La
última bofetada sonó hueca y salpicó un poco más allá de la
marca que mis narices habían manchado en la pared. Me tendió un
pañuelo de su bolsillo lleno de mocos y me exigió que lo limpiara,
pero no me dijo que me quitara la sangre de la boca que me resbalaba
por las fosas nasales y brotaba de mis dientes. Le miré sin
pestañear, agarré su maloliente pañuelo y froté la pared
empapando la sangre como una esponja. Mi padre carraspeó y se ajustó
el cinturón sobre la bragueta antes de dejarme sola. Lo limpié pero
siempre quedó una sombra rosácea como prueba del delito. Que
todavía me mira cuando voy a casa a cambiarle los pañales.
Los
platos volaban cuando al huevo le faltaba sal o las patatas estaban
demasiado hechas. Le gustaba la carne con un puntito de sangre en el
filete porque decía que le recordaba a mis narices. Ahora le
recuerdo yo las trayectorias de esos ovnis flotantes que se
estrellaban contra los muebles u otras veces en mi espalda, una vez
fue en el costado y dormí con una fractura en la costilla que me
pinchaba al respirar. Es gracioso ver cómo en los filetes se va
extinguiendo la sangre y las fosas nasales se quedan secas sin más
líquido que soltar, ni mocos ni lágrimas ni glóbulos rojos. Le
recuerdo todo eso callada, con el sonido sordo que hace al sorber el
sopicaldo soso y sin colorante que le toca para comer y que muy
pacientemente voy acercando a su boca. Me veo tentada a darle un
pañuelo sucio para que se limpie los churretes de sopa. Pero en
lugar de eso, extiendo una moderna servilleta de papel absorbente de
verdad. Supongo que la tecnología quiso esperar a relucir para que
yo tuviera una mancha rosácea a la que mirar cada vez que entraba en
casa.
Aprendí
a convivir con ello cuando me acostumbré al tamaño de mis muslos.
Cuando ya dejó de pincharme el costado cada vez que respiraba.
Cuando de mis dientes ya no brotaba más sangre. Pero que no se
confunda porque voy a verle y le lavo el culo. No quiero que piense
que todo aquello se olvidó. Porque he de confesar que todavía me
recorre un escalofrío cuando la mancha en la pared me mira. Respiro
hondo y surge el pinchazo en la costilla derecha. Me acerco a su cama
para arroparle después de su sopa aguachirle y sus pañales secos,
le pongo la sábana bien ajustada al cuello y le miro sin pestañear
antes de cerrar la puerta.
Gran virtud tener presente la mirada de una mancha y obrar con el corazón.
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