Supe
que había vuelto a pasar. La vi coger un chicle de su bolso y se lo
metió en la boca con la palma de la mano abierta como si engullera
un manojo de cacahuetes. Salió a la calle y se sentó en el escalón
del porche con las piernas encogidas y la barbilla hundida hasta la
nariz. Masticando. Me quedé mirándola un rato desde la ventana.
Solo notaba el movimiento de su sien al masticar. Ni la brisa mecía
su pelo. Era como una imagen superpuesta en el porche. Una pegatina
en 3D. Dejé de pelar patatas y salí a buscarla.
Oyó
acercarme a sus espaldas pero no se movió. Me arrodillé junto a
ella y le froté los hombros. Fue como darle un masaje a la encimera
de la cocina.
—Si
quieres podemos cenar en el porche.
Hizo
explotar el chicle entre los dientes. Dejé de amasarle los hombros y
me senté a su lado. Casi pegado. Ella continuaba masticando.
—¿Qué
fue esta vez? —
Me rendí.
—Muchos.
Nueva
pompa con el chicle, pequeña, sin levantar la cara de las rodillas.
—¿Suficientes
para no entrar en casa?
—Son
muchos.
—Ya
—dije.
Y
golpeé mis rodillas con las palmas haciendo un redoble tamborilero.
—Entraron
por la cocina y ahí siguen —añadió
con la barbilla hundida.
—Muchos
¿no?
—No
me crees.
—No
digo eso.
Sacó
la cabeza de entre las piernas y me miró sin dejar de masticar con
la boca abierta. Movió la comisura de los labios queriendo sonreír.
—Tienes
la piel de gallina — me dijo.
Carraspeé
poniéndome el puño sobre la nariz.
—¿Qué
hay de cena? —
Preguntó.
Estuve
pensando un instante, mirándola a los ojos. Su imagen me continuaba
pareciendo fuera de contexto. Tragué saliva y respondí:
—¿Tienes
un chicle?
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