Lanzó
una piedra al mar. Redonda y
ovalada como un huevo de codorniz. Moteada y suave como un trozo de
serpiente disecada. El mar la engulló con la boca abierta, con las
olas bien rizadas y rompiendo en espuma blanca en la orilla.
Esperó a que volviera.
Esperó.
Se
tumbó boca arriba sobre la arena, gravilla fina que se le
antojó un lecho de sal gorda para la cocina. Estaba desnuda y los
diminutos cristales translúcidos se le
clavaban en la piel como alfileres de costurera vieja. Se
dejó envolver por aquella cálida sensación y removía su
cuerpo para que se enterrara más abajo en aquella sal postiza. El sol de
medio día le
abrasaba y lo dejó
hacer. Hasta que le
escociera, hasta que alcanzara el punto de ebullición. Hasta que sus
muslos se escaldaran. No quería pensar. Ese día no. Cerró
los ojos y se
centró
en escuchar el rubor de las olas en el rizar de sus puntillas. En su
batir almejas muertas. Y la piedra no volvía. Esperó.
Esperó
a que el sol le
quemara y enrojeciera su
piel tatuada de cristales salinos. Esperó
hasta que la brisa trajo el aliento de septiembre y le
recordó que pronto vendría
él y ella y todos. Pero sobre todo él. Y la obligaría a caminar
por el pasillo aunque tuviera los muslos en carne viva. Acarició
aquella arena blanca de paraíso y esperó. El sol muy alto. Y la
gravilla clavada. No quería pensar, pero pensó. En él y en ella y
en todos. Pero sobre todo en él. Y el pasillo. Tendría que andar.
Agosto pasó rápido y la brisa ya traía a septiembre con bombín y
pajarita de marca cara. Se sentaría al otro lado del pasillo y se
reiría de sus andares con los muslos rotos en ampollas. Aguantaría
el aplomo de la mirada de todos. Soportaría el apretón de él sobre
su antebrazo sujetándola con fuerza de alcornoque. Y ella, ella
estaría al fondo con su mirada impasible inflando las narices y
apretando los labios. Se la imaginaba con los ojos vidriosos y
escucharía con claridad el paro en seco de su respiración en cuanto
él la sentase delante y le atara los pies. Con los muslos separados.
Un alivio.
Amasó
un puñadito de gravilla en cada mano antes de levantarse. Le hubiera
gustado mojarse los pies en aquella espuma blanca de golosina. Pero
al incorporarse se encontró delante del muro tachando el mes de
agosto con un trozo de carbón robado. Y
retorciendo la sábana raída de aquel catre de muelles oxidados. Él
se abrochó los pantalones y se ajustó el cinturón. La camisa bien
aplanada con las manos. Aquí no ha pasado nada. Le alborotó el pelo
de la frente como quien acaricia a un perro faldero. Buena chica. Él
salió de la celda asegurándose que no venía nadie. Una última
mirada atrás para comprobar que seguía inmóvil y desnuda. Sus
muslos rojos de la fuerza. Sus muslos destrozados por el roce. Agosto
se tiznó de negro en el muro. Se puso pomada en los muslos.
Septiembre estaba al caer y con él el pasillo. Ella estaría al otro
lado y dejaría de respirar. Él la apretaría sobre el antebrazo
como un alcornoque. Lo prefería, ya le quedaba poca pomada en el
tuvo. Y qué más le daba si todos miraban. No quería pensar. Ese
día no.
Escuchó
el tintineo de la porra sobre los barrotes. El pasillo se dibujaba
largo. Se levantó muy digna con la pomada bien untada en los muslos
y caminó. No supo que en la orilla del mar llegó, empujada por una
ola coqueta de diadema blanca, una piedra redonda y ovalada como un
huevo de codorniz. Moteada y suave como un trozo de serpiente
disecada. Y se quedó allí clavada esperando.
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