martes, 10 de enero de 2012

Manchas azules

Y dejé que me azotara con la fusta. Le gustaba ponerme el culo morado. Le excitaba. A mí no. Mi placer era verle disfrutar a él. Era el verdugo, como casi siempre. Solo me dejaba llevar las riendas de nuestros juegos cuando quería que le meara encima. Y eso ocurría muy poco. Me azotó más veces y mis nalgas sangraron. Me despatarró de espaldas atada en la cama y me embistió muy fuerte. Ya no notaba el escozor de los azotes. Su pelvis se manchó con mi sangre.
Me dejó en casa antes de que su mujer llegara de su clase de ikebana. Nunca me besaba. Ni siquiera en la intimidad de nuestros juegos. Decía que los besos eran un acto sensiblero y ñoño que se daban para tener conforme a la parienta. Y yo no era su parienta, era su perrita faldera. Así le gustaba llamarme. Antes de bajar del coche, me lanzó una mirada larga de arriba abajo y se relamió.
—Te llamo —dijo. —Y para la próxima vez, quiero que adelgaces cinco kilos. La piel estaba muy tensa y sangraste muy pronto.
Yo asentí y dejé que me acariciara la cabeza.
Luego en casa, me curé los azotes y esperé acurrucada en la cama a que volviera a llamar. Pero no llamó. Era parte de sus juegos. Le gustaba castigarme con su silencio. Sabía que me martirizaba con su ausencia. Y que cuando le volviera a ver, menearía la colita con más ganas. Me lo imaginé besando a su mujer y diciéndole te quiero para ponerla contenta. Yo me llevaba los azotes y ella los besos.
Para cuando volvió a llamar, ya había adelgazado los cinco kilos. No me dijo nada. Solo me sentó en una silla con una cadena atada al cuello y me dio un mango.
—Quiero que te masturbes con él —dijo.
Y se sentó enfrente de mí desnudo.
Me introduje el mango. Era demasiado grande y me dolió. Pero no me quejé. Continué porque él me lo había dicho.
Me ordenó que paseara a su alrededor con el mango metido y que de vez en cuando le dejara tocarlo. Obedecí. Él sujetaba la cadena de mi cuello mientras caminé en círculos. Cuanto más caminaba, más me dolía y el mango se metió más adentro. Muy adentro. Noté cómo por entre mis muslos resbala un líquido gelatinoso. Me mareé y caí al suelo como un plomo.
Me subió al coche y me llevó al hospital. Creo que estaba preocupado.
—Perrita, aguanta —dijo.
Y me dejó sola en la sala de urgencias.
—Tengo que limpiar las manchas azules del asiento antes de que venga mi mujer del ikebana —dijo.
Yo asentí. Y esperé a que me acariciara la cabeza. Pero no lo hizo.
—Te llamo.
Y dejé que me besara en la boca.

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