jueves, 2 de febrero de 2012

Historias de mudanzas

Así la conocí. Pintando mariquitas rojas en las paredes de su cuarto. Esas mariquitas sabían caminar. Cada vez que iba a visitarla estaban en un lugar distinto. Algunas comían pan. Ella se lo guardaba debajo de la almohada. Nunca quiso enseñarme a fumar, pero sí a reír. Me mostró el significado de la palabra amistad sin llamarme ni una sola vez. Siempre lo hacía yo. Me escribía mensajes cortos y se quejaba de que los míos eran muy largos. No lo podía evitar. No me enseñó a escribir menos, tampoco. En el fondo, creo que le gustaban. Para leérselos después a sus mariquitas los días que no iba a verla.
Era muy despierta con los ojos pequeños y lentillas grises.  Un culo inquieto de alma libre y borrascosa. Un día se iba a Londres, al siguiente a Estambul. Total, solo llegamos a Roma y comimos crepes en Notre Dame. Pero siempre las ideas en cajas de embalaje, por si acaso. Quedó pendiente la siguiente parada. Todo se andará. Quizá nuestras vueltas de tuerca nos traigan más paredes pintadas y cajas que rellenar. Contaré como intimidad que los miércoles era nuestro día. Esperaré a que el sol tueste otra vez nuestros tatuajes. Le prometí dejar de hacer top-less. No sé yo. También le prometí no olvidarla. Eso sí. Ella viene siempre conmigo porque cuando la conocí, pintó una mariquita en mi corazón.

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