A
mi padre le gustaba la vida de Lean Bradly. Un personaje de novela
que siempre leía a escondidas. No le gustaba que le vieran leer. No
se centraba decía. Buscaba la penumbra de un flexo oxidado que
dibujaba la débil silueta de su vieja mecedora de madera hasta altas
horas de la noche. Lean Bradly era un cowboy del desierto texano con
sombrero de paja y rama de trigo entre los dientes. Yo también leía
sus aventuras de rancho a escondidas, cuando mi padre se quedaba
dormido en el balanceo de la mecedora con el libro abierto y apoyado
en el pecho. Se lo quitaba muy despacio deslizándolo de sus manos.
Subía al tejado por la escalera de la buhardilla y me iba a las
tierras rojas del Colorado y cuidaba las vacas de aquel tipo rudo con
mejillas sonrojadas y espaldas anchas. Así me gustaba imaginármelo,
como mi padre a veces me explicaba cuando me hablaba de su lejano tío
Bradly. Yo sonreía y le observaba dar esa calada llena de
satisfacción y parentesco a su cigarro. Mientras, me imaginaba sus
pulmones depurando el humo de los alvéolos.
A
Lissy Harper le ponía nerviosa que hablara de mi padre. Creí
escuchar el estallido de nuestro cenicero de Praga contra la puerta
cuando me marché. Arranqué mi Vito destartalada y puse rumbo a la
carretera. Pensé en el bebé. Lissy no me dejaría verlo de todas
formas. Busqué una emisora de radio que se oyera bien por la autovía
y continué con el pie en el acelerador.
Mi
padre era muy feliz cuando íbamos al huerto de la abuela. Nunca me
lo dijo. No decía nada, pero se le notaba por como inflaba las
costillas al respirar. Siempre anheló un rancho con hortalizas y
cereales, sería igualito al de Lean Bradly. Comenzó a hacer el
diseño del campo justo en el momento que heredó la mecedora de la
abuela y se compró el primer ejemplar de novela. En el rancho habría
vacas y un caballo negro. Alguna vez me contó que su tío Bradly
tenía un caballo pura sangre en el cobertizo y que, no lo había
visto, pero ganaba apuestas de la hípica. Un tipo interesante ese
tío lejano Bradly, yo sonreía de nuevo y me imaginaba el humo bajar
por la garganta.
A
mi padre no le conocí ninguna novia. Tampoco le pregunté por mi
madre. Nos iba bien así. Los dos. Siempre los dos. Él con su sol
texano en la nuca y yo con mis viajes astrales en el tejado. Era
divertido. Recuerdo una vez que me llevó a cenar a un restaurante de
comida rápida, intentó ligar con la camarera. Me hizo gracia verle
flirtear porque ponía esa sonrisa de tipo duro que le tiemblan las
rodillas. Estaba guapo. Él me dijo que no funcionó porque la
camarera se llamaba Laura y él nunca tuvo buen feeling con ese
nombre. Yo prefería llamarlas Lissy Harper. No sé el nombre de mi
madre. Pero lo que yo vi es que no sonó el violín adecuado y a la
camarera la esperaba un motero fornido en la salida trasera del
restaurante.
En
otra ocasión, fui yo el que interrumpió lo que en un principio
prometía ser un romance romántico a la salida del cine. Ahí no
sonreía como el tipo duro del restaurante ni le vi guapo, pensé que
solo era amable con la muchacha por simple cortesía. Más tarde
entendí, que tuve miedo de que se acabaran el balanceo de la
mecedora y las escapadas a la buhardilla.
En
la radio no sonaba nada interesante aquella mañana, las noticias
daban un zumbido mortecino que me calentaba la cabeza. Giré la
ruedecilla del buscador de emisoras, me hubiera conformado con
cualquier guitarra country. Me apetecía escuchar country. Pero no.
Lástima que no llevara ningún casete en la Vito. Aún así, no
apagué la radio. La inercia de mi viaje sin rumbo, me hizo pararme
en la huerta de la abuela. Ya no había nadie allí, hasta las
tierras se habían cansado de producir berenjenas. La casa de campo
no era más que un cobertizo de ladrillo rojo cubierto de polvo y
soledad.
Aparqué
la Vito justo en la entrada embarrada y dejé que la brisa de la
nostalgia me llenara los pulmones y pensé en los alvéolos de mi
padre. Me di cuenta que había inflado las costillas como lo hacía
él. Sonreí y caminé hacia el viejo alcornoque que yo mismo planté
cuando tenía cuatro años y que creció fuerte y robusto bajo la
supervisión de mi abuela y mi padre. Era mi lugar de refugio cuando
quería pensar. Bajo su sombra construí una cruz de madera en
simbología de la tumba de mi abuela y posteriormente de mi padre.
Sus cuerpos no yacían bajo esas tierras pero a mí me era más
fácil velarles desde ahí. Me senté y acaricié la madera marrón y
carcomida de la cruz. Estuve así un buen rato. Callado. Pensando en
el bebé. Lissy Harper no me dejaría verlo. Me hubiera gustado saber
cómo se llamaba mi madre, pero nadie me lo dijo. Tampoco yo
pregunté, estuve muy bien con mi padre. Los dos. Tejado y sol texano
sobre la piel desde la huerta de la abuela. Era un niño con un
alcornoque que daba mucha sombra pero ningún fruto comestible. Me
sentí culpable por no haber escuchado a mi abuela cuando me pidió
antes de morir que cuidara de la huerta y que no la dejara perder.
Miré a mi alrededor y la sensación de abandono me pellizcó en el
esternón. El alcornoque agitó sus hojas mecidas por el mismo viento
que inflaba las costillas de mi padre. Suspiré resignado y me
levanté del barro de las tumbas espolsándome los vaqueros dándome
azotes en el culo. Entré en la casa y fui directo hasta el
dormitorio de mi padre. Me senté en su cama, todavía mantenía la
colcha de que le había bordado la abuela intacta y bien estirada
sobre el colchón. Abrí los cajones de la mesilla y me puse a
curiosear con los papeles que mi padre siempre guardó con recelo. No
había mucho interesante la verdad, facturas y alguna que otra nota
amorosa a chicas llamadas Laura. Pero entre todos esos recortes
arrugados y amarillentos encontré algo que me hizo contener la
respiración en mitad de la garganta. Era una postal. Una postal de
algún estado americano de tierras rojas y desérticas. Estaba
escrito en inglés y no entendí mucho. Pude traducir la última
frase escrita por una mano basta y trazado amplio y rudo afirmar que
deseaba poder ver pronto a su amigo y firmaba con el nombre de L.
Bradly. Guardé la postal en el bolsillo trasero de mis vaqueros.
Salí de casa y monté en la Vito con una convicción muy grande
latiendo en el mismo centro de mi pecho. Arranqué el motor, pero no
encendí la radio. Fui a la oficina de correos y pedí un sobre. La
funcionaria rociada con colonia barata puso un sello para el
extranjero. Salí de allí satisfecho, incluso deseé poder llevarme
un cigarro a la boca. Lástima que nunca fumé. El siguiente paso
estaba claro. Llegué hasta la casa de Lissy Harper y toqué el
timbre con suma calma. Cuando Lissy me abrió pude ver en el suelo
todavía llorando a nuestro cenicero de Praga. La miré a los ojos,
los tenía vacíos en algún punto de su vida abandonados. “¿Qué
quieres?” Me dijo cortante. Tragué saliva y respondí inflando las
costillas: “Vengo a llevarme al bebé a conocer a su tío Bradly”.
Para mi padre madrileño, porque él fue la sombra de mi árbol en mis momentos de pensar. Un besazo, te mereces mucho más... pero yo solo sé escribir postales. Espero que te guste.
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