jueves, 25 de abril de 2013

Panales



Subo al tren a tempranas horas del día. Ayer fue la última vez que tomé el cercanías y, hoy, me parece que ha pasado una eternidad desde el último pitido que cerraba las puertas y me abandonaba a mi suerte de camino a casa en el andén. Tengo suerte y consigo asiento. Enfrente de mí hay una parejita quinceañera, monísima. Agarraditos de la mano. Sonrío al verles y trago un puñado de arena. La ventanilla me devuelve una claridad espesa que me hace dudar si ha salido el sol. Pero el cielo no tiene nubes. Me pregunto si esa linda pareja que viaja sin hablar, no le hace falta, mirando el paisaje urbano por la ventanilla sabrá alguna vez que su amor tiene fecha de caducidad. No puedo evitar sentir por ellos la compasión que un día me asoló a mí primero. En fin, que disfruten de sus vistas a prados con árboles raquíticos de ciudad y centros comerciales que prometen las aventuras de ocio modernas para el atontamiento mental. Me regaño a mí misma. No debo ser tan dura. Pero no puedo sentir otra cosa cuando por mi ventanilla no veo más que panales de abeja concentrados en alturas de hormigón armado. Sí, me siento como una abeja que ha perdido la orientación de su enjambre. Una solitaria abeja que se descarrió en su día por buscar el néctar perfecto y solo encontró la certeza de que la miel de mil flores es una etiqueta hipócrita que se vende en los supermercados.
Panales. Así está dividido mi corazón, en pedacitos hexagonales perfectos que lloran cada uno por un motivo, deshidratándose ante la evidencia de que la vida no tiene jalea real y no es más que un cuento de hadas efímero para adolescentes. Siento que en mi pecho crece una colmena de algodón que cada vez absorbe más mi alma. Una enredadera que seca la esencia de la confianza y la licua a través de las venas aorta y cava aliñadas con algún licor de pacotilla. Sí, me pregunto si veré el sol hoy. Pero el tren se ha sumergido en un túnel y la parejita adolescente aprovecha para darse un beso. Y vuelvo a sonreír. Trago un ovillo de lana.
En la última parada, subió un chico que se quedó de pie en el pasillo pegado a mi asiento. No para de mirarme. Le miro con cierto descaro cuestionándole por su atrevimiento. Él me guiña un ojo. Yo agito la cabeza para contener una carcajada sarcástica y aparto mi vista hacia la ventanilla. Sigo viendo los panales de abeja con sus cristales tan limpios y tan brillantes hacia un cielo todavía sin sol.
Mi parada. Bajo. El tipo de la mirada interesante roza apropósito la manga de mi abrigo. No miro atrás, solo quiero bajar. Pero me da tiempo a echar un último vistazo a la linda pareja que en todo el trayecto, ni habló, ni se movió, ni separaron sus manos. Las puertas se cierran con el pitido que te abandona en el andén. No sé por qué, me espero a que el tren se vaya de la vía mirándolo como una boba. Ya me parece que haya pasado un siglo desde que subí en él por la mañana. Me alejo de la estación pensando en la parejita del tren y mi único deseo es que nunca vayan al supermercado a por miel de mil flores.