lunes, 10 de septiembre de 2012

Agosto mudo



Lanzó una piedra al mar. Redonda y ovalada como un huevo de codorniz. Moteada y suave como un trozo de serpiente disecada. El mar la engulló con la boca abierta, con las olas bien rizadas y rompiendo en espuma blanca en la orilla. Esperó a que volviera. Esperó. Se tumbó boca arriba sobre la arena, gravilla fina que se le antojó un lecho de sal gorda para la cocina. Estaba desnuda y los diminutos cristales translúcidos se le clavaban en la piel como alfileres de costurera vieja. Se dejó envolver por aquella cálida sensación y removía su cuerpo para que se enterrara más abajo en aquella sal postiza. El sol de medio día le abrasaba y lo dejó hacer. Hasta que le escociera, hasta que alcanzara el punto de ebullición. Hasta que sus muslos se escaldaran. No quería pensar. Ese día no. Cerró los ojos y se centró en escuchar el rubor de las olas en el rizar de sus puntillas. En su batir almejas muertas. Y la piedra no volvía. Esperó. Esperó a que el sol le quemara y enrojeciera su piel tatuada de cristales salinos. Esperó hasta que la brisa trajo el aliento de septiembre y le recordó que pronto vendría él y ella y todos. Pero sobre todo él. Y la obligaría a caminar por el pasillo aunque tuviera los muslos en carne viva. Acarició aquella arena blanca de paraíso y esperó. El sol muy alto. Y la gravilla clavada. No quería pensar, pero pensó. En él y en ella y en todos. Pero sobre todo en él. Y el pasillo. Tendría que andar. Agosto pasó rápido y la brisa ya traía a septiembre con bombín y pajarita de marca cara. Se sentaría al otro lado del pasillo y se reiría de sus andares con los muslos rotos en ampollas. Aguantaría el aplomo de la mirada de todos. Soportaría el apretón de él sobre su antebrazo sujetándola con fuerza de alcornoque. Y ella, ella estaría al fondo con su mirada impasible inflando las narices y apretando los labios. Se la imaginaba con los ojos vidriosos y escucharía con claridad el paro en seco de su respiración en cuanto él la sentase delante y le atara los pies. Con los muslos separados. Un alivio.
Amasó un puñadito de gravilla en cada mano antes de levantarse. Le hubiera gustado mojarse los pies en aquella espuma blanca de golosina. Pero al incorporarse se encontró delante del muro tachando el mes de agosto con un trozo de carbón robado. Y retorciendo la sábana raída de aquel catre de muelles oxidados. Él se abrochó los pantalones y se ajustó el cinturón. La camisa bien aplanada con las manos. Aquí no ha pasado nada. Le alborotó el pelo de la frente como quien acaricia a un perro faldero. Buena chica. Él salió de la celda asegurándose que no venía nadie. Una última mirada atrás para comprobar que seguía inmóvil y desnuda. Sus muslos rojos de la fuerza. Sus muslos destrozados por el roce. Agosto se tiznó de negro en el muro. Se puso pomada en los muslos. Septiembre estaba al caer y con él el pasillo. Ella estaría al otro lado y dejaría de respirar. Él la apretaría sobre el antebrazo como un alcornoque. Lo prefería, ya le quedaba poca pomada en el tuvo. Y qué más le daba si todos miraban. No quería pensar. Ese día no.
Escuchó el tintineo de la porra sobre los barrotes. El pasillo se dibujaba largo. Se levantó muy digna con la pomada bien untada en los muslos y caminó. No supo que en la orilla del mar llegó, empujada por una ola coqueta de diadema blanca, una piedra redonda y ovalada como un huevo de codorniz. Moteada y suave como un trozo de serpiente disecada. Y se quedó allí clavada esperando. 

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