Después
del fogonazo blanco, la barquichuela se queda encallada en el fondo
de la laguna evaporada. Remuevo el cieno con una cuchara sopera y
escucho el silencio. La luz blanca se llevó a los lobos junto con el
agua. Ya no hay nada. La cuerda de la cintura se desintegró con el
muelle. Ya no hay nadie esperándome. Silencio. Tengo miedo a salir
del bote. El cieno está demasiado blando y corro el riesgo de
hundirme. Ahora, soy yo la que he de esperar. La que ha de quedarse
inerte en medio de un paraje que yo misma elegí. Esperaré a que el
suelo se ponga duro y poder pisar. Qué tonta al creer que controlaba
mi cuenta atrás. Qué ingenua al pensar que mi onda expansiva
arrasaría cual masacre de guadañas. Llegué a imaginar que, tras la
explosión, un manto negro de sombras se alzaría sobrevolando la
ciudad como un águila real planea sobre los conejos y ese terrible
manto, producto de mis espinas, sesgaría las calles guillotinando a
cada cual que se cruzara por su camino. Pues eso, tonta rematada al
no distinguir bien que lo que tenías entre las manos, en verdad, no
era el extremo de la cuerda de mi cintura sino el detonador de la
bomba. Me cegué tanto en mis heridas que no caí en la certeza de
que tú eras el artificiero de mi destino. Le diste al botón. El
tic-tac llegó a su clic y todo se volvió blanco. Silencio. Has
conseguido que llegara al fondo de la laguna, tal y como yo quería,
no sé si darte las gracias. Porque yo no quería secar la laguna ni
matar a los lobos. Solo deseaba que las aguas negras amortiguaran la
explosión. Ahora me has dejado aislada dentro de un espejo cenagoso
a la espera de volver a endurecerme, porque los músculos se hicieron
de plastilina después de la luz. El silencio ha borrado al sol y
todo está taciturno en un gris verdoso que hace escuadra con el
fango de mis pies.
Seguro
que te estarás riendo. Te imagino sentado en tu sofá cambiando de
canal, ya no ponen documentales sobre lobos albinos. Ahora se ven
chacales mordisqueando costillas de camello muerto. Dunas de arena
fina que el viento las dibuja y las mueve a su antojo. Eso no te
aburre y ya no vas a buscarme. Qué tonta al creer que podrías
salvarme de mi cuenta atrás. Qué ingenua al pensar que lo que
esperabas en el borde del muelle era a mí. Mientras escuchaba el
dulce tic-tac de mi espalda, llegué a imaginar que si me dejaba
arrastrar hacia la orilla y permitía que me envolvieras en tus
brazos, extinguirías esas espinas que sembraban mis vísceras que
eran las encargadas de hacer la función de eslabones en las ruedas
de engranaje del mecanismo de la bomba. Solo así, el manto de
sombras guardaría la guadaña y no saldría a planear a vista de
águila. Pero no, estúpida declarada, todo eso no pasó. Creí que
los efectos secundarios de mi bomba atómica serían nefastos,
nocivos para todo aquel que me tocara y resulta que ahora, una
cuchara sopera me enseña la idiotez de mis pensamientos
justificándose con la clausula número dos del contrato de la letra
pequeña donde específica que soy la única hereditaria del dolor
ajeno de corazón. Un cieno baboso me descubre una realidad de
silencio y grises más dura de lo que yo podría soportar mofándose
de una bomba atómica que se quedó a la altura de mina anti persona.
Pienso en llorar y mi rabia y mi orgullo me acuchillan los ojos y me
obligan mirar a la luz. El fogonazo blanco que todo calcinó.
Esperaré a que el suelo se ponga duro y mi cuchara se doble cuando
la incruste en el fango pestilente. Esperaré a que se quede clavada
como una estaca y no pueda sacarla para dejar constancia de mi herida
en alguna parte. Sé que en la tele algún día dejarán de emitir
documentales, quizá en la laguna vuelva a proliferar el agua, pero
para entonces, mis oídos estarán sordos de tanto escuchar el
silencio, mis ojos ciegos después del fogonazo blanco. Mi corazón
desnudo sin un manto de sombras que lo cubra y mis vísceras en carne
viva. Irritaciones de un espejo mudo que se cansó de empañarse de
vaho y devolver imágenes de leyendas urbanas. Esos son los
verdaderos efectos secundarios de una explosión de bomba atómica:
después de la luz, nos quedamos encallados en un silencio inerte que
te hunde en un fango gris. Te deja una cuchara sopera como única
arma de supervivencia y un prospecto de letra pequeña que no podrás
leer por la ceguera.
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