas a hacer estar en una cena aburrida con tus jefes el día de mi cumpleaños?
—No puedo hacer otra cosa.
Hannah observó cómo se enjugaba la cara y se quitaba los restos de espuma.
— ¿Hay que ir de etiqueta?
—Me temo que sí.
Hannah arrugó el morro.
—Te compensaré ¿de acuerdo?
A Hannah se le iluminó la cara.
— ¿En serio?
Salió del baño con la cara limpia y se fue al dormitorio para ponerse la camisa.
—En serio. Me voy. Ya llego tarde.
Se ajustó el nudo de la corbata. Y cogió su maletín.
Hannah se quedó sola. Y reparó en la revista que había dejado tirada sobre la cama. Decidió que tenía muchas revistas inútiles por casa. Y comenzó a recogerlas. Cogió las que había sobre la mesa, las que tenían en el baño. Poco a poco la pila de revistas crecía sobre la cama. Buscó por los cajones. Encontró un par de números pasados de revistas masculinas  que decidió no tocar. Entre aquel barullo de papel impreso, Hannah encontró una caja en el cajón de la mesilla de su marido. Era una cajita nueva y bien sellada. No pudo evitar sacarla para examinarla. Era la primera vez que la veía sobre los calzoncillos de su marido. Forzó la caja suavemente con miedo de estropearla,  pero la caja se abrió sin problema. Hannah se tapó la boca con la mano para ahogar un grito cuando descubrió lo que había dentro de aquella caja extraplana. Hannah recuperó el aliento y sacó el collar de tres diamantes cortados en forma de estrella. Dejó la cajita sobre le colchón y acarició los diamantes con la delicadeza de una pluma.
—Mi regalo de cumpleaños… — Exclamó en voz alta.
Se lo probó y se remiró muchas veces en el espejo. Le quedaba perfecto. Desde luego, que ese collar compensaba muy bien la cena con el comité extranjero. Lo guardó con sumo cuidado y lo dejó como estaba. Hannah disimuló su hallazgo. Y esperó a que llegara su cumpleaños.
         Hannah se preparaba para la cena con el comité mientras esperaba que llegara su marido a casa para recogerla. Espió una última vez el cajón de la mesilla para comprobar el estado de la caja. Ya no estaba. Hannah sintió un pinchazo en el estómago.
— ¿Dónde está?
Hannah resolvió que quizá su marido se lo llevó para dárselo durante la cena como broche final a la sorpresa. Y pensar en eso puso más nerviosa a Hannah. Se ajustó el vestido y disimuló cuando su marido llegó a casa.
—Feliz cumpleaños, ¿estás lista, cariño?
—Claro, justo a tiempo.
Su marido sonrió.
—Pues démonos prisa o llegaremos tarde.
—Y ¿mi beso? — Reclamó Hannah.
Su marido le dio un beso.
—Y tu regalo, ya se me olvidaba…
Hannah sentía que se le iba el corazón por la garganta.
— ¿Tengo regalito?
—Por supuesto.
Y su marido le entregó una caja que no era extraplana. Hannah dudó al cogerla.
—Vamos ábrela. Te gustará.
Pero a Hannah no le gustó. Dentro había unos pendientes de plata.
—Qué bonitos —dijo.
—Creo que van perfectos con tu vestido. Estás radiante, cariño.
—Gracias.
Hannah subió al coche con la sensación que se había puesto pesas en las orejas. Hannah no abrió la boca en todo el trayecto.
La cena de etiqueta con el comité extranjero comenzó con saludos cordiales y besos en mejillas despegadas. Hannah ya les conocía. Tomó asiento en la mesa redonda y descubrió una silla vacía.
—Es de Clara, la nueva técnico de las campañas —le explicó su marido.
—No tan nueva, lleva con nosotros más de seis meses —intervino el jefe del comité.
Hannah asentía y ponía buena cara. Y los pendientes pesando en sus orejas.
Llegó Clara, la nueva técnico de las campañas y tomó asiento en la silla libre justo enfrente de Hannah. Hannah la observó. Era guapa y tenía pinta de ser una de esas mujeres competentes y de lencería sexy. El tono exacto de su voz, los saludos perfectos con la justa medida de los labios al sonreír. Era precisa hasta para desdoblar la servilleta  y  ponerla en su falda. Entonces, Hannah dirigió la vista a su cuello. Y las pesas de las orejas se convirtieron en cactus.
—Qué bonito collar —señaló Hannah.
Clara se tocó el cuello ruborizada.
— ¿Te gusta?
— Brilla.
—Es un regalo.
Hannah se arrancó los pendientes y los dejó sobre la mesa. Se levantó y salió corriendo a través del salón.
— ¿Dónde vas? —Oyó gritar a su marido.
Hannah se giró y dijo:
—Olvidé tirar las revistas al reciclaje.