jueves, 26 de abril de 2012

Una tenía que ser

Me gustaba el olor de su tabaco de pipa. Era afrutado. Casi dulce. Embriagaba con ese aroma toda la casa los domingos por la mañana. Los domingos. Los hacíamos bonitos. Él con su pipa humeante y sus croissants a la plancha con sirope de chocolate y yo con mi pulsera de cascabeles y mi aperitivo del vermú en la terraza cuando había sol. Sí, eran unos domingos deliciosos. Cuando él no estaba en casa, aprovechaba mi soledad para meter la nariz en la bolsita de su tabaco de pipa e inspirar fuerte. Un par de veces, las suficientes para que se me quedara el olor todo el día y así pensar que le tenía cerca. En cambio él, nunca me robó la pulsera de cascabeles y mira que la dejaba bien a la vista, como olvidada en la mesilla de noche, junto al llavero del recibidor y nada. Le encantaba el sonido de esa pulsera, como tener un gatito en casa, me decía. Me di cuenta de que los domingos solo yo los veía bonitos y solo a mí me parecían deliciosos. Era algo mecánico el levantarse diez minutos antes de trajinar en la cocina y preparar los croissants para fumarse varias caladas de pipa y dejarme el olor en su punto. Luego, se sentaba en la mesa y miraba su foto. Él pensaba que no le veía, que no me daba cuenta. Pero suspiraba hacia dentro, se mordía los labios como apretando una lágrima y guardaba la foto en su bolsillo de nuevo. Al principio, lo hacía muy pocas veces, casi ninguna. Y yo le dejaba estar, no le decía nada. Respetaba su intimidad y sus sentimientos más profundos hacia su mujer. Pero, poco a poco, fue intensificando la frecuencia de esos suspiros censurados. Y la foto cada vez estaba más a la vista. Nunca vi esa fotografía. No me atreví jamás a preguntarle sobre su mujer, sobre lo que pasó. Me limitaba a saber que había muerto y punto. Hacía mucho tiempo, dejándoles a él y a su nena, así le gustaba llamarla. Es duro cuando alguien te mira y no te ve. Llegas a obsesionarte de tal angustia que no sabes si cuando te abraza por las noches y huele tu pelo, es el pelo de la otra el que le gustaría aspirar. Llegas a medir tus palabras, tus gestos, para no importunarle, para imitar a una persona que ni siquiera has conocido y todo para agradarle e intentar que vuelva. De verdad, que era algo frustrante. Imagino que para él debía de serlo más. Empezar de cero con una niña pequeña. Que le arrebaten a uno el amor de su vida de esa manera tan injusta. Ya no se vuelve a ser el mismo. Sabía que antes que yo había estado con más mujeres, bastantes. Con ninguna llegó a cuajar del todo. Todas tenían peros. Ahora empiezo a entender esos peros. Yo también los tenía. Todas teníamos el mismo. El pero más grande que nos podía pesar era que no éramos ella. Entiendo que conmigo se relajara y se limitara a suspirar hacia dentro mirando una foto, mientras flotaban los recuerdos. Somos viejos y nuestra carne colgandera llega a un punto que solo quiere compañía al lado para tener a quien echarle el humo de la pipa y tomar el aperitivo en la terraza.
Dejé de ponerme la pulsera de cascabeles, la dejé olvidada de verdad sobre la mesilla de noche. El olor de su pipa a veces me molestaba, pensando que también a su mujer le gustaba y se llevaba un puñadito de ese tabaco dulce en los bolsillos. La imaginaba guapa, de rasgos delicados capaces de hechizar hasta más allá de la eternidad los encantos de un hombre. La envidiaba. No eran celos. Era resquemor al saber que no viviría ese fulgor verdadero. Que mi historia con él era de segunda mano. Como un suéter prestado porque ya no me cabe.
No se levantó los diez minutos antes. Se quedó conmigo en la cama, sentado apoyado sobre el cabecero. Me miró un largo rato.
— ¿Puedo fumar aquí?
Me dijo.
 Me encogí de hombros como respuesta. Él se encendió su pipa como respondido.
A la segunda bocanada de humo me levanté y fui a la cocina a trastear. Mi pulsera sobre la mesilla de noche.
Le escuché levantarse y quejarse de la espalda. Creo que le oí crujir un par de huesos.
Tomamos el aperitivo en la terraza. Callados. No me apetecía hablar. Cerraba los ojos mirando al sol y dejaba que me inundara la cara. Mantenía los ojos cerrados cuando escuché un cascabeleo de gatito cerca de mi. Los abrí extrañada. Él agitaba mi pulsera delante de mi nariz.
—Hace tiempo que no te la pones.
Me dijo.
No dije nada. La cogí y me la metí en la muñeca, simplemente. Como un movimiento ensayado muchas veces.
Se quedó mirándome, otra vez. Me pregunté si vería en mí algo de esa foto porque suspiró mordiéndose el labio. Se levantó de la mesa para acercarse hasta dónde estaba yo. Me abrazó. Me abrazó muy fuerte y me susurró en el oído:
—Te quiero.
Tragué saliva. Y apreté más fuerte su abrazo. Olía a tabaco de pipa. Escuché mis cascabeles tintinear sobre su espalda. Y entonces, le respondí:
—Una tenía que ser.

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