Me
colgué del olor a fresas en cuanto se sentó a mi lado. He de
reconocer que me provocó un sutil espasmo en la entrepierna. Pero me
controlé, respiré hondo y pensé en mi mujer y en que esa chiquilla
no podía tener más de veinte. Abrí mi carpeta y saqué un folio
para anotar las indicaciones del profesor. El hombrecillo pequeño y
gafas de ratón de biblioteca hablaba con una verborrea exquisita,
transmitiendo con calzador su pasión por el oficio. Le escuché
atento mientras me embriagaba del olor a fresas que venía de mi
derecha. La chiquilla mordisqueaba la capucha del boli y comía sugus
con cierta voracidad, hasta hacer una montaña de envoltorios de
colores, bien doblados y colocados en perfecta pirámide. Vigilaba
que ningún envoltorio se saliera de su sitio, manteniendo la figura
pulcra y exacta.
La
clase concluyó y los compañeros decidimos ir a tomar una caña
rápida. Ahí me enteré de que la chiquilla tenía veintidós y que
era un culo inquieto probando suerte en la vida por la capital. Esa
chiquilla tenía nombre, pero por alguna razón especial que no
lograba comprender, la bauticé para mí como Berry, supongo que por
el olor a fresas y por su habilidad de tragar tanto queso como sugus.
Berry
nos contagiaba a toda la clase con su risa y sus chistes de gracia
andaluza. Hasta el profesor, con su verborrea particular, la animaba
a compartir sus anécdotas en clase. Nos reíamos y en las cañas
posteriores se desmelenaba todavía más. Llegó el punto en el que
deseaba que fuera viernes de nuevo desde que amanecía el sábado por
la mañana. Su olor a fresas se hizo tan palpable para mí que
incluso podía adivinar si ella estaba cerca.
Poco
a poco, las cañas se dilataban más después de las clases e íbamos
quedando los pelanas de siempre y Berry se quedaba a mi lado para que
luego la llevara a su casa en moto. El paseo de la semana, decía. Y
yo encantado de rociar las calles de Madrid con olor a fresas. No
pasaba de ahí, de conformarme con aspirar su aroma y desearle buenas
noches, hasta la semana que viene. Ella me sonreía y lanzaba un beso
con la mano mientras me alejaba en la moto. Luego en casa, esperaba
mi Reme dormida en su lado de la cama. Yo me quedaba tirado boca
arriba oliendo mi pijama para que no se descubriera el olor a
fresas.
El
curso acabó y el verano trajo consigo un distanciamiento terrible.
Me consolé con la idea de que la vería en el próximo curso.
Hablamos en coincidir en otro de esos talleres de gafas redondas y
diminutas. Nos reímos. Y sorbí mi verano como pude deseando que
fuera viernes desde junio. En uno de esos días calurosos sin mojito
con sombrilla y cañas sin su tapa, mi Reme me pidió el divorcio.
Dividimos la casa en dos con una línea divisoria y así vivimos
hasta que la abogada puso tierra de por medio.
Mi
primer viernes de clase no estaba para las risas de Berry y mucho
menos para anotar instrucciones en folios. Berry permaneció a mi
lado derecho fiel a su pulcra y perfecta costumbre. La montaña de
sugus bien alineadita delante. Me preguntó a lo bajini si el paseo
de la semana continuaba estando en pie. Ya sabes que sí, Berry. Pero
no se si fue porque notaba más que otras veces su olor a fresas, o
simplemente porque mi mente maliciosa maquinaba otras alternativas al
beso volador desde la mano, le propuse a Berry ir a tomarnos la
penúltima en otro bar. Ella accedió de mil amores. No lo pude
evitar y le descargué lo de mi divorcio como un capazo de escombros
que cae desde un quinto cuando se le rompe la cuerda que lo mantiene
en vilo. Me sorprendió su reacción, tan madura y comprensiva para
su corta edad. Hasta se permitió el lujo de darme consejos sabios
basándose en sus experiencias. La llevé a su casa y le di las
buenas noches, ella se despidió con un abrazo y me mantuvo un buen
rato apretado a su pecho. Me limité a aspirar muchas fresas y dejar
que me calara hasta en el pijama que tenía en casa.
Los
viernes no llegaban nunca. Y terminé por llamarla para quedar entre
semana, nos mandábamos correos, hacíamos paseos en moto más
extensos, la llevaba al fútbol y Berry le gritaba al árbitro más
que los hinchas de ultra sur. Estar con Berry me hacía olvidar a
Reme y sus jaleos de abogados. Nos íbamos a cenar, a bailar, ella me
empujaba con su energía de culo inquieto, me enredaba con sus zarzas
de fresas silvestres. Conciertos, monólogos, hoteles y balnearios.
El olor a fresas llenó su ladito en la cama, y yo amanecía con una
sonrisa sin importar el día que era.
El
curso acabó sin darme apenas cuenta, pero ya no me asustaba tanto el
verano, porque con o sin mojitos con sombrilla y hubieran cañas con
tapa o no, mi verano tendría sugus, queso y fresas ante todo. Berry
me comentó que no podría matricularse en un nuevo curso. Continué
guardando la montañita de sugus a mi lado derecho, por sí decidía
venir. Pero tuve que acostumbrarme a los viernes sin ella. El
profesor ya no tenía la misma chispa verborréica pero anotábamos
instrucciones igualmente en el folio. En las cañas faltaban los
chistes de Berry. Me conformaba con oler a fresas por teléfono.
Quedábamos de vez en cuando, los paseos en moto se hacían más
cortos, ella tenía miles de cosas que hacer. Y los fines de semana
juntos se hacían más escuetos. El desayuno de los domingos por la
mañana merecían la pena cuando la tendía a mi lado en el sofá y
le leía de mis viejos libros de relatos. Ella se apretaba en mi
pecho y se dormía con una sonrisa hasta la hora de ir al fútbol.
Una
noche de vino y queso, me confesó sus deseos por dejar Madrid. De
volver a casa a seguir picoteando de la vida por allí. Me quedé
callado con el estómago pegado en la nuca y la pituitaria desierta.
Berry sonrió con cierto pesar y me acarició el brazo. Seguiremos en
contacto, me dijo. Apuré mi copa de vino de un trago. Volvimos a
casa en silencio y le deseé buenas noches. Ella me lanzó un beso
con la mano y arranqué mi moto zumbando con fuerza vomitando a las
calles aceite quemado por el tubo de escape.
Los
preparativos de la mudanza iban muy en serio. Berry estaba como loca,
organizando y empaquetando en cajas de droguería, identificándolas
con rotulador permanente. Me ofrecí a ayudarla con su movilización
bélica, con tal de oler a fresas un poquito más. Llenó mi casa de
cajas, hasta que terminara de hacer rótulos y dejara su piso libre
para el casero. Juntos hicimos la mudanza. Con el coche cargado hasta
el techo que no podía ni ver por el espejo retrovisor, viajamos a su
pueblo en casi cuatro horas, riendo con sus más que sabidos chistes
y comentando hazañas con el profesor de gafas culturetas. Las cuatro
horas se pasaron sin pensar, la única pena es que el olor a fresas
me llegaba muy tenue y temí estar perdiéndolo y no volver a
embriagarme de él.
Aparcamos
en el portal donde me había dado las señas. Berry bajó eufórica
del coche, dando brincos. Entonces, del portal apareció un chico
vestido en chándal y se acercó a ella llamándola por su nombre.
Berry abrió la boca tapándose un alarido de alegría y se tiró a
sus brazos. Se fundieron en un arrumaco en el que el chico la upó en
brazos y la mantuvo en el aire un rato. Ahí me quedé, contemplando
la tierna estampa como un simple mirón de barrio. Tuve que apoyarme
en el coche cuando vi que el chico comenzaba a besar a Berry con un
ardor comparable a los seriales televisivos. Ella le devolvía los
lengüetazos con la misma pasión. Me mareé y me agarré más fuerte
a la carrocería del coche. Entonces, Berry se percató de mi
presencia y se soltó del chico, ajustándose la ropa y limpiándose
la boca con el dorso de la mano. Es mi novio, me dio por explicación.
Y me presentó a su novio como su compañero de clase. Eso sí me
dolió y apenas tuve firmeza para estrecharle la mano al chico de
chándal. El tipo era simpático y todo, me dio las gracias por
traerla a casa y Berry me pidió que me quedara a comer. Pero yo subí
al coche y arranqué, con el tubo de escape más entarquinado que
nunca. Vi a Berry lanzarme un beso con la mano desde el retrovisor.
Cuatro
horas después, estaba metiendo el coche en el garaje, la moto
aguardaba fiel en una esquina y me dijo que iba a echar de menos a
Berry. El móvil sonó, era Reme con sus abogados. Rechacé la
llamada. Subí a casa peldaño a peldaño por las escaleras, el
ascensor muerto en algún punto del edificio. Me di cuenta que, a
medida que iba subiendo, la olor a fresas se hacía más y más
fuerte. Cogiendo un cuerpo casi masticable. Pensé en Berry y algo me
hirvió en las entrañas, El olor era cada vez más insistente, tuve
la feliz idea de que tal vez, ella se hubiera arrepentido de ese
novio suyo deportista y hubiera vuelto por algún atajo imposible y
estaría esperándome tumbada en el sofá con el libro de viejos
relatos en el regazo. Yo abriría una botella de vino y cortaría el
mancheguito que compré para ella como despedida. Ella traería los
sugus y, con él, los viernes de gafas. Entré en casa y el olor ya
era insoportable de dulce y pegajoso. Me molestó lo mucho que echaba
de menos a la chiquilla de algo más de veinte. Encendí la luz del
salón y en el sofá no había nadie. Salí al pasillo con la
fragancia en la nuca enfurruscado en mi sufrimiento y no la pude ver.
Trastabillé con ella y caí de bruces al suelo. Cuando reaccioné de
lo que acababa de ocurrir, me fijé que había tropezado con una caja
de droguería. Una caja de Berry escrita con rotulador permanente y
mayúsculas que decía: CINTURONES, SÁBANAS Y OTRAS COSAS.