—¿Te
gusta cómo te como el coño?
Y
Noah sonrió mientras se ahorraba la verdadera respuesta de decirle
que, en realidad, no le gusta que le coman el coño. Solo una persona
es capaz de empaparla bien hasta hacerla chorrear por los muslos,
hasta llegar al orgasmo más profundo que la parte en dos desde el
ombligo y le produce cosquillas cuando los calambres se van.
El
fulano siguió con la lengua ahí muy orgulloso de su trabajo. No
se había quitado ni las gafas. Con
las manos libres, le apretujaba las tetas como
si fueran estropajos de fregar. Noah estirada sobre la cama y las
piernas abiertas, se dejaba hacer. Callada. Con
la montura de pasta clavándose en sus ingles. El
fulano disfrutaba de su cuerpo como un lobo devora a su presa recién
capturada.
—Te
gusta, ah!
Noah
se retorció un poquito. Llevándose las manos al pelo para agitarse
la melena. Esa melena negra y rizada cayendo en cascada de azabache
sobre la espalda. Esa perfecta crin que a tantos hombres enloquecía.
El fetiche de todo aquel que montaba.
El
fulano dejó de comer y subió dando mordiscos a lo largo del monte
de venus, la línea alba. Hurgó la lengua en el ombligo y saltó a
los pezones.
—Me
encantan tus tetas.
Se
incorporó y se bajó los calzoncillos.
—Mira
qué pedazo de polla te espera, nena.
Noah
sonrió y se guardó la opinión. Cómo decirle que hacía unas
horas, justo en el desayuno de ese mismo día, se había follado una
polla de verdad. Una verga larga y gorda con una curva en la punta.
Se relamió pensando en esa polla que por desgracia no era la misma
que la del portador de la boca prodigiosa. Mientras el fulano la
ponía de patas para arriba para hincarla, a Noah le vino a la cabeza
la lista de hombres (y una mujer) que habían pasado por su cama. La
infinidad de posturas que había hecho y la de lugares en los que se
había corrido. Y en todos y en cada uno de esos recuerdos, descubrió
el mismo sentimiento de trozo de carne que en ese momento la
penetraba con embestidas rápidas y sudorosas. Carne de gafas
empañadas. Noah se supo como una mula. Esa mula que monta en carros
y le descargan las alforjas encima. Descargas de líquido blanco y
pegajoso. Olor salado que desemboca en un placer de círculo labial.
No pudo evitar reír al compararse así misma con una mula. Una
curiosa y paradójica mula de descarga. Se lo explicaría al fulano,
pero estaba demasiado entusiasmado en su traqueteo de rompe huevos.
Los notaba golpear en sus labios internos como badajos diminutos y
blandos. Se la estaba metiendo bien adentro.
—Te
gusta mi polla, ah!
Noah
de patas para arriba, apoyada en los hombros del fulano, soltó un
gemido. Le caían las gotas de sudor de él.
—Déjame
a mí encima.
Noah
se montó sobre él como buena mula obediente. Y se meneó, saltó,
jugó con su polla a que entrara y saliera despacio. A que entrara la
punta o su coño la engullera entera. El fulano resoplaba y le
azotaba el culo. Se mordía los labios. Las gafas se le llenaron de
gotas de sudor y se las quitó tirándolas sobre la almohada.
—Qué
culo tienes, nena. Quiero que me pegue en las pelotas.
Noah
cambió de táctica para complacer a su jinete. Sentó al fulano
sobre el borde la cama y ella se sentó de espaldas a él con su
culito pegado a las pelotas hasta que sus vellos rizados le hicieran
cosquillas en la vagina. Y volvió a cabalgar sobre él con la
pelvis y el abdomen contraídos para meneárselo bien. Fue
consciente de que se lo estaba follando con toda su rabia. Con la
boca apretada y sin gemir. Porque
no solo se tiraba al
fulano. Jodía con toda su lista de trozos de carne. A todos y cada
uno de esa carne empanada que la hacían abrirse de piernas. Había
olvidado lo que era sentir erizarse la piel al correrse. El punto
exacto de saber cuando viene el frío después del fogonazo del
orgasmo. Los temblores de gata que le daban al continuar con la polla
dentro, dejando que sus muslos se licuasen. El pegar un grito como
dios manda. Sentía rabia por la falta grave de su memoria de dejar
irse el recuerdo de la última vez que hizo el amor.
—Qué
salvaje, nena.
Y
Noah continuó dándole con el coño seco pero bien abierto por la
costumbre. El trabajo de mula aprendido a fuego.
El
fulano le abría el ojete a la vez que amasaba sus nalgas y enredaba
su melena entre los dedos que le quedaban libres. Noah no podía
verle relamerse, pero sí notaba el dedo pulgar queriendo darse paso
adentro.
—Joder,
nena. Me vas a matar, ah!
Noah
soltó un bufido y anotó otro tanto silencioso a las miles de veces
que oía las mismas palabras entre sus jinetes empanados. Era
buena follando. Lo sabía. Y se aprovechaba de su virtud para
castigar a sus capataces que querían descargar en ella. Era una mula
actuando a piñón fijo. Con las ojeras colocadas sobre las sienes.
Una mula que ya ni siquiera necesitaba la zanahoria para caminar.
—Me
voy a correr,nena.
Noah
casi respiró de alivio.
—Venga,
pequeño, hazlo.
El
fulano descargó. Alforjas vacías. Soltó un relincho que a Noah le
pareció más bien un rebuzno de perro. Iba chorreando sudor. Noah se
indignó. No entendía por qué tanta transpiración, si había hecho
ella todo el trabajo. Se calló y le dio un pico breve como un gesto
mecánico de cariño.
—Ha
sido increíble, nena. Te gustó, ah!
Y
buscó sus gafas sobre la almohada.
Noah
le tendió una toalla. Para qué responderle. Para qué contarle la
verdad. Cómo explicarle que se acababa de tirar a una mula.
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