miércoles, 29 de febrero de 2012

Inciso

Se pintaba las uñas con la luz que entraba de la farola. Su piel recién duchada a las tres y treinta y tres de la mañana brillaba como el esmalte rojo bajo la tenue luz plata que entraba por el balcón abierto de calor veraniego. No tenía sueño y decidió hacerse un regalo. Terminó de pintarse las uñas y se quedó asomada al balcón desde dentro.
El teléfono sonó a las tres y treinta y siete. Ella no se extrañó. Ni hizo ningún gesto con la cara. Se miró las uñas rojas y las sopló un poquito como para secarlas más rápido. No se abalanzó sobre el teléfono trasnochador. Era como si hubiera estado sonando todo el día. Al cuarto timbrazo descolgó. Se puso el auricular en la oreja sin decir nada.
—Ya sé que no son horas pero… —Oyó una voz tímida y varonil al otro lado.
—Tranquilo —dijo ella mirándose el brillo de las uñas— Siempre es buena hora para decir te quiero.

Febril

Y aquí estoy comiendo techo. Clara a mi lado, ardiendo como una falla. ¿Cuánto tiene? Treinta y nueve creo. Y me da no sé qué tocarla. Es que me apetece mucho echar un polvo. Podría insistirle un poco a ver si cede. Pero Clara no es Elisa. Elisa follaba hasta con gotero puesto si hacía falta. Qué tía. Una pena cuando lo dejamos. Clara parece un bistec a la brasa. Me llega el calor que desprende su cuerpo. Está de ladito, dándome la espalda. Suspirando y tiritando. Y yo aquí, muy cachondo. Encima voy y pienso en Elisa. Recuerdo la mamada que me pegó una vez. Estaba con la regla y le había subido la fiebre. Como se encontraba mal y no se sentía con fuerzas para trajinar, quiso compensarme y me la chupó de lo lindo. La mejor mamada de mi historia. Supera incluso al mejor de mi ranquin de polvos. Me dio mucho morbo notar esos labios punzantes de calor. Le latían como si tuviera un corazón en cada labio. Un toque extra que me era completamente nuevo. Estaban ligeramente más gruesos y me envolvían la polla con más confort. Y le ardían. Me encantó esa sensación térmica, era como follarse una vagina de verdad. Ya me estoy relamiendo al recordarlo. Se me pone más tiesa y no me atrevo tocar a Clara. Con Elisa ya estaríamos por el tercer polvo, seguro. Recuerdo cómo empezó a darme pequeños besos por mi abdomen, bajando poco a poco. Se me erizaba hasta la piel con aquellos labios suaves y calientes de fiebre. Me dio tres besos a lo largo de la polla antes de metérsela entera en la boca. Me la succionó de pronto. Sin avisar con aquella boca de dos corazones. Arriba y abajo. Abajo y arriba. Dios qué gusto. Me fui en seguida. Demasiado éxtasis para un calentón tan tonto como aquel. Clara sigue resoplando de ladito. Me niego a seguir comiendo techo. Me levanto y cojo el teléfono. Salgo al salón para conseguir intimidad y llamo a Elisa. Me dice que no puede quedar, que está mala con la regla y le ha subido la fiebre.  

lunes, 6 de febrero de 2012

Manzanas en la ensalada

Evan y Marta iban para allá. Él conducía tarareando “Smoke on the water”  bajito, para no molestar a Marta que miraba por la ventanilla absorta en el caminar hacia atrás de los árboles. De repente, Evan le puso la mano sobre el muslo de ella. Lo masajeó un par de veces y le dijo sin apartar la vista de la carretera:
—Hemos hecho bien en venir.
Y apretó el muslo al acabar la frase.
Marta puso su mano izquierda por encima de la de Evan y le dio un par de golpecitos sin dejar de mirar a los árboles que caminaban al revés.
Llegaron a la cabaña. En realidad, era la huerta sin huerta del tío Luis. Solo un feo espantapájaros custodiaba orgulloso una tierra gris y quebradiza. Y los graznidos de unas urracas les dieron las buenas tardes. Entraron.
—Tuviste una gran idea al coger las pastillas para encender.
—Sí. Se ha montado una buena fogata.
—Mejor. Hace frío.
Marta picaba los troncos incandescentes con el pincho de hierro. Los removía para conseguir más llama. Sentada de rodillas sobre la alfombra junto al fuego de la estufa de leña. Miró a Evan que traía una gavilla de troncos pequeños.
—Pronto se caldeará la casa.
Evan dejó los troncos en el leñero y se acuclilló a las espaldas de Marta. Le masajeó los hombros.
— ¿Estás bien?
Marta asintió con la cabeza con la mirada puesta en el fuego y el pincho todavía en la mano.
—Me alegro de que estés aquí.
Ella soltó el pincho y puso sus manos sobre las de Evan. Se quedaron callados escuchando el crepitar de la madera en el fuego.
—No quiero estropearlo —dijo Evan muy cerca del oído de Marta.
—Prometo no volver a marcharme.
Entonces Evan apretujó a Marta en un abrazo de oso. Le olió el pelo.
—No podré vivir si me dejas otra vez.
Silencio. Acurrucados. Chasquidos de leña en la estufa. El fuego caldeando la cabaña del tío Luis. Marta suspiró.
—Has tenido una buena idea al querer venir.
Evan se apartó para mirarla con el pecho inflado de orgullo. A Marta le brillaba la cara, los ojos… los labios encendidos por el calor del fuego. Rojos. Invitaban a besar. Y Evan los besó. El fuego continuaba rugiendo en la estufa y Marta se dejó desnudar sobre la alfombra.
Despertaron al alba, cuando las brasas ya no calentaban. Se sonrieron y se desperezaron a la vez.
— ¿Tienes hambre?
—Mucha.
Evan fue el primero en levantarse e ir hasta la cocina. Marta le siguió.
— ¿Qué quieres tomar?
Ella se encogió de hombros.
Y Evan comenzó a calentar leche.
—Se me ocurre que podríamos preparar una ensalada  para comer. De esas con muchas cosas. Como a ti te gustan.
—Podríamos salir al mercado. Me dijo el tío Luis que había feria medieval.
— No me gustan esos sitios, ya sabes.
— ¿Hay manzanas?
— ¿Para qué?
—Para la ensalada.
—No. No traje.
—Entonces, iré yo al mercado. No puedo tomar ensalada si no lleva manzana.
Marta miró por la ventana, mientras Evan servía la leche y buscaba algo con lo que acompañar al tazón. El horizonte todavía estaba rojo y teñía de un ámbar mágico lo que en su día fuera el huerto. El espantapájaros de cabellos de paja continuaba en su labor eterna de centinela del polvo. Llevaba una chaqueta de color impreciso llena de parches. Un par de urracas se posaron en su brazo y comenzaron a picotear la chaqueta sacando fibras con sus horribles picos.
— ¿Estás segura de que quieres ir?
Evan encontró unos bollitos embolsados y los puso sobre la mesa. Marta salió de su letargo con el espantapájaros y miró los bollitos, luego a Evan.
— ¿Dónde?
—A por manzanas.
—Si, claro. Iré a prepararme.
—Es muy temprano.
—Mejor. Así no habrá mucha gente.
Marta se levantó de la mesa y dejó intactos los bollitos precintados.
—Decías que tenías mucha hambre.
—Se me pasó.
— ¿Te apetece otra cosa?
Negó con la cabeza.
—Voy por las manzanas.
Evan se comió el bollo de Marta.
— ¿Seguro que no quieres venir?
—No. Ve tú. Me quedaré encendiendo el fuego.
 Se dieron un beso.
—No tardes
Y ella salió.
Evan se quedó mirando por la ventana cómo se alejaba Marta hacia el pueblo. Cuando la perdió de vista, miró a las urracas del espantapájaros que continuaban muy afanosas en picar las mangas de la chaqueta. Las dejó estar y se encaminó hacia la estufa de leña.
Marta caminó por las callejuelas del pueblo bien abrazada a su abrigo y con la luz del sol bostezando por las fachadas de piedra. Olía a incienso y caballo. Evan tenía razón, era tan temprano que había algunos puestos todavía cerrados. En una esquina, subieron un toldo y dejó al descubierto una fruta pintada sobre las cajas. Marta se acercó.
—Quiero de esas manzanas.

Y señaló una cesta repleta de manzanas verdes que brillaban como bombillas.
Marta se llevó la cesta entera y la cargó al brazo. Puso rumbo de nuevo a la cabaña del tío Luis, pletórica mirando de reojo su divina colección de manzanas perfectas. Sumida en lo rica que saldría esa ensalada. Y no le vio venir. Una mano negra la acechó por detrás. Le tapó la boca. Marta se quedó muda. La arrastró hasta un callejón oscuro donde lo único que brilló fueron las manzanas verdes al rodar por el suelo.
Evan preparó un fuego de lo más suculento. Esperó con el pincho de hierro en la mano atizando los leños. Y esperó. Pero Marta se retrasaba. Decidió comenzar a hacer la ensalada por su cuenta. Puso la mesa. Y esperó. Evan se sentó mirando la ensalada y con el plato vacio. Esperó. Marta no llegaba. Recogió la mesa y guardó la ensalada intacta en la nevera. Marta tardaba demasiado. Miró por la ventana. Comenzaba a oscurecer. Marta ya no vendría. Las urracas tomaron el vuelo y dejaron al espantapájaros solo en el huerto sin huerta y con la chaqueta picoteada.
Se hizo de noche. Y Evan se rindió. Apagó el fuego de la estufa. Cabizbajo, se alejó caminando por las callejuelas del pueblo que continuaban oliendo a incienso y caballo. Olvidó cómo se tarareaba “smoke on the wáter”. Ya no buscaría a Marta. Solo le dio una patada a una manzana verde que rodaba por el suelo.



jueves, 2 de febrero de 2012

Historias de mudanzas

Así la conocí. Pintando mariquitas rojas en las paredes de su cuarto. Esas mariquitas sabían caminar. Cada vez que iba a visitarla estaban en un lugar distinto. Algunas comían pan. Ella se lo guardaba debajo de la almohada. Nunca quiso enseñarme a fumar, pero sí a reír. Me mostró el significado de la palabra amistad sin llamarme ni una sola vez. Siempre lo hacía yo. Me escribía mensajes cortos y se quejaba de que los míos eran muy largos. No lo podía evitar. No me enseñó a escribir menos, tampoco. En el fondo, creo que le gustaban. Para leérselos después a sus mariquitas los días que no iba a verla.
Era muy despierta con los ojos pequeños y lentillas grises.  Un culo inquieto de alma libre y borrascosa. Un día se iba a Londres, al siguiente a Estambul. Total, solo llegamos a Roma y comimos crepes en Notre Dame. Pero siempre las ideas en cajas de embalaje, por si acaso. Quedó pendiente la siguiente parada. Todo se andará. Quizá nuestras vueltas de tuerca nos traigan más paredes pintadas y cajas que rellenar. Contaré como intimidad que los miércoles era nuestro día. Esperaré a que el sol tueste otra vez nuestros tatuajes. Le prometí dejar de hacer top-less. No sé yo. También le prometí no olvidarla. Eso sí. Ella viene siempre conmigo porque cuando la conocí, pintó una mariquita en mi corazón.