martes, 4 de diciembre de 2012

Moscas en la casa


Era extraño que hubieran moscas en esa época del año. Estaban muy pesadas dándose trompicones por los muebles. Atontadas rebotando en mi nuca mientras barría la cocina. Entonces, me acordé de mi amigo el de los caballos. Me contó una vez, que era muy molesto cambiar las herraduras de los caballos con las moscas enfadadas en esa época del año. Ahí fue cuando me enteré que las moscas mordían. Daban bocados, esa fue su expresión exacta. He de admitir que me impresionó tal afirmación, siempre creí que las moscas eran los carroñeros bobalicones de los insectos, sin más función que la de estropear la siesta en verano.
Terminé de barrer y dejé la escoba apoyada en algún azulejo. Solo quería sentarme y cerrar los ojos. El zumbido de las moscas y los golpecitos de sus colisiones me acompañó hasta el sofá. Estaban muy enfadadas, deduje. Pensé en los caballos y los imaginé con sus elegantes colas degradándolas al nivel de plumeros espanta moscas. Mi amigo me explicó que la mordedura de mosca es tan potente que hasta se hacen notar en la dura piel de los caballos, sus bocados son capaces de traspasar el pelaje y pinchar al animal, los pobres agitan sus tremendas colas y relinchan angustiados y él debe tener cuidado de no llevarse una coz cuando le martillea los clavos a las herraduras. Duro trabajo, deduje. Continué con los ojos cerrados y las moscas por mis brazos. Alguna atrevida se posaba en mi nariz. Entonces, pensé en mi amigo y cómo me tocaba la punta de la nariz con el dorso del dedo índice. Luego reía cuando yo me rascaba desesperada por las cosquillas.
Mi amigo desapareció un día de septiembre, llevándose consigo el fenomenal misterio del mundo equino y solo me dejó el sonido de las moscas enfadadas. Bonito regalo, deduje. Estando ahí sentada con los ojos cerrados, se me ocurrió que nadie me había vuelto a tocar la nariz con el dorso del dedo índice, doblándolo en forma de pirámide con sus falanges. Un dedo único, bruto y basto de callos de poner herraduras y sujetar los imperios de unos titanes tan distinguidos. Mi amigo era único en muchas cosas. Tenia habilidades un tanto peculiares como conducir con las rodillas y jugar al fútbol bailando salsa. Metía goles, estaba fichado en el equipo local. Nunca fui a verle jugar, se marchó antes de que sacara el abono. Será que, otra de sus cualidades, era imitar a los niños cuando juegan hasta la saciedad con sus juguetes nuevos, una jornada intensiva de arrumacos y afectos que luego se evaporan aburridos y cansados por el desencanto del fin de la novedad. Después, los dejan tirados en el cofre de los trastos y vuelven a su muñeco andrajoso de toda la vida. Exacta conclusión, deduje. Me froté las sienes intentando mitigar la punzada de migraña que me amenazaba el ojo derecho. Una mosca se golpeó contra la escoba y la oí caer en algún punto del suelo de la cocina. No me importó lo más mínimo. Mis ojos sellados por una cremallera de pestañas. El zumbido de las moscas. Se me posaban por la cara y me las espantaba deprisa antes de que pudieran morderme. Supongo que en lo de los bocados no me mintió, deduje. Mi amigo el de los caballos viajaba mucho de una cuadra a otra, con el maletero hasta los topes de diferentes herraduras, clavos y martillos. Ahí me enteré que los caballos usan número de pie como los humanos y que cada animal tolera un tipo de herraje como nosotros con el cuero o la piel de los zapatos. Curioso, deduje. Lo que mi amigo no me contó, pero yo fui capaz de deducir, fue que los caballos nunca dejan que otro cuidador les peine la crin. Prefieren llevar sus pelos enredados y hacer nidos de moscas antes de engañar al joker que los monta con efusivos relinchos de placer y planes de fútbol dominguero. Son seres leales y firmes que no utilizan los juguetes nuevos para luego dejarlos secar en la era. En su código de sentimientos no está la desfachatez del despecho de usuario.
Mi amigo el de los caballos me dijo que los equinos echan de menos y que lloran a sus muertos. Será verdad, no lo sé. Solo sabía que era muy extraño que hubieran moscas en esa época del año. Que ninguna me dio un bocado ni una sola vez y que en mi casa, ya no olía a caballo muerto. Abrí los ojos, me levanté y abrí las ventanas para que las moscas salieran. Fui a la cocina a recoger la escoba del suelo. Los zumbidos se centraron en el salón, en una desesperada lucha por salir a la calle. Bonita espera, deduje. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario