martes, 4 de diciembre de 2012

Efectos secundarios


Después del fogonazo blanco, la barquichuela se queda encallada en el fondo de la laguna evaporada. Remuevo el cieno con una cuchara sopera y escucho el silencio. La luz blanca se llevó a los lobos junto con el agua. Ya no hay nada. La cuerda de la cintura se desintegró con el muelle. Ya no hay nadie esperándome. Silencio. Tengo miedo a salir del bote. El cieno está demasiado blando y corro el riesgo de hundirme. Ahora, soy yo la que he de esperar. La que ha de quedarse inerte en medio de un paraje que yo misma elegí. Esperaré a que el suelo se ponga duro y poder pisar. Qué tonta al creer que controlaba mi cuenta atrás. Qué ingenua al pensar que mi onda expansiva arrasaría cual masacre de guadañas. Llegué a imaginar que, tras la explosión, un manto negro de sombras se alzaría sobrevolando la ciudad como un águila real planea sobre los conejos y ese terrible manto, producto de mis espinas, sesgaría las calles guillotinando a cada cual que se cruzara por su camino. Pues eso, tonta rematada al no distinguir bien que lo que tenías entre las manos, en verdad, no era el extremo de la cuerda de mi cintura sino el detonador de la bomba. Me cegué tanto en mis heridas que no caí en la certeza de que tú eras el artificiero de mi destino. Le diste al botón. El tic-tac llegó a su clic y todo se volvió blanco. Silencio. Has conseguido que llegara al fondo de la laguna, tal y como yo quería, no sé si darte las gracias. Porque yo no quería secar la laguna ni matar a los lobos. Solo deseaba que las aguas negras amortiguaran la explosión. Ahora me has dejado aislada dentro de un espejo cenagoso a la espera de volver a endurecerme, porque los músculos se hicieron de plastilina después de la luz. El silencio ha borrado al sol y todo está taciturno en un gris verdoso que hace escuadra con el fango de mis pies.
Seguro que te estarás riendo. Te imagino sentado en tu sofá cambiando de canal, ya no ponen documentales sobre lobos albinos. Ahora se ven chacales mordisqueando costillas de camello muerto. Dunas de arena fina que el viento las dibuja y las mueve a su antojo. Eso no te aburre y ya no vas a buscarme. Qué tonta al creer que podrías salvarme de mi cuenta atrás. Qué ingenua al pensar que lo que esperabas en el borde del muelle era a mí. Mientras escuchaba el dulce tic-tac de mi espalda, llegué a imaginar que si me dejaba arrastrar hacia la orilla y permitía que me envolvieras en tus brazos, extinguirías esas espinas que sembraban mis vísceras que eran las encargadas de hacer la función de eslabones en las ruedas de engranaje del mecanismo de la bomba. Solo así, el manto de sombras guardaría la guadaña y no saldría a planear a vista de águila. Pero no, estúpida declarada, todo eso no pasó. Creí que los efectos secundarios de mi bomba atómica serían nefastos, nocivos para todo aquel que me tocara y resulta que ahora, una cuchara sopera me enseña la idiotez de mis pensamientos justificándose con la clausula número dos del contrato de la letra pequeña donde específica que soy la única hereditaria del dolor ajeno de corazón. Un cieno baboso me descubre una realidad de silencio y grises más dura de lo que yo podría soportar mofándose de una bomba atómica que se quedó a la altura de mina anti persona. Pienso en llorar y mi rabia y mi orgullo me acuchillan los ojos y me obligan mirar a la luz. El fogonazo blanco que todo calcinó. Esperaré a que el suelo se ponga duro y mi cuchara se doble cuando la incruste en el fango pestilente. Esperaré a que se quede clavada como una estaca y no pueda sacarla para dejar constancia de mi herida en alguna parte. Sé que en la tele algún día dejarán de emitir documentales, quizá en la laguna vuelva a proliferar el agua, pero para entonces, mis oídos estarán sordos de tanto escuchar el silencio, mis ojos ciegos después del fogonazo blanco. Mi corazón desnudo sin un manto de sombras que lo cubra y mis vísceras en carne viva. Irritaciones de un espejo mudo que se cansó de empañarse de vaho y devolver imágenes de leyendas urbanas. Esos son los verdaderos efectos secundarios de una explosión de bomba atómica: después de la luz, nos quedamos encallados en un silencio inerte que te hunde en un fango gris. Te deja una cuchara sopera como única arma de supervivencia y un prospecto de letra pequeña que no podrás leer por la ceguera.

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