Era
extraño que hubieran moscas en esa época del año. Estaban muy
pesadas dándose trompicones por los muebles. Atontadas rebotando en
mi nuca mientras barría la cocina. Entonces, me acordé de mi amigo
el de los caballos. Me contó una vez, que era muy molesto cambiar
las herraduras de los caballos con las moscas enfadadas en esa época
del año. Ahí fue cuando me enteré que las moscas mordían. Daban
bocados, esa fue su expresión exacta. He de admitir que me
impresionó tal afirmación, siempre creí que las moscas eran los
carroñeros bobalicones de los insectos, sin más función que la de
estropear la siesta en verano.
Terminé
de barrer y dejé la escoba apoyada en algún azulejo. Solo quería
sentarme y cerrar los ojos. El zumbido de las moscas y los golpecitos
de sus colisiones me acompañó hasta el sofá. Estaban muy
enfadadas, deduje. Pensé en los caballos y los imaginé con sus
elegantes colas degradándolas al nivel de plumeros espanta moscas.
Mi amigo me explicó que la mordedura de mosca es tan potente que
hasta se hacen notar en la dura piel de los caballos, sus bocados son
capaces de traspasar el pelaje y pinchar al animal, los pobres agitan
sus tremendas colas y relinchan angustiados y él debe tener cuidado
de no llevarse una coz cuando le martillea los clavos a las
herraduras. Duro trabajo, deduje. Continué con los ojos cerrados y
las moscas por mis brazos. Alguna atrevida se posaba en mi nariz.
Entonces, pensé en mi amigo y cómo me tocaba la punta de la nariz
con el dorso del dedo índice. Luego reía cuando yo me rascaba
desesperada por las cosquillas.
Mi
amigo desapareció un día de septiembre, llevándose consigo el
fenomenal misterio del mundo equino y solo me dejó el sonido de las
moscas enfadadas. Bonito regalo, deduje. Estando ahí sentada con los
ojos cerrados, se me ocurrió que nadie me había vuelto a tocar la
nariz con el dorso del dedo índice, doblándolo en forma de pirámide
con sus falanges. Un dedo único, bruto y basto de callos de poner
herraduras y sujetar los imperios de unos titanes tan distinguidos.
Mi amigo era único en muchas cosas. Tenia habilidades un tanto
peculiares como conducir con las rodillas y jugar al fútbol bailando
salsa. Metía goles, estaba fichado en el equipo local. Nunca fui a
verle jugar, se marchó antes de que sacara el abono. Será que, otra
de sus cualidades, era imitar a los niños cuando juegan hasta la
saciedad con sus juguetes nuevos, una jornada intensiva de arrumacos
y afectos que luego se evaporan aburridos y cansados por el
desencanto del fin de la novedad. Después, los dejan tirados en el
cofre de los trastos y vuelven a su muñeco andrajoso de toda la
vida. Exacta conclusión, deduje. Me froté las sienes intentando
mitigar la punzada de migraña que me amenazaba el ojo derecho. Una
mosca se golpeó contra la escoba y la oí caer en algún punto del
suelo de la cocina. No me importó lo más mínimo. Mis ojos sellados
por una cremallera de pestañas. El zumbido de las moscas. Se me
posaban por la cara y me las espantaba deprisa antes de que pudieran
morderme. Supongo que en lo de los bocados no me mintió, deduje. Mi
amigo el de los caballos viajaba mucho de una cuadra a otra, con el
maletero hasta los topes de diferentes herraduras, clavos y
martillos. Ahí me enteré que los caballos usan número de pie como
los humanos y que cada animal tolera un tipo de herraje como nosotros
con el cuero o la piel de los zapatos. Curioso, deduje. Lo que mi
amigo no me contó, pero yo fui capaz de deducir, fue que los
caballos nunca dejan que otro cuidador les peine la crin. Prefieren
llevar sus pelos enredados y hacer nidos de moscas antes de engañar
al joker que los monta con efusivos relinchos de placer y planes de
fútbol dominguero. Son seres leales y firmes que no utilizan los
juguetes nuevos para luego dejarlos secar en la era. En su código de
sentimientos no está la desfachatez del despecho de usuario.
Mi
amigo el de los caballos me dijo que los equinos echan de menos y que
lloran a sus muertos. Será verdad, no lo sé. Solo sabía que era
muy extraño que hubieran moscas en esa época del año. Que ninguna
me dio un bocado ni una sola vez y que en mi casa, ya no olía a
caballo muerto. Abrí los ojos, me levanté y abrí las ventanas para
que las moscas salieran. Fui a la cocina a recoger la escoba del
suelo. Los zumbidos se centraron en el salón, en una desesperada
lucha por salir a la calle. Bonita espera, deduje.
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