Subo
al tren a tempranas horas del día. Ayer fue la última vez que tomé
el cercanías y, hoy, me parece que ha pasado una eternidad desde el
último pitido que cerraba las puertas y me abandonaba a mi suerte de
camino a casa en el andén. Tengo suerte y consigo asiento. Enfrente
de mí hay una parejita quinceañera, monísima. Agarraditos de la
mano. Sonrío al verles y trago un puñado de arena. La ventanilla me
devuelve una claridad espesa que me hace dudar si ha salido el sol.
Pero el cielo no tiene nubes. Me pregunto si esa linda pareja que
viaja sin hablar, no le hace falta, mirando el paisaje urbano por la
ventanilla sabrá alguna vez que su amor tiene fecha de caducidad. No
puedo evitar sentir por ellos la compasión que un día me asoló a
mí primero. En fin, que disfruten de sus vistas a prados con árboles
raquíticos de ciudad y centros comerciales que prometen las
aventuras de ocio modernas para el atontamiento mental. Me regaño a
mí misma. No debo ser tan dura. Pero no puedo sentir otra cosa
cuando por mi ventanilla no veo más que panales de abeja
concentrados en alturas de hormigón armado. Sí, me siento como una
abeja que ha perdido la orientación de su enjambre. Una solitaria
abeja que se descarrió en su día por buscar el néctar perfecto y
solo encontró la certeza de que la miel de mil flores es una
etiqueta hipócrita que se vende en los supermercados.
Panales.
Así está dividido mi corazón, en pedacitos hexagonales perfectos
que lloran cada uno por un motivo, deshidratándose ante la evidencia
de que la vida no tiene jalea real y no es más que un cuento de
hadas efímero para adolescentes. Siento que en mi pecho crece una
colmena de algodón que cada vez absorbe más mi alma. Una enredadera
que seca la esencia de la confianza y la licua a través de las venas
aorta y cava aliñadas con algún licor de pacotilla. Sí, me
pregunto si veré el sol hoy. Pero el tren se ha sumergido en un
túnel y la parejita adolescente aprovecha para darse un beso. Y
vuelvo a sonreír. Trago un ovillo de lana.
En
la última parada, subió un chico que se quedó de pie en el pasillo
pegado a mi asiento. No para de mirarme. Le miro con cierto descaro
cuestionándole por su atrevimiento. Él me guiña un ojo. Yo agito
la cabeza para contener una carcajada sarcástica y aparto mi vista
hacia la ventanilla. Sigo viendo los panales de abeja con sus
cristales tan limpios y tan brillantes hacia un cielo todavía sin
sol.
Mi
parada. Bajo. El tipo de la mirada interesante roza apropósito la
manga de mi abrigo. No miro atrás, solo quiero bajar. Pero me da
tiempo a echar un último vistazo a la linda pareja que en todo el
trayecto, ni habló, ni se movió, ni separaron sus manos. Las
puertas se cierran con el pitido que te abandona en el andén. No sé
por qué, me espero a que el tren se vaya de la vía mirándolo como
una boba. Ya me parece que haya pasado un siglo desde que subí en él
por la mañana. Me alejo de la estación pensando en la parejita del
tren y mi único deseo es que nunca vayan al supermercado a por miel
de mil flores.