miércoles, 26 de septiembre de 2012

Cinturones, sábanas y otras cosas.


Me colgué del olor a fresas en cuanto se sentó a mi lado. He de reconocer que me provocó un sutil espasmo en la entrepierna. Pero me controlé, respiré hondo y pensé en mi mujer y en que esa chiquilla no podía tener más de veinte. Abrí mi carpeta y saqué un folio para anotar las indicaciones del profesor. El hombrecillo pequeño y gafas de ratón de biblioteca hablaba con una verborrea exquisita, transmitiendo con calzador su pasión por el oficio. Le escuché atento mientras me embriagaba del olor a fresas que venía de mi derecha. La chiquilla mordisqueaba la capucha del boli y comía sugus con cierta voracidad, hasta hacer una montaña de envoltorios de colores, bien doblados y colocados en perfecta pirámide. Vigilaba que ningún envoltorio se saliera de su sitio, manteniendo la figura pulcra y exacta.
La clase concluyó y los compañeros decidimos ir a tomar una caña rápida. Ahí me enteré de que la chiquilla tenía veintidós y que era un culo inquieto probando suerte en la vida por la capital. Esa chiquilla tenía nombre, pero por alguna razón especial que no lograba comprender, la bauticé para mí como Berry, supongo que por el olor a fresas y por su habilidad de tragar tanto queso como sugus.
Berry nos contagiaba a toda la clase con su risa y sus chistes de gracia andaluza. Hasta el profesor, con su verborrea particular, la animaba a compartir sus anécdotas en clase. Nos reíamos y en las cañas posteriores se desmelenaba todavía más. Llegó el punto en el que deseaba que fuera viernes de nuevo desde que amanecía el sábado por la mañana. Su olor a fresas se hizo tan palpable para mí que incluso podía adivinar si ella estaba cerca.
Poco a poco, las cañas se dilataban más después de las clases e íbamos quedando los pelanas de siempre y Berry se quedaba a mi lado para que luego la llevara a su casa en moto. El paseo de la semana, decía. Y yo encantado de rociar las calles de Madrid con olor a fresas. No pasaba de ahí, de conformarme con aspirar su aroma y desearle buenas noches, hasta la semana que viene. Ella me sonreía y lanzaba un beso con la mano mientras me alejaba en la moto. Luego en casa, esperaba mi Reme dormida en su lado de la cama. Yo me quedaba tirado boca arriba oliendo mi pijama para que no se descubriera el olor a fresas.
El curso acabó y el verano trajo consigo un distanciamiento terrible. Me consolé con la idea de que la vería en el próximo curso. Hablamos en coincidir en otro de esos talleres de gafas redondas y diminutas. Nos reímos. Y sorbí mi verano como pude deseando que fuera viernes desde junio. En uno de esos días calurosos sin mojito con sombrilla y cañas sin su tapa, mi Reme me pidió el divorcio. Dividimos la casa en dos con una línea divisoria y así vivimos hasta que la abogada puso tierra de por medio.
Mi primer viernes de clase no estaba para las risas de Berry y mucho menos para anotar instrucciones en folios. Berry permaneció a mi lado derecho fiel a su pulcra y perfecta costumbre. La montaña de sugus bien alineadita delante. Me preguntó a lo bajini si el paseo de la semana continuaba estando en pie. Ya sabes que sí, Berry. Pero no se si fue porque notaba más que otras veces su olor a fresas, o simplemente porque mi mente maliciosa maquinaba otras alternativas al beso volador desde la mano, le propuse a Berry ir a tomarnos la penúltima en otro bar. Ella accedió de mil amores. No lo pude evitar y le descargué lo de mi divorcio como un capazo de escombros que cae desde un quinto cuando se le rompe la cuerda que lo mantiene en vilo. Me sorprendió su reacción, tan madura y comprensiva para su corta edad. Hasta se permitió el lujo de darme consejos sabios basándose en sus experiencias. La llevé a su casa y le di las buenas noches, ella se despidió con un abrazo y me mantuvo un buen rato apretado a su pecho. Me limité a aspirar muchas fresas y dejar que me calara hasta en el pijama que tenía en casa.
Los viernes no llegaban nunca. Y terminé por llamarla para quedar entre semana, nos mandábamos correos, hacíamos paseos en moto más extensos, la llevaba al fútbol y Berry le gritaba al árbitro más que los hinchas de ultra sur. Estar con Berry me hacía olvidar a Reme y sus jaleos de abogados. Nos íbamos a cenar, a bailar, ella me empujaba con su energía de culo inquieto, me enredaba con sus zarzas de fresas silvestres. Conciertos, monólogos, hoteles y balnearios. El olor a fresas llenó su ladito en la cama, y yo amanecía con una sonrisa sin importar el día que era.
El curso acabó sin darme apenas cuenta, pero ya no me asustaba tanto el verano, porque con o sin mojitos con sombrilla y hubieran cañas con tapa o no, mi verano tendría sugus, queso y fresas ante todo. Berry me comentó que no podría matricularse en un nuevo curso. Continué guardando la montañita de sugus a mi lado derecho, por sí decidía venir. Pero tuve que acostumbrarme a los viernes sin ella. El profesor ya no tenía la misma chispa verborréica pero anotábamos instrucciones igualmente en el folio. En las cañas faltaban los chistes de Berry. Me conformaba con oler a fresas por teléfono. Quedábamos de vez en cuando, los paseos en moto se hacían más cortos, ella tenía miles de cosas que hacer. Y los fines de semana juntos se hacían más escuetos. El desayuno de los domingos por la mañana merecían la pena cuando la tendía a mi lado en el sofá y le leía de mis viejos libros de relatos. Ella se apretaba en mi pecho y se dormía con una sonrisa hasta la hora de ir al fútbol.
Una noche de vino y queso, me confesó sus deseos por dejar Madrid. De volver a casa a seguir picoteando de la vida por allí. Me quedé callado con el estómago pegado en la nuca y la pituitaria desierta. Berry sonrió con cierto pesar y me acarició el brazo. Seguiremos en contacto, me dijo. Apuré mi copa de vino de un trago. Volvimos a casa en silencio y le deseé buenas noches. Ella me lanzó un beso con la mano y arranqué mi moto zumbando con fuerza vomitando a las calles aceite quemado por el tubo de escape.
Los preparativos de la mudanza iban muy en serio. Berry estaba como loca, organizando y empaquetando en cajas de droguería, identificándolas con rotulador permanente. Me ofrecí a ayudarla con su movilización bélica, con tal de oler a fresas un poquito más. Llenó mi casa de cajas, hasta que terminara de hacer rótulos y dejara su piso libre para el casero. Juntos hicimos la mudanza. Con el coche cargado hasta el techo que no podía ni ver por el espejo retrovisor, viajamos a su pueblo en casi cuatro horas, riendo con sus más que sabidos chistes y comentando hazañas con el profesor de gafas culturetas. Las cuatro horas se pasaron sin pensar, la única pena es que el olor a fresas me llegaba muy tenue y temí estar perdiéndolo y no volver a embriagarme de él.
Aparcamos en el portal donde me había dado las señas. Berry bajó eufórica del coche, dando brincos. Entonces, del portal apareció un chico vestido en chándal y se acercó a ella llamándola por su nombre. Berry abrió la boca tapándose un alarido de alegría y se tiró a sus brazos. Se fundieron en un arrumaco en el que el chico la upó en brazos y la mantuvo en el aire un rato. Ahí me quedé, contemplando la tierna estampa como un simple mirón de barrio. Tuve que apoyarme en el coche cuando vi que el chico comenzaba a besar a Berry con un ardor comparable a los seriales televisivos. Ella le devolvía los lengüetazos con la misma pasión. Me mareé y me agarré más fuerte a la carrocería del coche. Entonces, Berry se percató de mi presencia y se soltó del chico, ajustándose la ropa y limpiándose la boca con el dorso de la mano. Es mi novio, me dio por explicación. Y me presentó a su novio como su compañero de clase. Eso sí me dolió y apenas tuve firmeza para estrecharle la mano al chico de chándal. El tipo era simpático y todo, me dio las gracias por traerla a casa y Berry me pidió que me quedara a comer. Pero yo subí al coche y arranqué, con el tubo de escape más entarquinado que nunca. Vi a Berry lanzarme un beso con la mano desde el retrovisor.
Cuatro horas después, estaba metiendo el coche en el garaje, la moto aguardaba fiel en una esquina y me dijo que iba a echar de menos a Berry. El móvil sonó, era Reme con sus abogados. Rechacé la llamada. Subí a casa peldaño a peldaño por las escaleras, el ascensor muerto en algún punto del edificio. Me di cuenta que, a medida que iba subiendo, la olor a fresas se hacía más y más fuerte. Cogiendo un cuerpo casi masticable. Pensé en Berry y algo me hirvió en las entrañas, El olor era cada vez más insistente, tuve la feliz idea de que tal vez, ella se hubiera arrepentido de ese novio suyo deportista y hubiera vuelto por algún atajo imposible y estaría esperándome tumbada en el sofá con el libro de viejos relatos en el regazo. Yo abriría una botella de vino y cortaría el mancheguito que compré para ella como despedida. Ella traería los sugus y, con él, los viernes de gafas. Entré en casa y el olor ya era insoportable de dulce y pegajoso. Me molestó lo mucho que echaba de menos a la chiquilla de algo más de veinte. Encendí la luz del salón y en el sofá no había nadie. Salí al pasillo con la fragancia en la nuca enfurruscado en mi sufrimiento y no la pude ver. Trastabillé con ella y caí de bruces al suelo. Cuando reaccioné de lo que acababa de ocurrir, me fijé que había tropezado con una caja de droguería. Una caja de Berry escrita con rotulador permanente y mayúsculas que decía: CINTURONES, SÁBANAS Y OTRAS COSAS.

Morder, rugir


Me gustaría saber a qué estamos jugando. Me gustaría saber qué sentimos y qué narices estamos haciendo. Pero claro, eso es mucho pedir. Exigir demasiado, cuando ni yo misma puedo entenderlo. Ni siquiera los rojos atardeceres ni la brisa en barandillas de balcón me traen la explicación que busco.
Podría valerme del viejo método del cubo de Rubik y justificarme con su mezcla de colores. Naranjas entrometidos y verdes con corbata. Pero sería caer en lo fácil. En lo banal. Y no sería justo. No. Seamos francos y pongámonos serios. Que esto es un berenjenal como el del perro del hortelano. La vieja historia de las caras de la moneda que viven juntas y están condenadas a no verse nunca. Así estamos nosotros, reconócelo. No sabemos si morder o rugir. Por no gritar y por no besarnos. Porque si gritamos nos alejamos y si nos besamos nos unimos y eso también es peligroso. No nos conviene. No queremos. No puede ser. Aunque nos prometamos la luna mientras retozamos y lloremos como niños sin caramelo ante el abrazo de la despedida. En fin, que alguien venga y me lo explique por favor. Porque ya no puedo más. Porque me da igual si me toca morder o rugir, siempre y cuando lo hagamos a la vez. Qué más da el intercambio de papeles. Si lo que importa es lo importante.
No tocaré el cubo de Rubik. Ya te dije que no caería en los argumentos baratos. Pero es que estoy en blanco y negro sin ti y me pixelo si estoy contigo.
No te entiendo, o mejor aún, no quiero entenderte. Me da miedo admitir lo evidente. Solo yo mantengo el Rubik desordenado. Ups, perdón, otra vez que lo dije. No lo puedo remediar. Me gustaría saber tantas cosas que sé.
Me dan ganas de morderte para que espabiles y caigas en la cuenta de que podemos ser felices si hacemos empresa juntos. De que rugiendo a la vez desde el acantilado, nuestro eco será más fuerte. Me gustaría decirte esto y más. Me gustaría que me entendieras y que a ti no te diera miedo aceptar lo evidente. Pero, ah!, se me olvida que es nuestro juego de hacernos daño mezclando verbos con colores. El juego de hacernos los interesantes mientras nos adornamos de orgullo y dejamos las agallas en polveras de narices pálidas. A fin de cuentas será, porque nos gusta alargar la agonía. Y sentirnos mártires de nuestras propias decisiones. De tensar la cuerda que sujeta nuestras cinturas.
Te cuento esto porque necesitaba rugirte a la cara el error que estamos viviendo. No tengo otra manera de propagar mi eco por la barandilla del balcón. Y, ojalá, te muerda un poquito.          

La mula del placer


¿Te gusta cómo te como el coño?
Y Noah sonrió mientras se ahorraba la verdadera respuesta de decirle que, en realidad, no le gusta que le coman el coño. Solo una persona es capaz de empaparla bien hasta hacerla chorrear por los muslos, hasta llegar al orgasmo más profundo que la parte en dos desde el ombligo y le produce cosquillas cuando los calambres se van.
El fulano siguió con la lengua ahí muy orgulloso de su trabajo. No se había quitado ni las gafas. Con las manos libres, le apretujaba las tetas como si fueran estropajos de fregar. Noah estirada sobre la cama y las piernas abiertas, se dejaba hacer. Callada. Con la montura de pasta clavándose en sus ingles. El fulano disfrutaba de su cuerpo como un lobo devora a su presa recién capturada.
Te gusta, ah!
Noah se retorció un poquito. Llevándose las manos al pelo para agitarse la melena. Esa melena negra y rizada cayendo en cascada de azabache sobre la espalda. Esa perfecta crin que a tantos hombres enloquecía. El fetiche de todo aquel que montaba.
El fulano dejó de comer y subió dando mordiscos a lo largo del monte de venus, la línea alba. Hurgó la lengua en el ombligo y saltó a los pezones.
Me encantan tus tetas.
Se incorporó y se bajó los calzoncillos.
Mira qué pedazo de polla te espera, nena.
Noah sonrió y se guardó la opinión. Cómo decirle que hacía unas horas, justo en el desayuno de ese mismo día, se había follado una polla de verdad. Una verga larga y gorda con una curva en la punta. Se relamió pensando en esa polla que por desgracia no era la misma que la del portador de la boca prodigiosa. Mientras el fulano la ponía de patas para arriba para hincarla, a Noah le vino a la cabeza la lista de hombres (y una mujer) que habían pasado por su cama. La infinidad de posturas que había hecho y la de lugares en los que se había corrido. Y en todos y en cada uno de esos recuerdos, descubrió el mismo sentimiento de trozo de carne que en ese momento la penetraba con embestidas rápidas y sudorosas. Carne de gafas empañadas. Noah se supo como una mula. Esa mula que monta en carros y le descargan las alforjas encima. Descargas de líquido blanco y pegajoso. Olor salado que desemboca en un placer de círculo labial. No pudo evitar reír al compararse así misma con una mula. Una curiosa y paradójica mula de descarga. Se lo explicaría al fulano, pero estaba demasiado entusiasmado en su traqueteo de rompe huevos. Los notaba golpear en sus labios internos como badajos diminutos y blandos. Se la estaba metiendo bien adentro.
Te gusta mi polla, ah!
Noah de patas para arriba, apoyada en los hombros del fulano, soltó un gemido. Le caían las gotas de sudor de él.
Déjame a mí encima.
Noah se montó sobre él como buena mula obediente. Y se meneó, saltó, jugó con su polla a que entrara y saliera despacio. A que entrara la punta o su coño la engullera entera. El fulano resoplaba y le azotaba el culo. Se mordía los labios. Las gafas se le llenaron de gotas de sudor y se las quitó tirándolas sobre la almohada.
Qué culo tienes, nena. Quiero que me pegue en las pelotas.
Noah cambió de táctica para complacer a su jinete. Sentó al fulano sobre el borde la cama y ella se sentó de espaldas a él con su culito pegado a las pelotas hasta que sus vellos rizados le hicieran cosquillas en la vagina. Y volvió a cabalgar sobre él con la pelvis y el abdomen contraídos para meneárselo bien. Fue consciente de que se lo estaba follando con toda su rabia. Con la boca apretada y sin gemir. Porque no solo se tiraba al fulano. Jodía con toda su lista de trozos de carne. A todos y cada uno de esa carne empanada que la hacían abrirse de piernas. Había olvidado lo que era sentir erizarse la piel al correrse. El punto exacto de saber cuando viene el frío después del fogonazo del orgasmo. Los temblores de gata que le daban al continuar con la polla dentro, dejando que sus muslos se licuasen. El pegar un grito como dios manda. Sentía rabia por la falta grave de su memoria de dejar irse el recuerdo de la última vez que hizo el amor.
Qué salvaje, nena.
Y Noah continuó dándole con el coño seco pero bien abierto por la costumbre. El trabajo de mula aprendido a fuego.
El fulano le abría el ojete a la vez que amasaba sus nalgas y enredaba su melena entre los dedos que le quedaban libres. Noah no podía verle relamerse, pero sí notaba el dedo pulgar queriendo darse paso adentro.
Joder, nena. Me vas a matar, ah!
Noah soltó un bufido y anotó otro tanto silencioso a las miles de veces que oía las mismas palabras entre sus jinetes empanados. Era buena follando. Lo sabía. Y se aprovechaba de su virtud para castigar a sus capataces que querían descargar en ella. Era una mula actuando a piñón fijo. Con las ojeras colocadas sobre las sienes. Una mula que ya ni siquiera necesitaba la zanahoria para caminar.
Me voy a correr,nena.
Noah casi respiró de alivio.
Venga, pequeño, hazlo.
El fulano descargó. Alforjas vacías. Soltó un relincho que a Noah le pareció más bien un rebuzno de perro. Iba chorreando sudor. Noah se indignó. No entendía por qué tanta transpiración, si había hecho ella todo el trabajo. Se calló y le dio un pico breve como un gesto mecánico de cariño.
Ha sido increíble, nena. Te gustó, ah!
Y buscó sus gafas sobre la almohada.
Noah le tendió una toalla. Para qué responderle. Para qué contarle la verdad. Cómo explicarle que se acababa de tirar a una mula.

Masticando


Supe que había vuelto a pasar. La vi coger un chicle de su bolso y se lo metió en la boca con la palma de la mano abierta como si engullera un manojo de cacahuetes. Salió a la calle y se sentó en el escalón del porche con las piernas encogidas y la barbilla hundida hasta la nariz. Masticando. Me quedé mirándola un rato desde la ventana. Solo notaba el movimiento de su sien al masticar. Ni la brisa mecía su pelo. Era como una imagen superpuesta en el porche. Una pegatina en 3D. Dejé de pelar patatas y salí a buscarla.
Oyó acercarme a sus espaldas pero no se movió. Me arrodillé junto a ella y le froté los hombros. Fue como darle un masaje a la encimera de la cocina.
Si quieres podemos cenar en el porche.
Hizo explotar el chicle entre los dientes. Dejé de amasarle los hombros y me senté a su lado. Casi pegado. Ella continuaba masticando.
¿Qué fue esta vez? Me rendí.
Muchos.
Nueva pompa con el chicle, pequeña, sin levantar la cara de las rodillas.
¿Suficientes para no entrar en casa?
Son muchos.
Ya dije.
Y golpeé mis rodillas con las palmas haciendo un redoble tamborilero.
Entraron por la cocina y ahí siguen —añadió con la barbilla hundida.
Muchos ¿no?
No me crees.
No digo eso.
Sacó la cabeza de entre las piernas y me miró sin dejar de masticar con la boca abierta. Movió la comisura de los labios queriendo sonreír.
Tienes la piel de gallina — me dijo.
Carraspeé poniéndome el puño sobre la nariz.
¿Qué hay de cena? Preguntó.
Estuve pensando un instante, mirándola a los ojos. Su imagen me continuaba pareciendo fuera de contexto. Tragué saliva y respondí:
¿Tienes un chicle?


lunes, 10 de septiembre de 2012

Agosto mudo



Lanzó una piedra al mar. Redonda y ovalada como un huevo de codorniz. Moteada y suave como un trozo de serpiente disecada. El mar la engulló con la boca abierta, con las olas bien rizadas y rompiendo en espuma blanca en la orilla. Esperó a que volviera. Esperó. Se tumbó boca arriba sobre la arena, gravilla fina que se le antojó un lecho de sal gorda para la cocina. Estaba desnuda y los diminutos cristales translúcidos se le clavaban en la piel como alfileres de costurera vieja. Se dejó envolver por aquella cálida sensación y removía su cuerpo para que se enterrara más abajo en aquella sal postiza. El sol de medio día le abrasaba y lo dejó hacer. Hasta que le escociera, hasta que alcanzara el punto de ebullición. Hasta que sus muslos se escaldaran. No quería pensar. Ese día no. Cerró los ojos y se centró en escuchar el rubor de las olas en el rizar de sus puntillas. En su batir almejas muertas. Y la piedra no volvía. Esperó. Esperó a que el sol le quemara y enrojeciera su piel tatuada de cristales salinos. Esperó hasta que la brisa trajo el aliento de septiembre y le recordó que pronto vendría él y ella y todos. Pero sobre todo él. Y la obligaría a caminar por el pasillo aunque tuviera los muslos en carne viva. Acarició aquella arena blanca de paraíso y esperó. El sol muy alto. Y la gravilla clavada. No quería pensar, pero pensó. En él y en ella y en todos. Pero sobre todo en él. Y el pasillo. Tendría que andar. Agosto pasó rápido y la brisa ya traía a septiembre con bombín y pajarita de marca cara. Se sentaría al otro lado del pasillo y se reiría de sus andares con los muslos rotos en ampollas. Aguantaría el aplomo de la mirada de todos. Soportaría el apretón de él sobre su antebrazo sujetándola con fuerza de alcornoque. Y ella, ella estaría al fondo con su mirada impasible inflando las narices y apretando los labios. Se la imaginaba con los ojos vidriosos y escucharía con claridad el paro en seco de su respiración en cuanto él la sentase delante y le atara los pies. Con los muslos separados. Un alivio.
Amasó un puñadito de gravilla en cada mano antes de levantarse. Le hubiera gustado mojarse los pies en aquella espuma blanca de golosina. Pero al incorporarse se encontró delante del muro tachando el mes de agosto con un trozo de carbón robado. Y retorciendo la sábana raída de aquel catre de muelles oxidados. Él se abrochó los pantalones y se ajustó el cinturón. La camisa bien aplanada con las manos. Aquí no ha pasado nada. Le alborotó el pelo de la frente como quien acaricia a un perro faldero. Buena chica. Él salió de la celda asegurándose que no venía nadie. Una última mirada atrás para comprobar que seguía inmóvil y desnuda. Sus muslos rojos de la fuerza. Sus muslos destrozados por el roce. Agosto se tiznó de negro en el muro. Se puso pomada en los muslos. Septiembre estaba al caer y con él el pasillo. Ella estaría al otro lado y dejaría de respirar. Él la apretaría sobre el antebrazo como un alcornoque. Lo prefería, ya le quedaba poca pomada en el tuvo. Y qué más le daba si todos miraban. No quería pensar. Ese día no.
Escuchó el tintineo de la porra sobre los barrotes. El pasillo se dibujaba largo. Se levantó muy digna con la pomada bien untada en los muslos y caminó. No supo que en la orilla del mar llegó, empujada por una ola coqueta de diadema blanca, una piedra redonda y ovalada como un huevo de codorniz. Moteada y suave como un trozo de serpiente disecada. Y se quedó allí clavada esperando.