Olía
a azufre. El naranja del ocaso rebanaba con fuego el horizonte
violeta. Y yo, deslizaba mi mano por el cactus de su barba. Teníamos
los ojos cerrados y el pulso de su yugular me latía en el dedo
índice.
Quería
memorizar cada milímetro de su cara. Quemarme con el olor del
azufre. Quería grabarlo todo al detalle para cuando llegara el
apagón. Era inminente, sentía la presión de la amenaza apretando
las costillas, taponando los oídos. Con el apagón ya no olería más
a azufre y el cielo se convertiría en un azul cerúleo de lo más
común. Sería otro más de tantos que ocurren. Otra separación
marcada por kilómetros de distancia. Muchos. Demasiados. En otro
continente quizá, quién sabe si con mar. Por aquí es algo habitual
ese apagón. No avisa su llegada. No tiene ni fecha ni hora
establecida. Ni siquiera un puerto donde atracar. No se necesita
licencia para cruzar fronteras y mucho menos hay documentos oficiales
firmados. Simplemente todo se vuelve negro y la yugular deja de tener
pulso. El dedo índice se queda inerte sin ningún cactus con el que
pincharse porque pasará a ser la lánguida piel de un bebé neo nato
que llorará y crecerá a más de mil kilómetros de mí, quién sabe
si con mar.
Y
ahí estábamos con los ojos cerrados, aspirando los últimos retozos
del azufre que quemaba la bóveda del cielo. Ahí estábamos
memorizando huellas digitales esperando el apagón.
ᅳ¿Ha
pasado ya? ᅳme
preguntó.
ᅳ
Me sigue
pinchando tu barba.
ᅳ
No puedo
prometer que me afeitaré.
ᅳ
No te
pedí que lo hicieras.
ᅳ¿Faltará
mucho?
Le
mandé a callar poniendo mis labios con los suyos. Su saliva tenía
sabor a despedida y a mí se me congeló la yugular. No le dije nada
para no asustarle. Supe que el apagón estaba próximo. Nos quedaba
poco tiempo. Y no sabía qué decirle. Supuse que el silencio y mi
mano acariciando su cara serían más que suficientes para memorar el
momento previo al apagón. No era la primera vez. Otros vinieron.
Distintas caras, con distinto pelo. Pero siempre eran él. Al final
nos encontrábamos. Recorría los kilómetros a la redonda sin
descanso, cada palmo de ciudades y aldeas, cada centímetro cúbico
de cada trocito de mar. Todo, hasta dar con él. Daba igual los años
que pudieran pasar. A veces éramos dos ancianitos que resoplábamos
cansados en un par de mecedoras viejas y roídas en cualquier porche
o residencia, hablábamos idiomas distintos y no nos entendíamos
apenas, pero nos bastaba cogernos de la mano en silencio y saber que
la búsqueda había terminado.
Después
del apagón, el cielo vuelve a lucir su azul cerúleo bien brillante
en lo alto de la bóveda y se borran las pistas. Encontrarle era una
condena meticulosa tan entretenida y complicada como hallar agua en
los desiertos.
ᅳ¿Cómo
podré reconocerte otra vez? ᅳ
le dije.
Me
levantó la cara para obligarme a abrir los ojos. Encontré sus
pupilas justo en el centro microscópico de las mías y me respondió
muy serio:
ᅳ
Los
cactus siempre pinchan por algún lado.
Entonces,
todo se volvió negro. Sus pupilas se borraron de las mías. El pulso
paró de latir. Dejó de oler a azufre y se borraron las señas. El
contador de kilómetros se puso a cero otra vez y en alguna playa de
algún continente remoto se escuchó el llanto de un bebé al nacer.
jo que bonito!!!! Eso es amor verdadero.
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