viernes, 21 de junio de 2013

Ventanales de bolsillo


Lua descubrió que le gustaba demasiado asomarse a la barandilla de los balcones (cuántos más altos mejor) el mismo día que su marido le dio un beso en la frente antes de irse al trabajo. Esperó a las ocho en punto para despertar a sus hijos y prepararles para ir al colegio. Las mochilas con sus libros y los materiales del día en orden y bien colocados. La bolsa de gimnasia en el lado derecho del bolsillo grande justo al lado de los apuntes de mates. Los dibujos de plástica en sus fundas transparentes y pintados con ceras blandas. El almuerzo, toca fruta con sándwich de pollo. Esperó a que sonara la sirena del colegio y chirrió neumáticos calle abajo, todavía con el beso pesándole en la frente. A las dos clavadas debía estar la comida en su punto encima de la mesa. Ni fría ni caliente, con el mantel blanco por favor. Los niños se quedaban en el comedor y luego inglés y tenis. Mecanografía y kárate, los lunes. Mientras tiraba calle abajo, pensó en el beso en la mejilla de su marido de las dos de la tarde. Le dieron escalofríos. Lo imaginó sentándose frente al mantel blanco ajustándose la servilleta en el nudo de la corbata cogiendo el tenedor y preguntando por el menú del segundo plato. Se levantaría de la mesa dejando la servilleta arrugada sobre el plato vacío y le daría otro beso en la frente mientras se estuviera ajustando el nudo de la corbata otra vez. Habrían comido en silencio, con la única compañía del tintineo de los cubiertos al rozar con la loza de la vajilla y del sonido de las mandíbulas al masticar. Si le faltó alguna vez sal al guiso, Lua nunca lo supo.
Debía ir al supermercado, hacía falta aceite y algunas cebollas para el sofrito. Si veía esas galletas de chocolate que tanto les gustaba a los niños, quizá les compraría un paquete para merendar. Llegarían hambrientos del tenis y se las comerían sin destapar ni el envoltorio. Cogió un carrito y comenzó a pasear por los pasillos de la verdura. Cebollas, prietas y a buen precio. Pasillo de las galletas. Las preferidas de los niños. Se quedó mirando el carro y fue como una autómata hacia la caja. Le picaba la frente justo en el lugar del beso. Había cola. Miró el reloj. Era tarde, quizá no tendría la comida a las dos en punto. El plato estaría caliente. No habría beso en la frente, si no un portazo. La cola de la caja no se movía. Un código de barras que no quería leerse por los infrarrojos. Las manecillas avanzaban y las dos cada vez estaban más cerca. Pensó en barandillas de balcones y en vientos descarados que agitaban los flequillos. Pensó en asomarse. Necesitaba mirar al vacío. Por fin, llegó su turno en la caja. Lua puso toda su compra en la cinta transportadora negra. Continuaba asomada a la barandilla del balcón cuando la cajera hacía pitar las cebollas por el escáner. Entonces, Lua agarró con fuerza su bolso y salió corriendo hacia la calle dejando toda su compra en la cinta transportadora. No miró atrás y le importó bien poco la cara de asombro de la cajera y de los encogimientos de hombros en la cola. Salió y tomó aire a bocanadas como si hubiera estado con la cabeza bajo el agua más de un minuto. Llegó hasta el coche y volvió a chirriar ruedas en el asfalto en dirección a ninguna parte. Desabrochó el reloj de su muñeca izquierda y lo tiró por la ventanilla. Salió de la ciudad y pensó en algún lugar con balcones. Lamentó no haber pasado por casa para darse una ducha y frotarse la frente. Pero no daba tiempo. El acelerador la subía al balcón más alto. Y no sabía si tenía barandilla.
Detuvo el coche al borde de un acantilado, o lo que viene siendo lo mismo al pie de una azotea de dieciocho pisos. Subió corriendo los peldaños de la escalera de incendios del edificio. Solo se detuvo en el último escalón antes de abrir la puerta que conducía a la terraza de antenas y chimeneas metálicas de calefacciones. Tomó aire otra vez llenando al máximo su caja torácica, se atusó el pelo como si hubiera un príncipe azul esperándola entre los cables de luz que serpenteaban por el ático. Salió al exterior y una ráfaga de viento le removió el flequillo. Corrió al borde de la azotea tapiada con una especie de muro que le llegaba por la cintura. Se asomó a la calle y miró abajo. Los coches se veían pequeños como los de juguete de sus hijos. Pensó en ellos y en estar en casa para cuando llegaran del tenis. Le picó la frente y un pellizco en el pecho la hizo aferrarse más fuerte al borde del muro. Ahí abajo las personas caminaban con sus prisas repicando sus suelas de zapatos sobre las aceras como si quisieran dejar una huella, una pista para el siguiente, un legado para el próximo. Pero Lua quería desaparecer, sus suelas de zapatos no habían marcado ningún camino y ni siquiera en su casa le seguían los pasos. Era un ser invisible tocado con el don de beatitud de una buena ama de casa. Le gustó mirar hacia abajo y sentir el desafío de la gravedad. Pensó en la oficina de la planta veinte del edificio donde trabajaba su marido. Ella antes había estado en esa planta, mirando desde lo alto a través del ventanal. La luz del sol en la cara, los coches todavía eran más pequeños, pero no tenía con qué compararlos. El cristal de la ventana le daba la seguridad necesaria y la protegía del sonido de las suelas de zapatos de los demás. Sus tacones resonaban con fuerza y amortiguaban el escándalo del trote de los mocasines. Era feliz. Y nunca había pensado en balcones ni en comprar cebollas prietas. Echó de menos no tener un ventanal en el bolsillo para instalarlo cómodamente en el borde del muro de aquella azotea del piso dieciocho y mirar por él para volver a sentir los rayos de sol a través de un cristal y saber si aún la protegería. Saber si era capaz de borrar los besos en la frente. Pero a falta de ventanales que la detuvieran en su caída y a falta de agallas para lanzarse al vacío. Lua soltó un grito que retumbó los cristales de los edificios de la manzana. Se sentó en el suelo apoyando su espalda al muro de sus propias lamentaciones y se abrazó a las rodillas para encharcarlas en lágrimas de rabia.
No supo cuánto tiempo estuvo ahí. Pero alguien la zarandeó por el hombro y levantó la vista hacia ese alguien que la llamaba. Lua tenía el flequillo pegado a la frente. Delante de ella estaba su marido.
Lua, ¿qué estás haciendo aquí?
Lua se apartó el flequillo de la frente.
¿Cómo me has encontrado?
Te vi desde mi oficina, está justo enfrente.
Lua parpadeó un par de veces intentando pensar.
Aún no me has contestado, ¿qué haces aquí arriba?
Buscaba un ventanal de bolsillo.
¿Cómo?
Da igual.
Por cierto, me llamó la cajera del supermercado. Me dijo que te dejaste la compra en la caja y saliste corriendo. ¿Qué te pasa, Lua?
¿Cómo sabía la cajera tu número?
Su marido dudó antes de contestar. Pero Lua nunca escuchó la respuesta. Antes de dejar su huella particular en la acera, observó los coches cómo crecían de tamaño conforme su vuelo se agotaba y supo que sus hijos pronto ya no necesitarían los coches de juguete.

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