lunes, 7 de noviembre de 2011

Raro

Me levanté y descubrí en el espejo que me faltaba un ojo. Así, de repente. No me dolía. Metí el dedo índice en el hueco y hurgué la profundidad de aquel agujero negro que tenía en la cara. Me hacía gracia tener aquel vacío y rompí a reír como un loco delante del espejo. Pensé que, a lo mejor, me lo había dejado tirado por algún rincón de mi cuarto. O, quizá, ella me lo había quitado mientras dormía. A veces, hacía esas cosas. Una vez, me sacó tres muelas y me cortó una oreja. Las escondió por la casa y me hizo buscarlas en calzoncillos. Le gustaba hacer eso. No las encontré ese día. Ni volví a ver mis muelas y mi oreja. Y me acordé de ellas mientras hurgaba en mi agujero negro.
Regresé a mi habitación para buscar mi ojo. O preguntarle a ella dónde lo había puesto. Habíamos follado, pero no me acordaba. Su silueta estaba todavía marcada en el colchón. No estaba en casa. Lo sabía. Al igual que sabía de la misma manera insólita que habíamos follado aunque no me acordara. Tenía una buena sensación en la entrepierna. Me gustó ese cosquilleo y me dio ánimos para buscar mi ojo. Comencé a mirar debajo de la cama. Solo había enormes pelusas que me saludaron al verme. Algunas jugaban a los bolos con las más pequeñas. Les pregunté por mi ojo pero no sabían. Revolví el armario. Saqué toda la ropa, la puse sobre la cama. Rebusqué como buscan las marujas las gangas en los mercadillos. La metí hecha un barullo de nuevo dentro. Creo que se quedaron algunos jerséis por el suelo. Fui hasta la cocina. Seguro que ella me lo habría escondido antes de irse. Dentro del microondas solo había salsa de tomate morada. Las alacenas estaban llenas de calcetines sucios y chocolatinas derretidas. Pero ni rastro de mi ojo. Me rendí. Adiviné que no lo encontraría en casa. Como sabía que había follado con ella. Me rasqué la bragueta. Se me ocurrió que, tal vez, lo continuara llevando ella encima para seguir jugando un poco. A lo mejor, lo había metido junto con las muelas y la oreja en una bolsa del Carrefour. Le gustaba hacer eso.
Decidí ir a su casa y preguntarle por mi ojo. Al salir, me topé con un tanguita rojo que podría compararse con un hilo dental. Estaba colgado del pomo de la puerta. No sé por qué lo cogí y lo guardé en mi bolsillo. Recuerdo que me encontré de sopetón en la calle. No bajé ninguno de los noventa y cuatro escalones de mi quinto piso sin ascensor. Me intrigó bastante, la verdad. No le di mucha importancia en cuanto me fijé que las aceras eran latas de refrescos usadas. Superpuestas unas con otras. Me lié a patadas con ellas y estuve entretenido hasta la boca del metro. Encontré a unos chavales jugando al fútbol con las latas, me uní a ellos dando latazos a lo bestia. Los chavales llevaban zapatos de tacón pero corrían como auténticos profesionales.
— ¡Eh! Tío, te falta un ojo.
Me dijo uno de los chavales.
—Lo voy buscando. ¿No lo habréis visto por aquí?
—No tío, lo siento.
Y dio un chute con su tacón a una lata que rompió el cristal de una ventana. De la que salió una vieja con más de cuarenta gatos a darnos garrotazos. La vieja loca ignoró a los chavales con tacón y comenzó a seguirme con el garrote en alto. Corrí. Corrí como un galgo con tal de que aquella loca no me partiera la crisma. Pero mis pies no se movían del sitio. Y yo me esforzaba por apartarme de la vieja que avanzaba hacia mí a cámara lenta agitando su bastón en el aire. Entonces, pisé dos latas y se convirtieron en patines. Y pude escapar de la vieja y sus cuarenta gatos. Llegué al metro por fin. Bajé las escaleras resbalando mis patines por la barandilla. Y en el descenso despeiné a una señora en la coronilla y le salté la boina a un abuelete con palillo en la boca.
Subí al primer vagón de metro que encontré sin reparar qué línea era ni hacia dónde iba ni nada. Subí y punto. Al poco de estar ahí, de pie, agarrado a una barra, me di cuenta que todos los pasajeros del vagón tenían un ojo colgado en el cinturón a modo de llavero. Intrigado, le pregunté a una chica que tenía cerca que por qué llevaba un ojo colgando. Me dijo que era de repuesto, por si perdía uno. Le pregunté por mi ojo, si lo había visto y eso. Ya no me hacía tanta gracia tener aquel vacío en mi cara. La chica debió molestarse con mi insistencia sobre ojos, porque se levantó de su asiento, me dijo no sé qué y se convirtió en humo. Se coló por debajo de la rendija y desapareció. Me fijé que los demás pasajeros del vagón me miraban y señalaban con el dedo el hueco de mi cara. Se reían diciendo que tenía cara de gilipollas. Les escuchaba. De repente, comencé a sentir calor, calor… Y que me salía humo literal de la oreja que me quedaba. Temí convertirme en humo yo también y bajé en cuanto el tren llegó a una estación. Bajé sin reparar si era la mía. Me fui y punto.
Ya en la calle, volví a liarme a patadas con las latas de las aceras. Le di un fuerte puntapié a una de la que salieron una infinidad de grillos. Comenzaron a subirme por las piernas. Me puse a darme manotazos como un desquiciado para quitarme aquellos bichos negros y con patas. Pero eran demasiados y no daba abasto. Una familia de pelusas que pasaba por allí, se ofreció a ayudarme. Al cabo de un rato, de manotazos frenéticos y saltos compulsivos, conseguí quitarme los grillos de  encima. Agradecido a la familia de pelusas, le di la dirección de mi casa para que hicieran migas con las que tenía debajo de mi cama. Aceptaron encantadas.
Se hizo de noche muy rápido. Vi a un pintor subido a un andamio pintando la noche con una brocha gorda. Otro iba detrás con un aspersor poniendo purpurina en el cielo. Me apeteció soplar con el chisme aquel que zumbaba de lo lindo, pero me acordé de mi ojo y quise darme prisa en quitarme la cara de gilipollas. Doblé dos esquinas y llegué hasta un portal con una puerta de madera vieja pintada de verde lima. Continuaba escuchando a lo lejos el aspersor de purpurina. Cómo zumbaba. Pero me centré en  la puerta verde y en encontrar mi ojo. Agarré el enorme picaporte negro que había justo en medio. En cuanto puse mi mano, el picaporte se movió y le salieron patas de tarántula. Negras y peludas. Se retorcieron en mis dedos y apretaron hasta dejarme los dedos morados como la salsa de tomate del microondas. El dolor me quitaba la respiración. Aquella viuda negra no quería soltarse. Entonces, me acordé. Busqué en mi bolsillo el tanga rojo y lo usé a modo de tirachinas. Catapulté a la araña hasta dejarla pegada en la purpurina del cielo. Creo que el pintor se enfadó un poco, porque me pareció oírle refunfuñar por encima del zumbido del aspersor.
La puerta se abrió y entré. Subí escalones y no sé por qué los conté. Me resultó sospechoso que me dieran noventa y cuatro peldaños. Al llegar arriba, la sospecha se hizo palpable en cuanto descubrí que estaba de nuevo en casa. Entré. Me miré en el espejo del recibidor. Qué grima aquel agujero negro en mi cara. Llevaban razón, tenía cara de gilipollas. Encontré a la familia de pelusas jugando a los bolos con las demás. Ella estaba en la cocina comiendo una de esas chocolatinas derretidas. Llevaba puesto su hilo dental rojo. Me pregunté cómo había llegado hasta ahí. Pero no le dije nada, por miedo a que de su vello púbico saliera otra araña de esas. La saludé. Ella me miró con la boca manchada de chocolate.
—Te sienta bien la cara de gilipollas.
—Muy graciosa. No encuentro mi ojo.
—Apenas se nota.
—Eso lo dirás tú.
—Estoy cachonda.
Y la bragueta me apretó los pantalones. Se me olvidó el ojo y el agujero negro. La cogí en brazos y me la llevé al dormitorio. Las pelusas salieron y se fueron al comedor a seguir su partida. La tumbé encima de la cama y me acerqué a mi mesilla de noche para coger un condón. Y allí estaban, bien alineaditas, tres muelas y una oreja.


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