jueves, 17 de mayo de 2012

Pieles

Armando y Amanda caminaban agarraditos de la mano. El sol de media tarde dorando el césped y abriendo capullos de rosas. Se sentaron en un banco para mirarse a los ojos. Continuaron con las manos pegadas un buen rato antes de hablar.
—Te quiero —dijo Amanda.
Armando sonrió y no supo por qué, pero sintió un pellizco en el pecho. Escuchó el rugido de arranque de una moto sierra y vio a un arlequín maquillado con sus rombos negros en los ojos, empuñarla bien alto para rebanarle los brazos. La sangre salpicó en la cara del arlequín punteando sus rombos. Armando apretó los párpados para hacer desaparecer al payaso lunático.
Amanda notó cómo los dedos de Armando se aferraban en sus manos en un gesto de auxilio.
— ¿Estás bien?
Armando asintió volviéndose a poner los brazos sobre el cuerpo.
—Apenas has hablado. Y estás muy pálido.
—Le doy vueltas a lo de mi marcha.
—Ya encontraremos solución.
—Es eso lo que me preocupa.
—No te entiendo —dijo Amanda frunciendo el ceño.
Y le soltó las manos.
Armando se puso en pie y le pidió a Amanda volver.
Caminaron en silencio con las manos al aire y los hombros paralelos.
Amanda se quedó en el portal de casa viendo cómo se alejaba  Armando, con la sensación de tener plomo en el estómago. Ella ya estaba curada de espanto ante las rabietas de periquito de Armando y los arrebatos de ternura de monjita misionera que le daban de un día para otro. Pero aquello era distinto, lo sabía bien. Y se metió en casa dando un suspiro cansado, intentando en vano que ese soplido lastimero se llevara el plomo de las tripas.
Armando hizo el camino de vuelta bajo el sol de la tarde que ya no abría capullos de rosas, solo pintaba de amarillo ocre las calles. Él veía caer ceniza por todos lados. Llovía ceniza. Al principio, pensó que eran copos de nieve. Pero descubrió lo de la ceniza cuando un copo le tiznó el brazo. Era una cortina espesa que caía flotando desde un cielo despejado de junio. Como si todos los vecinos hubieran decidido rajar sus almohadas de plumas y sacudirlas en nubes blancas desde sus ventanas. Llegó a casa y se espolsó el pelo para quitarse los copos de ceniza que tenía pegados por el flequillo. Se sentó en la cama desnudo, sabiendo que el arlequín le había quitado algo más que los brazos con la moto sierra. Se miró la piel. Había cambiado de color. Ya ni se acordaba de cuál había tenido durante años atrás, en su época de maripositas y nenúfares junto a su primera novia. Cuántos años. Después se fue marchitando como esas rosas del parque cuando el sol se va. Entendió que había conocido a ese payaso de rombos en los ojos mucho antes que esa tarde en el parque y que antes de la moto sierra usó un absorbe vísceras. No había notado el vacío completo hasta que Amanda se lo recordó cuando le había dicho el santo y seña del te quiero. Se miró un rato más la piel. Se palpaba, se pellizcaba. Hasta se clavaba las yemas de los dedos para dibujar circulitos blancos y los observaba desaparecer. El arlequín se sentó a su lado en la cama con ese cuello de merengue rígido y sus rombos negros en los ojos. Todavía tenían las pintas de sangre. El payaso lunático le dio unas palmaditas en el hombro a Armando y le entregó una linterna de luz azul. El arlequín se esfumó en cuanto Armando encendió la linterna. Desprendía una luz tenue y azulona, se alumbró la piel con ella. Empezó por los muslos y los brazos, pero luego se animó por el abdomen y los pies. Descubrió que, al paso de ese haz de luz curiosa, se dibujaban cicatrices y hematomas, incluso alguna herida en carne viva. Se dio cuenta que tenía varias capas de pieles y que cada una de ellas tenía un grabado diferente. Algo así como un árbol cuenta anillos en su tronco. Armando coleccionaba marcas de guerra. Dejó la linterna en la mesilla. A simple vista no veía ninguna de esas cicatrices. Miró a un lado, donde descansaban sus maletas vacías, y pensó en Amanda de nuevo. Se vistió y salió a la calle. Ya era de noche y todavía bailaban hebras de ceniza, suspendidas y brillantes como luciérnagas perdidas en el calor del verano. Los pies o quizá los pensamientos le llevaron a casa de Amanda. Ella abrió sin decir nada, se apoyó en el quicio de la puerta y esperó.
—Mis maletas están llenas de ceniza.
—Te estás poniendo azul. Pasa.
Armando entró, no hablaron más. Abrazó muy fuerte a Amanda que oyó crujir dos costillas bajo su camisón. Armando se lo remangó con torpeza de niño y la upó sobre su cintura para besarla mejor. La tumbó en la cama y él se puso encima. Se miraron un breve instante a los ojos y Amanda vio que las pupilas de Armando tenían la forma de dos rombos negros. Cuando Armando terminó, ella dio media vuelta y se quedó dormida. Desnuda, con la espalda curvada y las rodillas encogidas. Armando no pegó ojo. Se quedó mirando el techo y esperó a que amaneciera. Poco a poco, la habitación se iba llenando de una luz violácea que alumbraba de forma incandescente la piel blanca de Amanda. Armando se quedó mirándola un buen rato, oyéndola dormir, con ese rítmico respirar, el vaivén del sube y baja del pecho. Su piel no tenía capas ni anillos de árboles. Era una piel uniforme y suave, transparente, inmaculada de hematomas y cicatrices. Armando comprendió. Y se dijo que no le gustaría mancillar aquella pureza. Se levantó y se vistió despacito para no despertar a Amanda. Pero se despertó.
— ¿A dónde vas?
—Tengo que tirar una linterna.
—Te quiero.
Y Armando oyó el renqueo de una moto sierra aullar a lo lejos.

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